sábado

El compromiso

 En Wood Fields, el 3 de agosto de 1824

Después de un tiempo de reflexión, he tomado la decisión de pedir la mano a mi amada Maryam Ryall. Ahora queda esperar el momento oportuno para hacerlo, y me devano los sesos al respecto aquí, en mi casa, mientras observo pasar las nubes en un cielo tan azul como el de sus ojos.

A mis 45 años, creo que ha llegado el momento de dar este paso hacia adelante, y considerar si ha llegado ya la hora de dejar de lado el mar y centrarme en una persona que ha sabido dar luz a los recovecos más oscuros de mi alma, plagados de malas experiencias pasadas y una nostalgia que a veces no parece tener fin.

Desde el día en que nos conocimos, pasar el tiempo a su lado se ha convertido en una liberación total, pues encuentro junto a ella un equilibrio en mi interior que me hace sentir en paz con hechos tan sencillos y bellos como es pasear de la mano por los parques de Londres, mientras observamos las velas de diferentes barcos surcar las aguas del Támesis.

Echo la mirada atrás, a una carrera de más de 20 años haciendo la guerra en el mar, salpicados de momentos buenos y malos, recibiendo heridas físicas y espirituales, las cuales me han llevado a ser el hombre que soy hoy en día, con mis luces y muchas sombras.

Pero como digo, Mary hace que en la oscuridad su luz sea aún más fuerte, y aunque he pasado muchos años atormentado por el recuerdo del que fuera mi antiguo y malsano amor, Lively Caster, ahora soy consciente de que he esperado toda una vida a que llegara mi encuentro con una persona que me trata con la única pretensión de un amor sencillo y puro, sin ambages ni otras consideraciones que la de pasar el tiempo juntos y disfrutar de nuestra compañía.



A veces los demonios vuelven a aparecer por los oscuros rincones y me cuchichean al oído que no soy lo suficiente bueno para ella, un hombre de mar y guerra retirado, con una sencilla casa a las afueras de Portsmouth y una pensión que apenas me llega para mantener un nivel de vida modesto. Sin embargo, Mary no parece ver problema alguno en ello. Es una mujer independiente, con su propia casa y ahora en un proyecto de crear su escuela en Portsmouth, con la garantía de ser una de las mejores institutrices de la ciudad tras haber trabajado durante muchos años para los hijos e hijas de las mejores familias de la ciudad.

¿Tengo miedo a una negativa por respuesta, cuando no lo he tenido cuando me enfrentado, sable en mano, a un oficial enemigo sobre un alcázar de navío con la muerte acechándome mientras las astillas de madera y los disparos de los enemigos desde sus cofas no me hacían temblar el pulso? Siempre he dicho que se me ha dado mejor afrontar la vida y la muerte al mando de una fragata que ante lo cotidiano del día a día en tierra. Sin embargo, en esta ocasión merece la pena afrontar el riesgo más que nunca, y abrir las puertas de una vez a una felicidad plena y eso, no me cabe la menor duda, está al alcance de mi mano si es junto a mi amada.


lunes

De vuelta a casa

 8 de enero de 1824. En Wood Fields.

Estas hojas ya no son un diario, son más bien un anuario, o no sé cómo llamarlo dado lo dilatado en el tiempo entre los hechos que aquí relato.

Han pasado ya varios meses desde mi aventura en las heladas aguas del norte junto al comandante Edward Parry, con el HMS Griper bajo mi mando a la búsqueda del esquivo Paso del Noroeste. 

Podría escribir un libro solo con lo que viví en aquellas inhóspitas aguas, en donde he podido conocer lugares peligrosos y extraordinarios como la Bahía de Baffin o la península de Melville, además de un pueblo misterioso y sabio a la vez como es el que allí habita, llamados esquimales por los extranjeros y que sobrevive en aquel terrible desierto blanco.

Después de tantos años al mando de buques de guerra, sin lugar a dudas ha sido una experiencia extraordinaria el mero hecho de tener que sobrevivir a situaciones extremas de frío y hambre, en lugar de cruzar los dedos a la espalda esperando que una bala me alcanzara en el alcázar de mi navío.

De vuelta a casa, la encontré prácticamente como la dejé, ya que el bueno y leal de Vincenzo se encargó de tenerla apunto para mi llegada, más de dos años después de que zarpáramos de Deptford en abril de 1821. Además de compensarle con una buena suma de guineas que trató de rechazar de forma cortés con el brillo del oro en sus ojos, le regalé unas pieles de focas curtidas que recibió como si fueran un auténtico tesoro.


Lo mejor de mi regreso ha sido reencontrarme con mi querida Mary, con la que apenas tuve oportunidad de cartearme, sobre todo cuando nuestros navíos estaban atrapados en el hielo durante meses. Pese al tiempo de separación, y temiendo que la llama de nuestro amor se hubiera apagado, me recibió con la mayores de las alegrías, lo que hizo que el frío que siento en el interior se calentara de nuevo ante la visión de sus preciosos ojos azules y su espontánea y franca sonrisa.

Y es que durante estos largos meses he tenido una extraña sensación de vacío en mi interior. A pesar de estar de nuevo al mando de un navío, lo que supone para mí la mayor de las alegrías, me dejé contagiar por la soledad y desolación de los lugares que he visitado, y no he podido evitar un sentimiento de desasosiego que aún me acompaña en estos días.

No conozco la naturaleza de este sentir, y aunque cuando estoy con Mary ese sentimiento parece desaparecer, noto que repta en mi interior como si fuera una serpiente venenosa, esperando los momentos más insospechados para volver a inyectar su veneno en mi alma.

Durante estos días solo me apetece estar sentado en el porche de mi casa observando el movimiento de las nubes y oyendo el trinar de los pájaros, aunando las pocas fuerzas que tengo para escribir a Mary.

Del resto, al menos de momento, no logro encontrar el sentido.