domingo

Trágico accidente

¿Frente a Tolón?, el 27 de enero de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Ayer fue un día horrible. Pocas veces he vivido algo así como capitán al mando de un buque de Su Majestad.
A día de hoy aún le doy vueltas a la cabeza, y durante mucho tiempo he estado sentado en mi escritorio sin hacer nada, mirando a través del ventanal el cielo oscurecido por nubes tan negras que convierten el día en noche. El mar está muy embravecido, con olas grandes y grises.
Por supuesto no hay rastro de la escuadra, que se han dispersado como gallinas en un corral cuando asoma su hocico el zorro.

El viernes, a primera hora de la mañana, el barómetro bajó de forma alarmante, y como soplaba viento del sureste y en ese instante veíamos Tolón a sotavento, se ordenó a la escuadra ganar mar abierto.
Dado que nuestro vicealmirante, Lord Collinwood, no quería correr el riesgo de que algún francés aprovechara la situación para salir del puerto y evitar el bloqueo (a costa de la integridad de su navío), me ordenaron mantener la Circe lo más cerca posible de la costa para evitar sorpresas.

En apenas unas horas ya teníamos encima un poderoso viento que nos obligó a tomar rizos y dejar los palos con el mínimo paño posible para permitir las maniobras sin que nos acercáramos demasiado a tierra.
Pero tras aguantar hasta la segunda guardia del cuartillo, la situación era ya insostenible, por lo que antes de que fuera imposible gobernar la fragata, viramos hacia el sur, sufriendo como nunca para ganar cada pulgada en una ceñida agónica.

El temporal duró toda la noche y ayer seguía arreciando fuerte, muy fuerte.
En la guardia de mañana fue imposible tomar la medición del mediodía, y tras ceder el mando al teniente Byron fui a mi cabina a descansar tras haber pasado toda la noche en vela.
Vincenzo me preparó un té bien caliente, y me tumbé en el coy para engañar a mi cuerpo y hacerle creer que descansaba. Pero el que me engañó fue él, y antes de que me diera cuenta me dormí en un sueño corto y profundo.

Como al que rescatan de un pozo, uno de los guardiamarinas que tenemos a bordo, el señor Evans, me despertó rogándome que subiera a cubierta inmediatamente.
Conforme daba tumbos y con Vincenzo a mi espalda que me ponía de nuevo el capote del mal tiempo exhibiendo su destreza, pude comprobar por lo escorado de la Circe que aún debíamos navegar con muchísimo viento.
El cielo seguía oscuro, tres hombres estaban al timón y el contramaestre ladraba órdenes mientras dispersaba a un grupo de hombres que se encontraba en el combés.

Afortunadamente la naturaleza compensó mi volumen de vientre con buenos y grandes pulmones, y a una orden mía todos los marineros volvían a sus puestos.
Con la espuma abofeteándome la cara y el ensordecedor silbido de la jarcia, estaba demasiado aturdido para saber qué ocurría, pero conforme me acercaba se me erizó el pelo de la nuca al reconocer la figura del cirujano arrodillada ante el cuerpo inerte de lo que parecía un oficial, ya que pese a estar en ese momento siendo abrigado por el sargento de infantes de marina, vi el brazo con chaqueta azul y charretera al hombro.
En dos zancadas me planté allí, y casi me caigo al llegar por un inoportuno resbalón.
Mientras me sostenía el sargento, me quedé horrorizado al comprobar que lo que casi me hizo caer fue un denso charco de sangre oscura que se iba diluyendo con el agua que salía por los imbornales.

Lo peor estaba por llegar, y mis sospechas se cumplieron cuando pude distinguir entre la maraña de pelos mojados el rostro pálido, terriblemente pálido, del teniente Byron.
Con mucho cuidado, en lo que fue una operación muy dificultosa ya que la Circe cabeceaba demasiado, bajamos al primer oficial al sollado para ser atendido.

Según parece, mientras yo descansaba en la cabina, uno de los gavieros que se encontraba en el mastelero del mayor dio voz de que un navío de dos palos apareció por barlovento, y tras muchas conjeturas los oficiales en el alcázar llegaron a la conclusión de que se trataba de un navío de buen porte, posiblemente un 74, que había perdido uno de los palos y se encontraba en serios apuros.
Mientras se decidía si era francés o inglés, quizás algún miembro de nuestra escuadra, el teniente Byron se armó de un catalejo y, tan osado como siempre, se lanzó a escalar hasta el tope para comprobar por él mismo de quién se trataba.

Pese a los muchos consejos que recibió, Jack los desoyó todos y comenzó a trepar por los obenques.
Recibió hurras por parte de los hombres a bordo cuando llegó a lo más alto, y algunos aseguraban que incluso en tan precaria situación no se olvidó de las formas y optó una pose más propia de un cuadro de sir William Beechey que del tope de una fragata en pleno temporal.
En el descenso, y cuando seguía oyendo los gritos de entusiasmo de los hombres en cubierta, un golpe de mar por popa tras un descuido de los hombres al timón, que tampoco quitaron ojo del teniente, hizo que éste perdiera su agarre y se estrellara con sobrecogedor estrépito contra cubierta.

El contramaestre fue el primero en llegar en su socorro, y de su propia boca me informó que el teniente, antes de perder el conocimiento, dio orden de que me presentaran sus respetos y que me informara que la HMS Circe tenía a barlovento el navío de Su Majestad HMS Eagle.

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