En el puerto de Karlskrona (Suecia), el 27 de noviembre de 1808. A bordo de la HMS CirceLlueve como si todos los ángeles del cielo estuvieran meando sobre nosotros.
Además, hace un frío de mil demonios, y cada gota de agua que le alcanza a uno es un alfiler helado que sientes en la mismísima espina dorsal.
A través del ventanal puedo ver, algo borrosa, la silueta del HMS Victory, orgullo de la Armada de Su Majestad, atalaya desde donde Lord Nelson dirigió a nuestros navíos hacia el triunfo ante la escuadra franco-española en Trafalgar: ahora sólo parece un perro apaleado y mojado bajo la lluvia.
No sé si estará a bordo Saumarez.
Obviamente la actividad en cubierta es nula. Pero no me importa. Lo importante es que he recibido su permiso para realizar una misión de crucero de dos semanas en el Báltico, por lo que volveremos al mar a la búsqueda de suculentas presas que nos alegren estos días grises.
Por supuesto, qué duda cabe de que nuestro vicealmirante saldrá ganando, ya que con su escuadra anclada y sin poco o nada que hacer, nuestra fragata, en el caso de que el viaje sea un éxito, le reportará su parte correspondiente, ya que de los botines todos se llevan su parte, empezando por los que mandan.
El caso es que tengo previsto zarpar en uno o dos días, dependiendo de que la condiciones climatológicas sean todo lo buenas que permita este mar.
También he de enviar una carta que la he dejado a medio escribir para don Ricardo, del cual recibí noticias antes de ayer.
Fue una gran alegría, qué duda cabe, ya que pasé con él buenos momentos, con multitud de interesantes y sanos debates sobre nuestros respectivos países, siempre amparados en la cordialidad y, por qué no decirlo, con una botella de vino al alcance de la mano.
En su misiva me hablaba sobre todo del estado en el que se encuentra la guerra en España, con cierto tono de preocupación.
Desde Tudela (reconozco que no tengo la menor idea de dónde demonios se encuentra) me escribía para decirme que después de la esperanzadora toma de Logroño y el posterior despliegue de las fuerzas españolas, Castaños, Joachim Blake y compañía no pueden ocultar su preocupación, ya que más allá de los Pirineos llegan noticias de movimientos de tropas francesas, y es
un rumor gritado a voces que el mismísimo Napoleón está al frente de su Grande Armée para acabar de una vez con esos españoles que se le están subiendo a las barbas.¡Napoleón en España! Desde luego ha de ver un panorama realmente negro para ponerse él mismo al frente de sus tropas.
Le escribiré una carta para desearle suerte, e intentaré hacerlo en español, o al menos, buena parte de ella después de las lecciones que me daba en nuestros viajes por la costa gallega, en el alcázar y con algunos de mis hombres observándome con cara de asombro.
Insisto en que personalmente me causó una gran impresión, ya que es todo un caballero, y me encantaba invitarlo a cenar cuando coincidía con oficiales de otros navíos, que le observaban realmente sorprendidos, como si en vez de esperar un señor de finos modales y un inglés cada vez más tolerable, se esperasen encontrar un pueblerino con barba de una semana y cejijunto.
Pobres estúpidos. Ellos y sus estereotipos, y el de todos, en definitiva, sean de la nación que sean, ya que opino que no hay que fiarse de los colores de la bandera, las costumbres o el color del cabello y la piel, ya que lo mismo te mata una bala de un cañón inglés, que el de un francés, español, ruso o danés.
Hay que ser respetuoso por encima de todo.
En fin. Después de esta pequeña reflexión, terminaré de escribir la carta a don Ricardo y subiré a cubierta para comprobar que los preparativos para zarpar van por buen camino.
De momento sigue lloviendo.





