En la residencia Daniels (Bedford), el 25 de agosto de 1809.
Soy un perdedor.
Que no se me malinterprete si este diario termina en manos de otro. Sé que soy una persona que habitualmente se inclina a ser pesimista, y que incluso a veces tiendo a recrearme en mi condición de víctima.
No obstante, en esta ocasión, me limito a dar constancia de un hecho.
Solamente hay que echar un vistazo al pasado para comprobar que en la categoría de perdedor no tendré, a buen seguro, grandes oponentes.
Perdí a mi mejor amigo, John James. Era de las pocas personas en las que, en su momento, confié. Echo en falta su paciencia y sus consejos, y no hay día que pase en que no lamente que nuestra relación terminase a sablazos en un granero abandonado.
En alguna ocasión he escrito cartas enteras en donde trato de volver a estrechar los lazos que se cortaron de una forma tan desagradable, pero tras leer una y otra vez mis propias palabras y reflexionar durante unos breves instantes, acabo por echar las hojas al fuego, mientras observo cómo las llamas la consumen.
Los problemas con amigos hay que solucionarlos estrechando las manos o en un callejón y que salga uno sólo. No hay término medio.
Perdí mi prestigio. Al caer prisionero frente a la costa de Marsella mi carrera acabó. Comandaba una de las fragatas más potentes de la Armada Real, la HMS Proserpine, y acabé en manos de los gabachos.
Mi intento por lavar mi imagen tras mis infortunios en aguas del Báltico me impulsaron a ser demasiado confiado, al coste de que toda una dotación cayera prisionera y con el principal culpable, yo, liberado por unos ‘realistas’ franceses que se toparon conmigo de forma casi milagrosa.
Aun en el caso de que no me ahorquen por volver de manos vacías del Mediterráneo, dudo que me entreguen un mando más interesante que una gabarra en el Támesis o, si tengo suerte, un cúter para vigilar a los contrabandistas en la costa de Devon.
Y, por supuesto, perdí a Lively.
El amor de mi vida salió de ella y todo cambió. Sueño con ella, hablo en silencio con ella, todo lo que hago en el día a día es por ella. Ella es el viento que mueve mis velas.
Pero no está. Me aferro a su recuerdo como un marinero del sollado que se agarra a un trozo de madera tras perder su barco. De momento se mantiene a flote, pero llegará el momento en que las aguas le engullan si no recibe ayuda.
Y bien es cierto que yo no voy a disfrutar de ninguna.
La última vez que la pude ver iba del brazo de un chaqueta roja, y sólo imaginarla en los brazos de ese tipo me hace sentir que una astilla sale disparada para clavarse en mi estómago.
Pero que no haya malentendidos. No achaco nada de esto a mi mala suerte. Ni mucho menos.
Lo que más me atormenta es que ha estado en mi mano cambiarlo: quizás puede ser más paciente con John y morderme la lengua (algo que siempre se me ha dado fatal) cuando surgió la ocasión; debería de haber sido más cauto cuando comandaba la Proserpine, y olerme la trampa de los franceses y no alejarme de la escuadra de bloqueo; podría haber reaccionado de forma diferente cuando me crucé con Lively, y no alejarme como un perro con el rabo entre sus patas y declarar allí mismo mi amor y poner punto y final, sea el que sea, a mi tormento.
Pero no. Todas esas oportunidades pasaron. Mi vida ha sido una sucesión de fracasos y oportunidades perdidas.
Por eso soy un perdedor.
Ahora saldré al jardín para pasear un rato con mi padre, que tan bien me ha acogido en su casa mientras me decido a enviar la carta al Almirantazgo para comunicarles que ya estoy en Inglaterra, sano, a salvo, pero absolutamente, una vez más, perdido.
4 comentarios:
Vaya Don Daniels...Menuda genialidad, le agrego a mi intento de blog fallido en inumerable ocasiones, aunque no llegue a la suela de los zapatos del suyo....
A sus pies.
Fmdo.: Laurita.
A sus pies, milady, a los suyos.
Con todos los respetos, no comparto en absoluto su visión sobre los fracasos. Usted no es un perdedor.
Sólo me atengo a los hechos.
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