viernes

El cielo sigue gris

 En Wood Fields, el 11 de septiembre de 1825

Poco ha cambiado desde la última vez que escribí en este diario. Los pensamiento oscuros siguen ahí, como las nubes negras del Cabo de Hornos, que parecen empecinadas en hacer que tu travesía nunca sea cómoda.

El silencio de las habitaciones de mi casa es ensordecedor. Incluso sus gruesas paredes parecen ocultar por completo el trino de los pájaros en el jardín, o el susurro del viento en las hojas de los árboles. A veces incluso tengo la sensación de que el mundo ahí fuera se ha detenido, lo que me provoca que se encoja mi pecho y me falte el aire, y salga a toda prisa afuera dando bocanadas como un pez lejos del agua.

¿Todo esto es producto de estar alejado de la cubierta de un navío? Es cierto que echo en falta el silbido del viento en las jarcias, y el vaivén suave sobre las olas, pero por otro lado tengo que cerrar de una vez esa etapa de mi vida, hacerme a la idea de que mi etapa como comandante se ha acabado, que lo que queda es esto, deambular por la tierra como un alma en el purgatorio.

Lo único que me mantiene a flote es mi relación con Mary. Cuando estoy junto a ella me siento bien, feliz, perdiéndome en sus ojos azules y sintiendo como música en mis oídos el sonido de su risa. Pasear de su brazo viendo los mástiles de los barcos fondeados en Pompey mientras me cuenta con todo lujo de detalles sus vivencias como institutriz, y respondiendo sus preguntas sobre las velas y el tipo de embarcaciones que vemos, aunque lo hace más por no acaparar la conversación que por auténtico interés, es una especie de oasis en el cruel desierto que es en estos tiempos mi mente.

¿Y nuestro compromiso? ¿Por qué aún no me he visto con el valor suficiente para pedirle la mano? No puedo evitar pensar que soy un lastre. Mary, que es más joven que yo, se merece algo mejor. Y yo no creo que sea lo mejor para ella. Cuando surge la conversación, o me lanza alguna indirecta, respondo con evasivas y trato de cambiar de conversación, esperando quizás así que se canse y que no me vuelva a abrir las puertas de su casa. 

Por supuesto no manifiesto mis sentimientos. Me pongo la careta de alegría, pues es una persona con la empatía suficiente para preocuparse en verdad por los demás. Pero en ese sentido no quiero que sufra por mí ni un segundo. No quiero estar junto a ella dándole quebraderos de cabeza, pues ya tendrá los suyos propios, y no quiero añadir más carga de la necesaria. Además, como digo, con ella soy feliz, y pese a mis temores e inseguridades respecto a mi relación, si tengo algo claro es que quiero disfrutar de ella cada segundo como si fuera el último.

Es suficiente por hoy. Creo que voy a dar un paseo por la ribera del río. Quizás haya suerte y pueda observar las truchas y las carpas, a alguien pescando con la paz que da la calma espera ante ese triunfo momentáneo que es la captura de un pez. Me sentaré sobre la hierba y veré al río pasar, como el tiempo, como siempre imparable e inevitable. 


jueves

Pensamientos oscuros

 En Wood Fields. El 23 de enero de 1825

Han pasado meses desde que decidí pedir la mano a Mary, pero todo sigue igual. Tengo miedo al fracaso y al no. Mi confianza pasa por uno de sus peores momentos, y me siento como un barco en medio del Pacífico, con las velas flácidas e inútiles, sin una sola brisa de viento para avanzar unas pocas millas. 

Estar lejos del mar me está consumiendo por dentro. Deambulo por la casa y por mi jardín sumido en mis pensamientos, y lo único que hago es comer y beber, con cierta moderación, pero con la determinación lenta de la autodestrucción al no tener en estos momentos un incentivo real para afrontar los días sin este eterno desasosiego. 

Aunque recibo cartas de Mary, y al menos una vez al mes viajo hasta Porstmouth para pasar el tiempo con ella, siento en el estómago una comezón constante que me impide disfrutar del todo de su compañía, aunque a día de hoy siga siendo lo único que me mantiene de alguna forma cuerdo para rebajar así los impulsos de tomar una de mis pistolas y poner fin a este extraño sufrimiento, como si mi barco estuviera perdido tras la derrota y solo queda asumir las consecuencias de mis decisiones.

Es curioso. A pesar de que me he enfrentado a la muerte en múltiples ocasiones en el alcázar de mi navío, la incertidumbre de qué habrá al otro lado una vez abandone este mundo, evita que tome una decisión estúpida de este calibre


Y en el caso de que lo hiciera. ¿Quién lo sentiría realmente? Seguramente muchos hemos imaginado nuestro funeral o el después de nuestra marcha. ¿Alguien lo sentiría realmente? Seguramente no. La vida sigue para todos, y la pérdida de personas, la muerte, no deja de ser algo natural, y nuestra condición humana nos hace seguir adelante ya que, de lo contrario, nos habríamos extinguido hace tiempo.

Me he tomado un descanso antes de continuar escribiendo. He sentido ansiedad y me costaba respirar. He bebido algo de agua del pozo y he observado las nubes grises del cielo, gordas y llenas de nudos. He respirado profundamente el aire fresco, el viento que llega del este, y he observado el barómetro para comprobar si el tiempo empeorará aún más. Son costumbres que quedan después de pasar tanto tiempo a bordo de un navío, como calcular la dirección del viento.

Creo que voy a tomar mi oboe y a tocar un poco. La música me relaja, el sonido grave y quejumbroso de mi instrumento, estudiando partituras para liberar mi mente de estos oscuros pensamientos.