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domingo

Soledad en Wood Fields

En Wood Fields, el 8 de abril de 1818. Portsmouth

Bonito día. El cielo es azul, con algunas nubes que llegan rápido desde el este, empujadas por un viento fresco que hace que las hojas de los árboles bailen alegres.

Hace meses que fui apartado del servicio activo. No hay guerras suficientes para lo hombres de la Royal Navy, y tras negociar una pensión escasa que apenas me da para sobrevivir, vivo solo aquí, en Wood Fields, paseando y reflexionando sobre mi vida en un agotador trabajo de introspección. 

Pero la mayoría de las veces es mejor simplemente pasear. Manos a la espalda y con la cabeza gacha, doy largos paseos por los alrededores de la casa, disfrutando de pequeños detalles como el rocío de la mañana o un jilguero cantando a lo lejos. Es por eso, quizás, por lo que ha pasado más de un año desde que escribí en estas páginas, cuando me encontraba en el Mediterráneo a la caza de esclavistas. Necesito vaciar la mente y espantar los problemas y las preocupaciones como moscas, y disfrutar simplemente de las pequeñas grandes cosas que nos regala la existencia. 

Erin Hanson
Echo de menos el mar. Sería un mentiroso si dijese lo contrario. El viento salado en la cara, el crujir de la jarcia y el vaivén sobre las olas siempre seguirán en mi corazón hasta el final de los días. Incluso el retumbar de los cañones y el ruido de los aceros, aunque me hacían temblar en las ocasiones más complicadas, son ahora, con el paso del tiempo, un bonito recuerdo que echo de menos mientras cuento, ante el espejo, las cicatrices de mi cuerpo.

Y la soledad. Nadie visita al viejo capitán Daniels. A mis 38 años he cumplido casi todos ellos al servicio activo de Su Majestad. Y dejado atrás el alcázar de mi navío, rodeado siempre de oficiales y marinería, estos meses de soledad siempre han resultado ser agridulces: el ajetreo de los hombres por encima de cabeza pisando las maderas se difumina como el humo en en los vientos alisios cuando soy consciente del silencio de las mañanas cuando despierto en mi casa, intentando detectar un cambio en el viento o esperando oír el tañido de la campaña del infante de marina para descubrir finalmente que estoy en tierra.

Un día a la semana viene Vincenzo. Trae huevos y hortalizas de su granja. También dejó el mar, y se dedica a trabajar con su familia. Sin embargo no se olvida de su antiguo capitán, y aunque no lo pido que lo haga, durante ese día se dedica a limpiar la casa, doblar la ropa y sacar brilla a la poca plata de la que dispongo. Cuando acaba se sienta conmigo en el porche mientras observamos el atardecer, en silencio, tras aceptar una copa de Jerez, que sé que le encanta.

Del resto no sé nada. No recibo más visitas y nadie me escribe. He escrito algunas cartas, pero pocas o ninguna han recibido respuesta. Hay días que me importa y otros que no. Noto que mi ser van aceptando la soledad y empieza a abrazarla como a una vieja dolencia que sé que siempre estará ahí y que es inútil resistirse a ella.

Incluso el recuerdo de Lively duele menos. O es lo que quiero creer. A veces pienso preguntar a Vincenzo sobre ella, pero cuando apenas las palabras van a salir de mis labios un pensamiento se cuela en mi cabeza y cuestiona la utilidad de la información, así que simplemente callo y sigo mirando al sol morir un día más por el oeste. 

viernes

El bosque de los robles

En Wood Fields (Portsmouth), el 29 de noviembre de 1814.

He recibido órdenes de presentarme en Plymouth dentro de tres días, de nuevo destinado a la HMS Circe en labores de escolta de un convoy que desembarcará tropas en el norte de España para hacer presión sobre el ejército francés en su retirada a su territorio.
Napoleón, según mis últimas noticias, busca una salida airosa con el Rey Fernando para anular uno de los frentes y centrarse en la coalición de rusos, austriacos y demás que llega desde el norte dispuesto a arrasar desde Brest a Tolón.
En caso de que el gran Corso se salga con la suya, muchos serían los perjudicados, desde los españoles que claman venganza a nosotros, ya que nos veríamos obligados a retirarnos y buscar otro lugar por donde atacar Francia y 'pelear' con nuestros aliados por ser los primeros en alcanzar la gloria: París.

Amo el mar por encima de todas las cosas, pero también los pequeños placeres de tierra firme, y es por eso que antes de embarcarme decidí pasar el día de ayer en un pequeño bosque de robles centenarios, a unas horas de camino de mi casa, y hacia allá fui cargado con mi fagot dispuesto a relajarme con la intención de dar sentido a alguna melodía, tratando de recordar las clases del señor Volkan.

Tarde más de lo esperado en llegar a mi destino, y lo hice sin aliento. Bebí agua en un arroyo cercano y me senté debajo de uno de los hermosos y grandes árboles centenarios. Reflexioné sobre mi lamentable estado de forma, en gran parte debido a mi desmedido peso. Me he visto en la obligación de arreglar mi uniforme para poder encajar en él sin parecer un fantoche, y creo que tendré que plantearme el volver a dar mis 3.000 pasos sobre el alcázar de la Circe. Con estos pensamientos me quedé dormido al son del canto de un cuco que sonaba en la lejanía.

"... me senté debajo de uno de los hermosos y grandes árboles centenarios..."

Desperté con el cambio de viento. Los marinos somos capaces de dormir profundamente y abrir los ojos ante circunstancias de este tipo, totalmente despejado, como si llevara despierto desde mi llegada. Comprobé echando un vistazo a la posición del sol que había pasado el mediodía, y que el viento había rolado, suavemente, dirección sur. Calculé de manera automática cuánto tardaríamos en llegar con este viento a la costa española, y tras repasar mentalmente las notas y quedar satisfecho con el resultado, armé el fagot y comencé a tocar con el único acompañamiento del susurro de las hojas y el chirriar de algún insecto en busca de compañía.

Es curioso que eligiera el fagot para adentrarme en el mundo de la música, un instrumento que por sí solo es poco brillante, dependiendo sobre todo de sus acompañantes, casi siempre el clarinete y el oboe cuando de tríos se trata, aportando esa 'nota' melancólica y quizás triste de una sinfonía.

Dicen que los animales se parecen a sus dueños, y quizás con los instrumentos pasa algo parecido. Soy una persona que no gusta de destacar en las reuniones, siempre en un segundo plano, un mero espectador, más amigo de colaborar con el grupo en vez de tomar la iniciativa. Quizás por eso sigo al mando de una fragata de 28 cañones y no comando un navío de línea.
Y eso sin contar con la eterna tristeza que me embarga y que sólo a ratos logro esconder, como la basura debajo de la alfombra, y sobre todo en el alcázar de mi barco, en donde trato de compensar esa falta de energía y carisma con ira y agresividad, lo que también le hace uno ganarse si no el respeto, el temor de la tripulación, válido a la hora de que sepan quién es el subordinado.

Tras hacer una pausa en mi ejercicio de improvisación y comer vorazmente la viandas que traía en mi zurrón, como si no hubiera un mañana, volví a dormir, relajado, con la tripa llena, bien agarrado a mi fagot, como cuando era guardiamaria y lo hacía aferrado a un trozo de queso o cecina por si mis compañeros de camareta quisieran paliar su hambre a costa de la mía.

Desperté con el sol cayendo más allá de las colinas y emprendí el camino de vuelta a paso ligero, ya que no es bueno andar por ciertos caminos de noche, y menos cuando me había dejado el sable y mis pistolas en casa al ir demasiado cargado de peso.
Afortunadamente la vuelta a casa no trajo novedad alguna, ya que no me crucé con nadie, acompañado por las estrellas que comenzaban a brotar en el cielo como caracoles tras la lluvia, amenizando el camino recitando de memoria los nombres de las constelaciones y pidiendo deseos a las estrellas fugaces.

"(...) recitando de memoria los nombres de las constelaciones (...)"

Una vez bajo mi techo, comí las sobras de mis provisiones disfrutando del chirriar de los grillos en el porche, pensando en seres queridos que ya no están pero que lo siguen siendo, combates pasados, perdidos y ganados, mientras volvía a tomar el fagot para improvisar algunas notas que sonaban como el ronquido de un gigante en la soledad de la noche.

Tras tomar un baño me fui al lecho, añorando ser mecido por las olas del mar, pero satisfecho y agotado tras un largo día de dulce soledad, de amor propio y paz.

Vuelta a Greenwich

En Dorset Street, el 25 de octubre de 1813. Londres.

Al disfrutar aún de mis días de descanso, decidí viajar a la capital, Londres, en donde he dedicado un par de días a caminar por la ribera del Támesis y por uno de mis lugares favoritos, los jardines del observatorio de Greenwich. He estado horas viendo pasar barcos de todo tipo y porte mientras imaginaba desde qué parte del mundo vendrían, o hacia dónde irían.

"He estado horas viendo pasar barcos de todo tipo y y porte"
No he podido evitar pensar en Lively, pues por aquí paseábamos cuando parecía que nuestras vidas
estaban ligadas para siempre. En un banco bajo un sauce una mirada; un roce descuidado de nuestras manos junto al estanque de los patos; la manzana acaramelada más dulce aún con ella cogida del brazo; la fragancia de la Dama de Noche cuando el sol comenzaba a ocultarse más allá de Whitehall; el sonido de un violín entre los árboles mientras bailábamos en la hierba. Una sucesión de recuerdos que se convertían en agujas incandescentes en la nuca.

¿Hacia dónde viajarán los barcos que surcan el Támesis? Pero la pregunta que a veces me obsesiona sin poder remediarlo es ¿dónde está Lively?
Reconozco que nuestros últimos encuentros, en nada poéticos y agradables, me han empujado de una forma sutil pero firme hacia una resignación que comienza a convertirse en hábito, en algo que no es forzado y que simplemente se convierte en asumir una realidad: ya no significo nada para Lively.
Trato de no pensar en ello en exceso. De hecho hacía mucho que no me castigaba de esa forma, pero eran demasiados los recuerdos que me asaltaban como astillas en cubierta durante una batalla para poder esquivarlas todas.

Pensamientos funestos que contrastaban con una alocada algarabía por las calles de Londres de regreso a mi pequeño hotel en Dorset Street.
De repente todo eran ¡hurras! sin que yo supiera aacertar el motivo, hasta que logré enterarme de la razón: Napoleón ha sido derrotado en Leipzig y se retira hacia Francia.
A la carrera y provocando la risa de algún transeúnte, llegué a mi club para conocer más sobre la batalla, pero los datos eran imprecisos. Según parece un potente ejército de la coalición se enfrentó al corso en Alemania, en donde reagrupaba filas tras sus fracasos en España y Rusia.
A pesar de que el número de sus hombres era inferior (se habla de cientos de miles de hombres en las filas aliadas) mantuvo contra las cuerdas a su enemigo todo lo que pudo y más, hasta que el propio desgaste de hombres le obligó a volver hacia Francia, en donde acabará todo.
"Le obligó a volver a Francia, donde acabará todo"

¿Buena o mala noticia? Qué duda cabe de que me alegro por todos aquellos que volverán a encontrarse con los suyos y de los que dejarán de sufrir, que serán millones.

Sin embargo, soy un hombre de guerra que sin guerra no tiene sentido, y por mucho que el sufrimiento ajeno y el dolor tendrán su punto final cuando Napoleón arríe su bandera, no puedo dejar de pensar que cuál será la utilidad de un mosquete que no ha de disparar.

Reflexiones a altas horas de la noche a la luz de una pequeña vela en un escritorio de Dorset Street.

miércoles

Sueños

En Wood Fields, el 2 de abril de 1808. Hampshire.

Llevo más de una semana sin sentarme frente a mi escritorio y no ha sido precisamente por exceso de trabajo.
Más bien todo lo contrario.
Durante todo estos días no he tenido otra ocupación que la de no hacer nada, sólo pasear y aprovechar la ausencia de Vicenzo, que ha ido a visitar a su familia, para aprovisionarme de comida en una granja cercana y celebrar su ausencia a base de abusos.

Es por ello que después de haber notado que no necesitaba los ojales extras de mi calzón, o que tras jugar el partido de criquet de los domingos con algunos de los oficiales fondeados en Portsmouth mis rodillas no protestaban durante días, he vuelto a notar mi peso, y de nuevo me cuesta subir a lomos de mi caballo (la equitación nunca fue uno de mis fuertes), el cual se dedica a dar cabriolas y girar sobre su hocico mientras clamo a los dioses y trato de no acabar en el barro.

Tampoco he recibido cartas ni noticias de absolutamente nadie, y mucho menos visitas, lo cual no deja de resultar un poco triste, y muchas veces me siento ridículo al creer oír unos cascos en el horizonte para que resulte que finalmente sólo se trate de un pueblerino que pasa a trote lento y que me saluda con un leve ascenso de barbilla.

Sin embargo, y es curioso, en mis sueños no estoy tan solo.
Durante días me despierto a media noche, extrañado de ver poblada mi cita con Morfeo con rostros de mi pasado que ya creía sumidos en el olvido y que vuelven a aparecer para hacerme recuperar sensaciones perdidas que duran lo que dura un sueño, efímeros destellos por tanto de recuerdos que se borran conforme la luz se adentra a través de las ventanas.
He llegado incluso a tomar una hoja de papel y escribir a esas personas para ver qué tal les va, saber de sus idas y venidas, por compartir experiencias del presente tras haberlas vivido hace años.
Sin embargo, después de haber escrito varias líneas, uno se da cuenta de que es mejor no darle vueltas al pasado y dejar las cosas tal como están, por mucho que el señor de los sueños se empeñe en lo contrario, por lo que la carta termina devorada por las llamas de la chimenea.

Lo mejor será esperar que lleguen por fin mis nuevas órdenes que me lleven de nuevo al mar, para poder pensar así en cuál es la mejor maniobra o dónde se encuentra el enemigo, cuestiones relativamente más sencillas que la de profundizar en el abismo de la mente y sus consecuencias.

lunes

A las puertas de una nueva misión

En Wool Fields, el 24 de marzo de 1808. Hampshire.

Hace ya varios días que estoy en mi casa al amparo de las verdes colinas esperando órdenes.
Después de nuestra incursión en el puerto de Vivero, que se saldó con una auténtica carnicería por parte nuestra y enemiga, recibí la felicitación del Almirantazgo, que me ordenó transmitirla a mis hombres.
Ya se sabe que en las altas instancias la satisfacción es proporcional al número de madres y esposas que tendrán una silla vacía en la mesa para el resto de la vida.

En estos días donde he tenido poca actividad, me he dedicado a pasear por los terrenos que rodean mi casa, con las manos a la espalda y dando lentos pasos.
No sé si es la habitual pena que me alberga después de una batalla, con la pérdida de hombres de uno y otro bando, con sus sueños y esperanzas, pero lo cierto es que últimamente agacho la cabeza más de la cuenta.
No hay mañana que dirija mi vista hacia el camino que lleva a Portsmouth esperando una carta de algún amigo o familiar, e incluso de Lively, pero como respuesta el camino sigue limpio, sin polvo que anuncie la llegada de un caballo, y me limito por tanto a continuar con mi paseo oyendo el trinar de los pájaros.

Hace tres días me acerqué junto a Vincenzo a Pompey para comprar algunas provisiones, y observé los buques fondeados con satisfacción, incluyendo a la Circe, que está recibiendo en el astillero un buen lavado de cara, renovando la cabuyería y limpiando los fondos, cuyas reparaciones están siendo supervisadas por el teniente Lawyer, felizmente recuperado (sólo cojea levemente) del incidente en la Apropos.
Después de un paseo acalorado, ya que la mañana era estupenda, con un azul intenso en el cielo que permitía ver con claridad muchas millas mar adentro en las aguas del Canal, me dirigí a Keppel's Head para disfrutar de una pinta bien fresca.

Después de los saludos de rigor a algunos oficiales conocidos, y tras vaciar la jarra de un largo sorbo apareció en la puerta la figura del señor Oliver, que se sentó junto a mí tras pedir permiso mientras lucía una sonrisa de oreja a oreja.
Hablando con la naturalidad de su oficio para no levantar sospechas, me comentó que todo parecía indicar que la fragata tendría que zarpar de nuevo hacia la península ibérica, donde a pesar de que oficialmente parece ser que a Francia se la recibe con los brazos abiertos, a nivel popular la cosa no está tan clara.
En Aranjuez un golpe de estado encubierto se saldó con el asalto a la residencia del valido Manuel Godoy, y sólo porque el Príncipe de Asturias, Fernando, se dirigió a la multitud, se calmaron los ánimos.
Esto no ha impedido que Godoy haya sido destituido y arrestado, y para colmo el Rey Carlos IV se ha visto obligado a abdicar en favor de su hijo.

Sin embargo, pese a tanto revuelvo, me decía Oliver, los franceses continúan tomando posiciones, y la fortaleza de Figueras también ha caído sin levantar un maldito sable, y tanto Murat como Dupont avanzan hacia Madrid sin oposición. Entrarán en la capital a buen seguro entre hoy y mañana.
Nuestro estado de guerra continúa, pero Oliver hizo algunas averiguaciones importantes en El Ferrol, y según parece en el norte, sobre todo en la zona de Asturias, están más que predispuestos a levantarse en armas contra el invasor francés independientemente del visto bueno de Madrid.

Desde luego al bueno de Oliver se le ve bastante entusiasmado, y arde en deseos de pisar de nuevo tierra española para proseguir con sus intentos de buscar aliados para acabar con Napoleón y su hegemonía en el continente.
De ser así no cabe duda de que será de nuevo la Circe la encargada de desembarcarlo, aunque me da la sensación de que su estancia será a buen seguro más duradera que en la última ocasión, donde apenas estuvo dos días en suelo firme.

Será cuestión de esperar qué día será el elegido para una nueva aventura en la costa española, amiga y enemiga a partes iguales.

Wood Fields

En Wood Fields, el 25 de febrero de 1808. Hampshire

Hacía bastante tiempo que no me sentaba tranquilamente en mi propia casa para escribir algunas letras.
Tal como tengo costumbre, he pedido a Vincenzo que coloque el escritorio fuera de la casa, a pocos pasos de mi pequeño jardín, para disfrutar de este día entre soleado y nebuloso, con los campos verdes ante mi vista y, no muy lejos, el destello plateado del mar.
La Circe se quedó fondeada en Spithead, y a la espera estoy de que me vuelvan a embarcar en ella o, quién sabe, entregar un nuevo mando.
El caso es que estoy aprovechando estos días para descansar después de tantos días lejos de mis cuatro paredes, con largos paseos por los campos que rodean mi pequeña casita, respirando un aire diferente del que se puede disfrutar en el alcázar, pero casi igual de agradable.

Pensaba que al pisar tierra podría tener un respiro en cuanto a la dieta dado que mi cirujano se ha quedado lejos de mí y, por tanto, sin posibilidad de vigilarme. Sin embargo, ha dejado como vil secuaz al sodomita de Vincenzo, el cual podría impartir clases de bloqueo en la Armada, ya que de ser almirante estoy convencido de que los franceses se habrían rendido hace años.
Ha escondido todo lo apetitoso que pudiera haber en la casa, y cada vez que se marcha a buscar comida a las granjas vecinas, siempre trae consigo todo tipo de verduras y leche, lo cual me produce indignación.
Más de una vez le he gritado que se deje de tanta leche y que, en cambio, me traiga la vaca, pero parece ser que el estar lejos del barco me resta autoridad, por lo que me siento abatido ante el yugo de éste mi Argos particular.

En otro orden de cosas, y tal como me prometí, antes de venir a casa y al poco de atracar en Porstmouth, tomé un coche de caballos hasta Plymouth, tal era mi deseo de hablar con mi querida Lively.
A mi llegada a la residencia de su padre, Lord Caster, me encontré con una seria resistencia en la puerta, ya que el mayordomo, un tipo gordo, de cara rosa y ojos minúsculos, al que nunca le gusté y nunca me gustó, me esperaba.
Me di cuenta al momento de que Lively había dado a conocer nuestra situación de alejamiento, ya que el 'centinela' puso gesto serio y me dijo que la señorita no se encontraba en casa.
Tras un minuto donde fui paciente, agarré al mayordomo y lo lancé a uno de los setos bellamente recortados que se encuentran junto a la puerta. A continuación entré a grandes zancadas, con los brazos separados del cuerpo, casi en cruz, ya que sabía que de rozar mi sable el instinto me haría sacarlo y degollar al primero que se acercara.

Y sí que se acercaron. Uno de los mozos de cuadra, muy fuerte y casi tan grande como yo, tras titubear una disculpas, trató de detenerme, y ante la aparición del mayordomo, que daba gritos de cochino asustado, ganó moral e intentó agarrarme. Dos sirvientes más aparecieron de no sé donde, y se me echaron encima como hienas.
¡Cómo eché de menos a uno de mis bravos marineros a mi lado, listo para proteger su capitán!
El combate fue titánico.
Uno de los sirvientes quedó pronto despachado, ya que de una patada lo mandé rodando bien lejos, pero el otro y el mozo de cuadras casi me inmovilizan, y eso que éste había recibido un puñetazo que lo tenía sangrando por debajo de la barbilla.
Cuando por fin logré deshacerme de ellos (250 libras en movimiento no las detienen cualquiera) y comencé mi persecución al mayordomo, apareció Lord Joseph Caster, con gesto de sorpresa ante tanto jaleo.
Inmediatamente me detuve, resollando, con el rostro encendido, la camisa manchada de sangre (alguien me alcanzó en la ceja) y, gracias a dios, el sable en su sitio.
El padre de Lively, tal como tenía por costumbre cuando estaba en casa, apareció en batín, y me miró entre enfadado y asombrado, pero pronto se recompuso para invitarme a tomar con él un vaso de leche caliente (sólo bebe eso) en su estudio.

Sus criados me dejaron marchar, visiblemente agradecidos, y Lord Caster, tras sentarse en su butaca favorita, muy cerca de su perro de nombre Stinky (ambos son inseparables), me contó que, efectivamente, Lively no se encontraba en casa, ya que había viajado a Halifax a atender, personalmente, unos negocios de la familia. Él mismo no había podido ir al encontrarse debilitado por unas dolencias en las manos, no siendo recomendables como curas travesías transoceánicas.
Tras meditar unos instantes y sentir la mayor de las vergüenzas de mi vida, me marché tras rogarle disculpas a Lord Caster, que amablemente me dio su palabra de que escribiría una carta a Lively en mi favor pero con la promesa de no ser tan efusivo en el futuro, al menos siempre que corriera riesgo la integridad de las personas a su servicio.

De eso hace ya tres días, pero no lo puedo quitar de mi cabeza, y me siento avergonzado, mucho, y Vicenzo, que tiene poderes y sabe exactamente qué ocurrió pese a no haber estado allí, trata de dejarme solo en la medida de lo posible, exceptuando la hora de las comidas, cuando aparece con el plato de coles hervidas.

Mañana viajaré hasta Porstmouth para pasear por el puerto e informarme del estado de la guerra.
Según parece Francia prosigue con su avance lento pero seguro en España, hasta tal punto de que ya ha tomado una ciudad, Pamplona, en el norte de la península.
No cabe duda de que en el continente las tropas de Boney siguen siendo muy superiores al resto, por lo que creo que a esta guerra aún le queda mucho camino por delante.

viernes

La cañonera francesa

En Gibraltar, el 15 de febrero de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Hoy es un buen día. El cielo está azul y el mar algo gris, recobrando su color verde después de que el Estrecho haya sido azotado por el furioso levante durante una semana, algo que no recuerdan los más viejos del lugar.
Tal era la fuerza del viento que ninguno de los navíos ha podido levar anclas en todo este tiempo, e incluso el paquete español que hace el trayecto Algeciras-Ceuta tuvo que refugiarse en nuestro puerto después de estar a punto de irse al fondo.
Tras revisar detenidamente la correspondencia y comprobar que no había oficiales a bordo, se ha puesto en libertad a su tripulación e incluso al pequeño jabeque, el cual ha zarpado esta misma mañana con poca vela, temeroso de que algunas de las cientos de bocas de fuego que erizan los navíos de Gibraltar traspasara sus cuadernas sin previo aviso.

En cuanto a nosotros y nuestra presencia en el Tajo, no vimos barcos rusos, ninguno, aunque la remontada del río por parte del segundo del piloto, el señor Blond, a bordo del cúter, con el guardiamarina Evans en la lancha, fue digna de ser mencionada en La Gazette.
Después de dejarlos lo más cerca posible de la costa sin poner en riesgo nuestra posición, tanto por la posibilidad de ser descubiertos como por exponer demasiado la fragata, ya que el viento seguía soplando con fuerza, nos adentramos en alta mar.

Bogando con brío, con olas de tamaño considerable, ambas embarcaciones se alejaron para fundirse con la noche mientras yo me limitaba a observarlos desde el alcázar. Lo último que vi fue al señor Blond ponerse de pie y saludarme con el sombrero, haciendo gala de un equilibrio memorable.
Aquí transcribo el informe redactado por el propio suboficial:

Pasadas las doce de la noche, y una vez dejamos atrás la fragata que V.E. comanda, comenzamos a bogar con brío para acercarnos lo máximo posible a Lisboa, sin largar la vela en ningún momento para pasar lo más desapercibido posible. Era noche cerrada y sin luna cuando, según mis cálculos, nos encontrábamos cerca, muy cerca de la ciudad, a vista del fuerte San Pedro, exactamente entre la torre de Belén y la batería de San Julián.
Apenas habían pasa
do unos minutos cuando uno de los hombres a mi mando señaló muy cerca nuestra, quizás demasiado, la presencia de una cañonera que enarbolaba bandera francesa.
Traté de actuar lo más rápido posible y ordené su inmediato abordaje.
La resistencia fue dura, muy dura, con fuego de mosquetes desde la cubierta y algún disparo de un cañón de seis libras que no dio en el blanco (más tarde comprobamos que el armamento se completaba con su gemelo y un cañón de 24 que no fue disparada por falta de tiempo). Nos dividimos en dos, y mientras mi grupo atacaba por babor, el comandado por el señor Evans (cuya labor fue diga de mención) atacó por estribor.
El combate en cubierta fue encarnizado, con brava resistencia francesa, ya que el enemigo perdió tres hombres (uno de ellos abatido por un disparo a bocajarro del marinero Paint) y fueron heridos nueve hombres. Una vez su capitán, el señor Gaudolphe, rindió el barco, cortamos las anclas y nos alejamos río abajo.
Las baterías reaccionaron demasiado tarde y sus disparos no nos alcanzaron, exceptuando algún balazo en el paño sin mayores consecuencias. Así logramos abandonar la ciudad, y al alba vimos en el horizonte las gavias del navío que V. E. comanda, para satisfacción nuestra.
Es un placer informarle de que no hemos tenido bajas entre nuestros hombres, y permita que destaque la labor de los nombres reflejados en la lista que le entrego a continuación:

Martin Evans, guardiamarina
John Paint, marinero de primera

William Gaiman, segundo del contramaestre

Arthur Rosh, ayudante del carpintero


Un informe realmente bello y que merece estar en las páginas de mi diario.
No cabe duda de que propondré el ascenso de Blond, y dado que ahora estamos faltos de oficiales el señor Evans es teniente en funciones, noticia que ha recibido con gran alegría.
Después de una noche de celebración, ya en Gibraltar, con mi cabina más alegre que de costumbre, hoy disfrutamos de un merecido descanso, aunque pronto tendremos que levar anclas para reunirnos con la escuadra de Tolón de Collingwood.
Llevaremos correo, lo que pondrá de muy buen humor a los oficiales, lo suficiente, espero, para que nuestro contraalmirante tenga a bien enviarnos a Inglaterra y no someternos a la rutina del bloqueo.

Ahora bajaré a tierra para visitar al teniente Byron, en el hospital de la Virgen de los Desamparados, para darle las noticias de nuestra incursión en Lisboa, las cuales serán recibidas a buen seguro con satisfacción.

domingo

Espera en Gibraltar


En Gibraltar, el 3 de febrero de 1808. En el 'London'.

Escribo desde mi habitación de un pequeño hostal (el 'London') cuya ventana da al puerto. A lo lejos puedo ver la Circe en el astillero, donde se le están realizando las reparaciones pertinentes tras los daños recibidos por las baterías de Tolón. Afortunadamente conozco al Maestro Carpintero, y tal como esperaba ha sido honesto, y ha reconocido que a bordo de la fragata ya se hizo un buen arreglo, por lo que el trabajo durará poco y no será excesivamente caro.

Tuve la oportunidad de seguir con mi vida normal en la cabina, pero los constantes martilleos y las voces de la gente de tierra (que a diferencia de la de la mar grita siempre, hasta cuando no es necesario) me han obligado a buscar una habitación en tierra. Y no ha sido nada fácil, ya que son muchos los barcos fondeados y más los oficiales que no desaprovechan la ocasión de disfrutar de una forma más directa los placeres de la ciudad.

Al menos, por mi parte, logro huir del ruido ahora que tengo un incómodo dolor de muelas que me impide comer con normalidad, por lo que tras varios intentos a lo largo de la mañana que terminaron con más lágrimas en mis ojos que comida en el estómago, he optado por rendirme.
Lo que no ha conseguido un buque enemigo lo ha hecho una maldita muela.

Ante tal inactividad, me he dedicado gran parte del día a pasear, a observar los buques, hablar con algún que otro conocido, y recabar información sobre el estado de la guerra, que sigue con la entrada lenta pero segura de las fuerzas de Napoleón en la península Ibérica.
También he visitado la oficina del correo, y para mi gran decepción no he recibido misiva alguna, por lo que me siento solo y triste.
Después de que mi querida Lively me escribiera ordenándome que la olvidara, no ha pasado día que no haya soñado con ver en horizonte una vela dando salvas para subir el correo a bordo, o aquí en tierra, esperar que un mozo traiga consigo un sobre que hubiera conseguido saltar mi corazón por la boca.
Pero nada de nada.
A pesar de los deseos de Lively, creo que me voy a animar y a mandar una carta ahora que el paquete Nercuse se encuentra en Gibraltar listo para levar anclas y dirigirse a Inglaterra.
Sé que la espera podría resultar angustiosa, pero en esta vida quien no arriesga no gana, y eso mejor que nadie lo sabe un oficial de la Armada de Su Majestad.