lunes

Wood Fields

En Wood Fields, el 25 de febrero de 1808. Hampshire

Hacía bastante tiempo que no me sentaba tranquilamente en mi propia casa para escribir algunas letras.
Tal como tengo costumbre, he pedido a Vincenzo que coloque el escritorio fuera de la casa, a pocos pasos de mi pequeño jardín, para disfrutar de este día entre soleado y nebuloso, con los campos verdes ante mi vista y, no muy lejos, el destello plateado del mar.
La Circe se quedó fondeada en Spithead, y a la espera estoy de que me vuelvan a embarcar en ella o, quién sabe, entregar un nuevo mando.
El caso es que estoy aprovechando estos días para descansar después de tantos días lejos de mis cuatro paredes, con largos paseos por los campos que rodean mi pequeña casita, respirando un aire diferente del que se puede disfrutar en el alcázar, pero casi igual de agradable.

Pensaba que al pisar tierra podría tener un respiro en cuanto a la dieta dado que mi cirujano se ha quedado lejos de mí y, por tanto, sin posibilidad de vigilarme. Sin embargo, ha dejado como vil secuaz al sodomita de Vincenzo, el cual podría impartir clases de bloqueo en la Armada, ya que de ser almirante estoy convencido de que los franceses se habrían rendido hace años.
Ha escondido todo lo apetitoso que pudiera haber en la casa, y cada vez que se marcha a buscar comida a las granjas vecinas, siempre trae consigo todo tipo de verduras y leche, lo cual me produce indignación.
Más de una vez le he gritado que se deje de tanta leche y que, en cambio, me traiga la vaca, pero parece ser que el estar lejos del barco me resta autoridad, por lo que me siento abatido ante el yugo de éste mi Argos particular.

En otro orden de cosas, y tal como me prometí, antes de venir a casa y al poco de atracar en Porstmouth, tomé un coche de caballos hasta Plymouth, tal era mi deseo de hablar con mi querida Lively.
A mi llegada a la residencia de su padre, Lord Caster, me encontré con una seria resistencia en la puerta, ya que el mayordomo, un tipo gordo, de cara rosa y ojos minúsculos, al que nunca le gusté y nunca me gustó, me esperaba.
Me di cuenta al momento de que Lively había dado a conocer nuestra situación de alejamiento, ya que el 'centinela' puso gesto serio y me dijo que la señorita no se encontraba en casa.
Tras un minuto donde fui paciente, agarré al mayordomo y lo lancé a uno de los setos bellamente recortados que se encuentran junto a la puerta. A continuación entré a grandes zancadas, con los brazos separados del cuerpo, casi en cruz, ya que sabía que de rozar mi sable el instinto me haría sacarlo y degollar al primero que se acercara.

Y sí que se acercaron. Uno de los mozos de cuadra, muy fuerte y casi tan grande como yo, tras titubear una disculpas, trató de detenerme, y ante la aparición del mayordomo, que daba gritos de cochino asustado, ganó moral e intentó agarrarme. Dos sirvientes más aparecieron de no sé donde, y se me echaron encima como hienas.
¡Cómo eché de menos a uno de mis bravos marineros a mi lado, listo para proteger su capitán!
El combate fue titánico.
Uno de los sirvientes quedó pronto despachado, ya que de una patada lo mandé rodando bien lejos, pero el otro y el mozo de cuadras casi me inmovilizan, y eso que éste había recibido un puñetazo que lo tenía sangrando por debajo de la barbilla.
Cuando por fin logré deshacerme de ellos (250 libras en movimiento no las detienen cualquiera) y comencé mi persecución al mayordomo, apareció Lord Joseph Caster, con gesto de sorpresa ante tanto jaleo.
Inmediatamente me detuve, resollando, con el rostro encendido, la camisa manchada de sangre (alguien me alcanzó en la ceja) y, gracias a dios, el sable en su sitio.
El padre de Lively, tal como tenía por costumbre cuando estaba en casa, apareció en batín, y me miró entre enfadado y asombrado, pero pronto se recompuso para invitarme a tomar con él un vaso de leche caliente (sólo bebe eso) en su estudio.

Sus criados me dejaron marchar, visiblemente agradecidos, y Lord Caster, tras sentarse en su butaca favorita, muy cerca de su perro de nombre Stinky (ambos son inseparables), me contó que, efectivamente, Lively no se encontraba en casa, ya que había viajado a Halifax a atender, personalmente, unos negocios de la familia. Él mismo no había podido ir al encontrarse debilitado por unas dolencias en las manos, no siendo recomendables como curas travesías transoceánicas.
Tras meditar unos instantes y sentir la mayor de las vergüenzas de mi vida, me marché tras rogarle disculpas a Lord Caster, que amablemente me dio su palabra de que escribiría una carta a Lively en mi favor pero con la promesa de no ser tan efusivo en el futuro, al menos siempre que corriera riesgo la integridad de las personas a su servicio.

De eso hace ya tres días, pero no lo puedo quitar de mi cabeza, y me siento avergonzado, mucho, y Vicenzo, que tiene poderes y sabe exactamente qué ocurrió pese a no haber estado allí, trata de dejarme solo en la medida de lo posible, exceptuando la hora de las comidas, cuando aparece con el plato de coles hervidas.

Mañana viajaré hasta Porstmouth para pasear por el puerto e informarme del estado de la guerra.
Según parece Francia prosigue con su avance lento pero seguro en España, hasta tal punto de que ya ha tomado una ciudad, Pamplona, en el norte de la península.
No cabe duda de que en el continente las tropas de Boney siguen siendo muy superiores al resto, por lo que creo que a esta guerra aún le queda mucho camino por delante.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Que caballerosidad inglesa. ¿El padre no tenia nada que decir al respecto?

Dani Yimbo dijo...

Lord Caster es una persona que roza la beatificación y que se merece el mayor de los respetos por mi parte.
Su actitud pacífica y su constante intento de evitar los enfrentamientos es digno de todo elogio.