viernes

Murguita

En la HMS Ranger, el 7 de marzo de 1808, en aguas del Canal.

Hoy luce un cielo azul que parece recién pintado, con mucho sol en las aguas del Canal y que contrasta con las tensiones vividas en estos últimos días.
El martes, aprovechando que no había luna y por consejo del señor Oliver, nos adentramos en la costa española, cerca, quizás demasiado para mi gusto, de San Sebastián y de sus temibles lanchas cañoneras, que ante una embarcación de nuestras características pueden resultar mortales.

Dado que las tropas francesas marchaban a paso ligero hacia la ciudad, Oliver insistió en que lo desembarcara lo más cerca posible para no perder más tiempo, por lo que a instancias de nuestro piloto, a bordo para esta misión y con el que estuve toda la noche del lunes estudiando los mapas de las inmediaciones de San Sebastián, pusimos en facha la corbeta frente a la ensenada de Murguita, esquivando el destello blanquecino de un faro que se convertía al mismo tiempo en aliado y enemigo.

En un tiempo record arriamos la lancha y el señor Oliver se perdió en la oscuridad junto a mis hombres, previo aviso de que lo recogiera a la noche siguiente o, de no aparecer, el jueves (ayer).
Sin mutar el gesto, me dijo que en el caso de que no estuviera tampoco en la segunda cita volviera a Inglaterra y entregara una carta a su esposa, en Liverpool, si fuera tan amable.

Los días se me hicieron largos. Ya que el primero, y tal como temía, no apareció la señal acordada en la playa (dos movimientos arriba, dos abajo, uno a la izquierda, con el farol), por lo que después de poner las velas en facha volvimos a alta mar, con funestos pensamientos en mi cabeza y tratando de evitar por todos los medios plantearme cómo iba a encontrar a la señora Oliver.
El segundo tuvimos problemas.
La luna surgía con timidez entre las nubes negras y el faro parecía iluminar toda la ensenada cual Argos.
Además, uno de los serviolas advirtió lo que parecía ser una mancha blanca que bien podrían ser velas doblando la punta de Mompás, por lo que hasta que no estuve completamente seguro de que había sido una ilusión no me decidí a acercar más la corbeta a la costa.

El retraso me hizo temer lo peor, ya que me atormentaba el pensar que Oliver, ante nuestra tardanza y por miedo al alba, hubiera decidido marcharse.
Pero no fue así, y cuando comenzaba a palpar la carta de Oliver, en mi chaqueta, un destello en la orilla y la correspondiente confirmación arrancó algún hurra a bordo que fue tajado a golpe de rebenque por nuestro contramaestre.

Lancha al agua, boga con fuerza y el bichero que volvía a enganchar, fue todo uno, y Oliver, con ojeras hasta las mejillas, se encontraba de nuevo a bordo a la vez que le entregaba con una profunda satisfacción la carta.
Pero fui demasiado optimista.
El grito de Paint en la cofa y la columna de agua que surgió a babor se sucedió en un momento.
Ordené zafarrancho y sin saber a qué nos enfrentábamos ya orientábamos las velas para salir cuanto antes de aquella ratonera.
Los zumbidos de las balas que sólo daban al agua se seguían sucediendo, y cuando las velas estaban bebiendo viento y mis artilleros en sus puestos dirigí mi catalejo hacia punta Mompás, donde puede ver cuatro mástiles bien separados y que trataban de cerrarnos la salida. Las temibles cañoneras.

Respondimos al fuego con fuego, nuestros cañones babor, aunque no llegaron a alcanzar su objetivo, al menos mantuvieron a raya al enemigo, que maniobró con prudencia y, todo sea dicho viniendo de españoles, con una excelente eficacia, para evitar daños y un enfrentamiento directo.
Afortunadamente para nosotros no se enfrascaron en una persecución, y por un momento tuve la sensación de que sólo buscaban ahuyentarnos, ya que al observar a la más cercana de las embarcaciones pude ver a un oficial, en la proa y al lado del cañón de al menos 24 libras, saludarnos con el sombrero.

Ya en alta mar, intenté hablar con el señor Oliver, que amablemente me dijo que prefería descansar, por lo que no fue hasta esta mañana, en el desayuno, cuando he tenido la oportunidad de hablar con él.
Sin vino en la mesa, me ofreció pocos detalles y se mostró bastante reservado, malhumorado, diría yo. Me dijo que no pudo hablar con nadie, ya que para cuando cruzó las murallas de la ciudad las campanas sonaban con fuerte repicar al anunciar que las tropas francesas ya estaban listos para el asalto.
Por tanto lo único que pudo hacer fue darse la vuelta e intentar salir de San Sebastián cuanto antes y sin ser descubierto, ya que la ciudad se rindió el mismo miércoles sin disparar un tiro por miedo a las represalias.

Alrededor de la ciudad había muchos franceses, y Oliver me dijo que tuvo que dormir la noche en una pequeña finca tras pagar una cifra astronómica al dueño, que lo recompensó con buen queso y vino tibio.
Al caer la noche, ocultándose entre los árboles y los arbustos, llegó hasta la orilla para volver a salvo a nuestro barco.
No quise preguntar más y nos dedicamos a terminar con nuestro desayuno en silencio, proa a casa por tanto y con la sensación, ya que también estoy implicado, de haber fracasado.

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