miércoles

San Sebastián

En Brest, el 8 de enero de 1814. A bordo de la HMS Circe. 

Mi lealtad a mi país y a mi rey es inquebrantable, pero ciertamente puedo decir que esta semana he sido sometido a una dura prueba, y no me pronunciaré más sobre mis sentimientos por si este diario llega a malas manos.

Tal como esperaba la flota de transportes llegó a las costas españolas sin problemas, concretamente en el puerto de San Sebastián, bella ciudad que, para mi sorpresa, presentaba un aspecto espeluznante, más propio del Apocalipsis.

A pesar de que esperaba ser recibido como un héroe después de que las tropas inglesas y portuguesas tomasen la plaza a los franceses en septiembre del año pasado, nos hemos encontrados con una población hostil, que si bien se ha mostrado respetuosa en las formas, dicen que los ojos son el espejo del alma, y es cierto que hay miradas que, si fuera posible, matarían.

Habíamos comenzado a mover el cabestrante cuando avistamos un bote llegando desde tierra firme y a bordo un cabo con órdenes del general Graham para impedir que la tropa desembarcase en la ciudad y lo hiciera en un lugar más apartado. Afortunadamente conozco un lugar, una cala en Murguita, no lejos de San Sebastián, en la que ya estuve hace varios años.

Invité al cabo a mi cabina para tomar un clarete y tratar de averiguar así el misterioso cambio de planes, y tras un par de brindis por el rey y por la victoria ante los franceses, se le fue desatando la lengua hasta que me fue contando con detalle los pormenores que han convertido a San Sebastián en un yermo de madera quemada y resentimiento.

Con el 'langosta' de nuevo en el bote (al tercer intento) y la Circe con las velas desplegadas y proa a Murguita, y tras pasear por el alcázar sumido en profundas reflexiones, relaté al teniente Byron el escalofriante relato del cabo, y a pesar de que Jack es comedido a la hora de expresar sus sentimientos, no pudo evitar que su mirada se ensombreciese e incluso blasfemase en un susurro, lo que ignoré al comprender que la impotencia le embargaba, como era mi propio caso.

Los franceses ofrecieron una dura resistencia cuando las tropas de Graham llegaron a San Sebastián. Tuvieron que pasar muchos días hasta que se retiraron. Relataba el cabo que tan duro fue el asedio que tomada la ciudad la tropa la emprendió con los propios españoles, que salían a saludar a sus 'héroes' recibiendo como respuesta disparos y golpes. El cabo, que estuvo presente, contó que unos portugueses encontraron un almacén atestado de vino, repartido entre la tropa que, ebria, se comportó como una masa salvaje que se dejó llevar por una espiral de destrucción.

Las mujeres, de todas las edades, no se salvaron de esta locura, tomadas en cualquier lugar ante la mirada atónita de los oficiales, que, juraba el cabo, intentaba una y otra vez impedir la masacre pero con escaso éxito.



"los franceses ofrecieron una dura resistencia"


Pero lo peor estaba por llegar, ya que un incendio se propagó sin que nadie tomara un cubo de agua para aplacarlo, y las llamas consumieron la práctica totalidad de la ciudad, cientos de casas, librándose, y aquí el cabo se sonrojó y no fue por culpa únicamente del vino, la calle Trinidad, curiosamente donde los oficiales ingleses habían situado sus residencias.

Una semana duró esta episodio que parecía rememorar la toma de Jerusalén por los cruzados, un ejemplo más de la barbarie de la guerra y del hilo fino, finísimo, que separa la gloria de la batalla de los más bajos instintos humanos, la peor versión del hombre.

Escribo estas letras mientras la Circe cabecea suavemente frente a la ciudad de Brest, con la flota en funciones de bloqueo y a la espera de nuevas órdenes, viendo en mis sueños una ciudad envuelta en una niebla roja y amarilla sumida en los gritos desesperados de los inocentes.

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