En Wood Fields, el 22 de mayo de 1818
Es noche cerrada aquí en casa. Después de tantos años en alta mar me sigue resultando extraño la falta de movimiento y el no estar pendiente de las estrellas para calcular dónde me encuentro, ya que aquí en Wood Fields la respuesta siempre es la misma.
Pero hoy ha pasado algo diferente. Después de tantas semanas en plena rutina y cambiando pocos mis hábitos ha tenido que ocurrir algo realmente diferente para que me siente en este diario a escribir estas breves letras mientras reflexiono sobre los acontecimientos.
Decidí dar uno de mis largos paseos. Así que me puse ropa cómoda y fresca, pues hacía un calor intenso pese a la temprana hora, y me dediqué a caminar por las colinas que rodean mi casa disfrutando del cielo azul y del canto de los pájaros que tanto me relajan. Pasadas un par de horas opté cambiar el rumbo y encaminarme hacia el sur, pues tenía intención de acercarme a la costa y ver así el mar y buscar los acantilados en el horizonte.
Y fue en el camino que lleva a Portsmouth cuando me encontré con la curiosa escena. Una mujer insultaba a voz en grito a un hombre que trataba de manera torpe excusarse mientras intentaba colocar de nuevo la rueda en el eje de un carruaje. Sé detectar a un borracho a distancia, y ese hombre lo estaba, y mucho. La situación era incluso divertida, porque de esa señora salían palabras que no he oído en la boca de la peor calaña de Pompey.
El rostro de la mujer cuando me observó mezclaba sensaciones de sorpresa y la indignación que aún guardaba en su interior, pero supo recomponerse a tiempo para dedicarme una divertida reverencia mientras me explicaba que viajaba hacia la casa de unas amigas en Durley cuando aquel "bebedor sin escrúpulos" se salió de la carretera y "arruinó" sus planes. Llevaban más de una hora parados sin que el conductor fuera capaz de solucionar el entuerto, y nadie había pasado por el camino para asistirles.
Tras reflexionar un rato le pedí disculpas por no ser capaz de ayudar, y eché en falta desde luego contar en ese momento con mi carpintero de confianza de mis tiempos a bordo de la 'Circe'. Así que le ofrecí a hacerle compañía mientras aquel señor seguía con las reparaciones, pues no me parecía bien dejar a una señora ("señorita", me corrigió) a la intemperie en medio del camino.
Sí me vi con la autoridad para recriminar a ese hombre su lamentable estado. Aunque al principio pareció molesto y el alcohol le dio algo de coraje para contestarme, se calmó cuando adopté una posición de autoridad, manos a la espalda, mientras le miraba fijamente a los ojos a la vez que le advertía de que no me parecía prudente hablarme con ese tono, advirtiéndole que había visto a hombres más peligrosos caer ante el fuego de mi pistola o mi sable.
Parece que tras mis palabras los vapores del alcohol del conductor se esfumaron levemente e intensificó su trabajo, tras lo cual me dirigí tomado del brazo con mi nueva amiga hacia un árbol cercano, en donde nos sentamos a la sombra mientras le ofrecí algo de queso y vino que guardaba en mi bolsa, invitación que aceptó con gratitud.
Fueron horas que pasaron volando. Se presentó como la señorita Maryam Ryall, natural de Manchester. Desde hace varios años vive en Porstmouth, dedicándose a la labor de institutriz con hijos de gente distinguida. Estuvo casada muy joven y su marido murió pronto por culpa de una neumonía, y desde entonces ha vivido sola en una casa en el puerto con vistas a la Isla de Wight. Me sorprendió la alegría con la que contaba las cosas pese a la adversidad, con una risa contagiosa que despejó durante este tiempo las nubes que han ensombrecido mi ánimo en las últimas semanas.
Con la caída del sol el conductor se acercó a donde estábamos y tras cuadrarse nos informó de que la avería parecía solucionada, y como no daría tiempo a llegar a Durley volverían a Porstmouth para retomar el viaje con las mayores garantías mañana mismo y sin coste extra, como no debía ser de otra forma, de lo cual mostré especial interés en que me diera su palabra.
Tras intercambiar nuestras direcciones para cartearnos, la señorita Ryall y yo nos despedimos con buenas palabras y promesas de seguir en contacto, y hasta que no se perdieron más allá de las colinas en dirección a Portsmouth no comencé mi regreso a casa mientras pensaba en los caprichos del destino al disfrutar de tan agradable encuentro de forma inesperada y en medio de la campiña.
Y aquí estoy, en mi casa, con la noche sobre mi cabeza y una extraña ilusión que trato de contener, pues las cicatrices de mi cuerpo y alma me aconsejan prudencia a la hora de afrontar nuevos retos, incluyendo los del corazón.
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