lunes

La calma tras la tempestad

En Wood Fields (Hampshire), el 28 de octubre de 1814

El regreso a casa siempre sirve para despejarle a unos las ideas. Tras la tormenta llega la calma, decimos los hombres de mar, y bien es cierto que he creído en algunas travesías que la fragata se iba a partir por la mitad, y a la mañana siguiente el mar estaba tan en calma que uno de verdad se llegaba a preguntar si había vivido simplemente una pesadilla.

Esta mañana me he dado un paseo reparador. Aunque me muevo con dificultad y los dolores son intensos y agudos, tengo comprobado que es peor estar un día entero en cama rumiando mi angustia que tomar el bastón y pasear cuando el sol comienza a emerger. A la noche el dolor sigue siendo intenso, pero el haber disfrutado del aire libre hace que todo se vea diferente: se siente uno más vivo, por decirlo de alguna forma.

Sí, sé que había decidido dejar de escribir en mi diario. Pero como he dicho bastan unos días de calma y sosiego para reconciliarse un poco con la vida, sobre todo porque el escribir se convierte en poco menos que una necesidad, con este diario como un amigo paciente y que sabe oír, que no te juzgará por tus actos y te abandonará ante la oferta de un mejor postor.

Y es que estos días de paseos y reflexiones también sirven para que uno sea verdaderamente consciente de que las relaciones humanas en la sociedad dependen, en su mayoría, del grado de conveniencia del momento, y el que hoy se muestra como tu mejor aliado mañana pasará al lado de tu lápida sin mutar el gesto.

"(...) continúo en la soledad de mi retiro (...)"

Tras mi grave accidente y mi estancia en mi casa mientras me recupero de mis lesiones, el único que me acompaña es Vincenzo, que incluso es capaz de abandonar (temporalmente) a su familia mientras me acompaña en estos momentos en donde, todavía, no puedo valerme por mí mismo para acciones de lo más cotidianas como es el darse un baño.

La lista de personas que pueden decir que son o han sido mis amigos es larga, pero entre la distancia, las afrentas reales e inventadas, y decisiones egoístas como escribía antes, me han llevado a ser plenamente consciente de la futilidad de las promesas.

De este modo continúo en la soledad de mi retiro, leyendo las historietas del Weekley Meseger que me envían desde Londres para entretenerme, lejos de los temas más trascendentales, como la guerra y la política. 
Por supuesto tampoco me olvido de continuar las prácticas con mi fagot, momento que siempre aprovecha Vincenzo para ausentarse y podar así las flores del jardín.

Un intento de reconciliarme con la vida, a la espera de lo que me depare el incierto futuro, por ahora, lejos de las olas y vientos del mar. 

miércoles

Epílogo


La guerra terminó. Las tropas aliadas entraron triunfalmente en París y Bonaparte fue desterrado a la Isla de Elba, un pequeño trozo de tierra sin valor frente a la península de Italia. Tantos años de batallas, penas y alegrías, derrotas y victorias, gritos de euforia y de dolor, quedan ya en el olvido. La paz vuelve a 'reinar' en Europa. 

No cabe duda de que hemos vivido un periodo histórico. Un sólo hombre y su genio militar han tenido en vilo a millones de personas, y sólo una alianza entre los países más poderosos del continente ha conseguido acabar con este nuevo Alejandro, que a pesar de ser nuestro enemigo ha demostrado ser un émulo de Marte, un señor de la guerra cuyas tropas se han extendido de una forma imparable, como una plaga de ratones en una bodega repleta de grano.

Pero se acabó. La monarquía volverá a Francia mientras Napoleón se pudre en su retiro, y los hombres de mar y guerra como yo engordaremos y sacaremos brillo a nuestros sables para lucirnos en fiestas, en donde las batallas pasarán a ser recuerdos y anécdotas, recordando los buenos momentos y los amigos perdidos con nostalgia.

Un periodo histórico que he vivido inmerso en una nube negra de dolor y delirios. 

"... echamos los botes al agua..."
 El 20 de febrero, tal como relataba en la última página de mi diario, echamos los botes al agua para encontrar la mejor forma de cruzar las tropas de tierra a través del infierno de olas y espuma de la desembocadura del rio Adour.
Miles de 'langostas' esperaban en la orilla, atentos y tensos ante el espectáculo de ver un enjambre de pequeñas embarcaciones adentrarse en esa pesadilla blanca mientras desde las murallas de Bayona rezaban a Neptuno para lanzarnos a las profundidades y las rocas para encontrar nuestra perdición. Lo consiguieron en parte. 

El primero en intentarlo fue el capitán O'Reilly, del bergantín Lyra. Una ola levantó el pequeño bote y él y su tripulación saltaron por los aires. Afortunadamente todos llegaron sanos y salto a la costa. De reojo observé a mis hombres, todos marineros de primera que esperaban atentos con sus remos sin tocar agua. Sus rostros, a bordo de nuestro bote, eran inexpresivos.

Después le llegó el turno al teniente George Cheyne, del Woorlark. A punto estaba de ganar la costa en donde le esperaban las tropas de tierra cuando un fuerte ola hizo que el bote virase sin control, girase y volcase y se lo tragara un remolino sin que pudiéramos observar si alguno de sus hombres había sobrevivido al naufragio. Un suceso funesto que motivó que otros botes que se preparaban para intentar el cruce, se diesen la vuelta.

La desesperación parecía adueñarse de la flota, y ya veía las primeras señales en el tope del Porcupine, quizás ordenando el regreso y abortar la misión, cuando mis hombres comenzaron a lanzar 'hurras' ante mi sobresalto: allí estaba, timón en mano y gesto fiero, impoluto con su uniforme pese a la espuma que azotaba su rostro, mi primer oficial, Jack Byron, preparado y dispuesto a escribir otra página gloriosa en su carrera naval.

Su llegada a la orilla fue recibida por mil bocas que cantaban su gesta, y el rugido de la flota y la tropa se hizo extensivo a toda la desembocadura cuando mi teniente logró cruzar al primer grupo de soldados al otro lado del río sanos y a salvo. 

Esto espoleó el ánimo del resto de las embarcaciones, cuyos oficiales comenzaron a buscar la forma de imitar a mi teniente, siguiendo el rastro de su estela para hallar el camino en el laberinto mortal de agua que era el estuario, algunos con más fortuna que otros, pero sin apenas sufrir bajas en la tropa que, horas más tarde, ganaría Bayona.

Pero aún quedaba yo. Cuando ya me preparaba para tocar tierra una vez superadas las primeras dificultades, y ya distinguía los rostros de los hombres que nos esperaban en la isla, una ola terriblemente grande nos lanzó por los aires para convertir en negro la inmensidad blanca que me rodeaba.

Para cuando recobré la conciencia, me hallaba en una cama a la luz de una solitaria vela, sin percibir el vaivén de las olas y con el rostro enjuto y visiblemente aliviado de mi fiel sirviente, Vincenzo, que a pesar de ser duro como una maroma no puedo evitar una alegría desbordada que acabó con lágrimas en sus ojos.

Los recuerdos anteriores son sólo una nube negra de dolor y rostros fantasmales en la niebla que me hablaban constantemente sin que entendiera una maldita palabra. 
Pero lo peor de todo al recobrar el sentido fue no sentir nada. No podía moverme y la sensación de impotencia y angustia fue tal que Vincenzo llamó a voces a una persona que no reconocí y que me dio una buena dosis de láudano para que me tranquilizase.

Dos días después, dominada en parte mi desazón, apareció mi teniente Byron. Curiosamente, pese a que mi lucidez no era todavía completa, sí pude distinguir sus charreteras de capitán, por lo que sin saber muy bien aún qué ocurría le felicité por su ascenso con un balbuceo.
Con su habitual rostro pétreo, sin mostrar emoción alguna, me explicó cómo me rescataron del agua, medio ahogado y agarrado al resto de un madero del bote. Un par de hombres corrieron mi suerte. Del resto, a día de hoy, no se ha vuelto a saber.

Vincenzo me explicó que estuve dos semanas que parecía más muerto que vivo, con las piernas rotas, un par de vértebras también, y aún agua en mis pulmones.
Pero peor que el dolor lacerante a cada movimiento o la absoluta sensación de impotencia al estar atrapado en una cama y en una habitación de la que no pude salir, sintiéndome como un interno e Bedlam mientras me aseaban al no ser capaz de valerme por mí mismo, fue la absoluta sensación de soledad.

Durante el proceso de recuperación tuve demasiado tiempo para pensar, e hice repaso de todas aquellas personas que pasaron por mi vida dejando huella, algunas más visibles que otras, aprendiendo de todas y cada una ellas, de las alegrías y de las penas, empezando por mi querida y añorada Lively y pasando por otros tantos cuyos nombres no escribiré en esta página para que su recuerdo no acuda esta noche a mis sueños como murciélagos buscando insectos.

Una vez el médico a mi cargo consideró que me encontraba en mejores condiciones me trasladaron hasta mi casa en Wood Fields, de nuevo en compañía de Vincenzo, que me ayuda con todas las tareas del hogar, ya que aún no puedo moverme con facilidad y además mi mano derecha ha perdido parte de movilidad. El dolor en el pecho, como un gorgoteo cada vez que inspiro profundamente, continúa ahí.

Tras recibir la visita de un teniente de fragata, emisario del Almirantazgo desde Londres, que evaluó mi estado, días después recibí la temida carta de que ya no me consideran apto para el servicio. Con mucha palabrería que en estos momentos me resulta insultante, me informaban de que a partir de ahora formaré parte del "glorioso" grupo de pensionistas que vivirá de la limosna del país tras haber entregado a la patria los mejores años de mi vida y mi salud.


"... observo las suaves colinas de Hampshire..."

¿Y ahora qué? En estos momentos, mientras observo las suaves colinas de Hampshire extenderse bajo un cielo gris pálido, me doy cuenta de que todo ha dejado de tener sentido.

Mi vida era la Marina Real, y ya no formo parte de ella. Mis amigos me dejaron de lado y Lively, el amor de mi vida, es sólo un recuerdo que comienza a esfumarse en el recuerdo como un terrón de azúcar en el café.
Sólo Vincenzo sigue aquí, atento y cariñoso a su modo, pese a sus rudos modales tras toda una vida en alta mar.

Con el fin de la guerra y también el de mi carrera militar, y suponiendo un esfuerzo notable cada línea que escribo en este diario, creo que ha llegado el momento de cerrar la última página después de siete años reflejando con tinta y papel sentimientos de todo tipo, felices y tristes.
Tampoco sé qué haré con este diario, el diario de un oficial de marina sin gloria, que no le importa a nadie, sin valor, y que a buen seguro acabará cogiendo polvo en una estantería de mi casa, o bien ardiendo en la leña de mi chimenea en una noche en donde los efectos del alcohol derroten a la razón.

Así que me despido con estas líneas, sin mayor ceremonia, ante la incertidumbre del futuro, el peso del pasado y la realidad de un presente desalentador.

Capitán Vincent Richard Daniels, en Wood Fields (Hampshire), el miércoles 18 de septiembre de 1814.


martes

Desembarco

Frente a la desembocadura del río Adour, en Francia, el 11 de febrero de 1814. A bordo de la HMS Circe

La fragata da profundos cabeceos en estas aguas frías mientras el resto de la pequeña escuadra la imita bajo un cielo cargado de nubes gordas y grises como un manto de plomo. Escribo estas líneas observando la espuma de la desembocadura, surcada por botes de otras tripulaciones que sondean las aguas para valorar los riesgos de nuestra empresa.

Aún no hemos avistado el ejército de tierra, aunque mi teniente Byron realiza prácticas diarias alrededor de la fragata con los hombres más capaces y fuertes, pues considera que será fundamental a la hora de bogar en ese laberinto de remolinos y rocas en donde cualquier despiste es pase garantizado para Fiddler's Green.

En cuanto a mí estoy algo desconcertado aún por mi propio comportamiento, con todo el cuerpo dolorido y feos moretones en la cara que el cirujano de a bordo se ha limitado a curar sin hacer preguntas, pues si bien no es el mejor que uno se pueda encontrar en la flota, sí lleva muchos años embarcado y sabe muy bien cuándo mostrar discreción.

Todo ocurrió después de una noche en donde empecé a beber como si no hubiera un mañana. Me sentía solo y triste, en mi cabina, recordando a Lively, a amigos que ya no están, a un futuro incierto ahora que la guerra está cerca de concluir...; demasiada carga para un solo hombre que no tuvo más remedio en ese momento que buscar a la desesperada una vía de escape en forma de vino.

Sin embargo, con la obstinación de los borrachos, decidí que quería compañía femenina. Así de simple. Así de absurdo. Entre profundas reflexiones existencialistas, sólo quedaba el desahogo.

Demasiado tiempo a bordo. Un hombre tiene sus necesidades, y aunque en este sentido siempre he sido una persona que ha sabido mantener la compostura, rigiéndome por una absurda fidelidad a Lively pese a no saber en qué alcoba pasa cada noche, en este momento al que me refiero decidí que necesitaba desesperadamente contacto corporal y sentirme 'humano', dejar de lado por un momento las responsabilidades y la fachada de un capitán que tiene a su cargo la vida de cientos de hombres.

Así es que muy entrada la noche me vestí con ropas de civil, que siempre guardo en mi armario, y le pedí a Vincenzo que buscara hombres de confianza para llevarme a tierra.
Mi fiel sirviente nunca duerme hasta que oye mis ronquidos, y por supuesto estaba detrás de la puerta de mi cabina en cuanto la abrí. Estuvo cerca de decirme algo, pero con la boca abierta y la lámpara en la mano, la volvió a cerrar un par de veces, como un pez fuera del agua, y optó por callar ante el gesto de mi cara, que no creo que fuera digno de Whitehall en esos momentos.


"(...) el reflejo de una débil luna entre las nubes (...)"

Cuando salimos a cubierta apenas había luz. Instintivamente miré hacia las velas, sueltas y pálidas como un sudario mecido por el viento. El reflejo de una débil luna entre las nubes le daban un aspecto siniestro. Calma absoluta y ni una pizca de viento.
Tampoco vi a nadie de guardia. Lo único que se pudo oír fue una carcajada lejana en alguno de los navíos que nos acompañaban.
Vincenzo había hecho bien su trabajo.

Hacía algo de fresco, me estremecí y en seguida noté cómo me colocaban discretamente un capote por encima de mis hombros.
Descendí por el costado de babor hasta el chinchorro que ahí me esperaba. El propio Vincenzo subió a bordo. Unos hombres ocultos por las sombras de la noche esperaban. Los identifiqué al instante, me saludaron llevándose los nudillos a la frente y a lo orden de mi sirviente, el más veterano en esos momentos, el pequeño bote comenzó a bogar hacia tierra.

Tal silencio, tanta oscuridad y aquellas sombras observándome en el bote me hicieron creer en algún momento que estaba en el Río Aqueronte, y que la figura aferrada a la caña me pediría en cualquier momento el óbolo alargando su cadavérico brazo. 

Tan sumido estaban en estos pensamientos que me sobresalté al notar el roce de la arena con el casco. Acto seguido desembarcamos en la arena, y mientras algunos de mis hombres ocultaban el bote y se preparaban para la espera, yo me adentré en tierra acompañado por Paul, uno de los gavieros del mayor, francés monárquico por convicción y que me guió a través de la oscuridad y de los árboles hasta un pequeño pueblo no muy lejos de la costa. 

Antes detuve un instante a Paul para recordarle, si acaso era necesario, que cualquier falta de discreción por su parte de regreso a la Circe lo pagaría con conséquences fatales, y me tuvo que entender perfectamente, ya que tropezó un par de veces mientras continuamos el camino.

Llegamos a un conglomerado de casas de piedra que olía a leña. La caminata había hecho que los efectos del alcohol empezaran a disiparse, y por tanto comenzaba a arrepentirme de estar ahí, y cuando entramos en lo que parecía ser una especie de tasca habitada por varios hombres de aspecto sombrío, enfundados en abrigos de piel y miradas inquisidoras, ya me sentía completamente fresco.


"Llegamos a un conglomerado de casas de piedra que olían a leña."

Me sentaron en una mesa y me sirvieron en un vaso de barro algo parecido al vino. Mientras Paul hablaba con uno de los parroquianos, y tras unos minutos de tensa espera, el susodicho volvió a aparecer con una niña que no llegaría a los 15 años, ojos azules y muy grandes, trenzas y con un vestido azul deshilachado que le quedaba algo pequeño. Parecía una muñeca de trapo.

Cuando el grupo se acercaba hacia mí, oí perfectamente al hombre que acompañaba a Paul y a la niña decir en francés una cifra en guineas, y sentí de pronto tal náusea que vomité sobre la mesa todo lo que había bebido durante la noche y, sin pensármelo un momento y ante la barbaridad que ese tipo pensaba que yo estaba dispuesto a hacer, no tuve otra forma de mostrar mi disconformidad al respecto que partiéndole una de las sillas en la cabeza. Sus amigos respondieron en consecuencia, saltando contra mí mientras la niña salía corriendo y Paul acudía en auxilio de su capitán.

Tras algunos intercambios de impresiones, muy dolorosos, conseguimos escapar de allí de vuelta a la orilla perseguido por una auténtica horda de lugareños, algunos armados con hoces, palos, rastrillos y todo lo que pudieron encontrar, una huida que no fue fácil, ya que Paul fue herido por arma blanca y se desangraba sin que hubiera tiempo para cerrarle la fea herida que tenía debajo de la axila.
Afortunadamente los hombres de mi bote acudieron en nuestra ayuda cuando ya teníamos casi ganada la costa, armados con cabos y remos, y los lugareños huyeron como alma que lleva el diablo entre vítores de los míos.

Desde luego no me puedo sentir orgulloso. Ha sido una locura. 
Afortunadamente Paul se recupera, y según me cuenta Vincenzo su versión es que se cortó sin querer mientras limpiaba y pulía las armas de abordaje.
Por mi parte descarto cualquier intento de repetir semejante aventura, limitaré mis encuentros con la botella y optaré por dedicar más tiempo a la lectura y la escritura, por mi bien y el de mi tripulación.



miércoles

El río Adour

Frente a la desembocadura del río Adour, en Francia, el 22 de enero de 1814. A bordo de la HMS Circe

Comienza a oscurecer mientras veo perfectamente a través del ventanal cómo comienzan a encender las luces del 74 cañones Porcupine, donde he almorzado junto al contraalmirante Charles Vinicombe Penrose y su capitán de bandera, John Coode, así como otros oficiales de esta pequeña flota improvisada que fondea frente a la desembocadura del río Adour.

En un ambiente distendido, y a falta de una reunión más formal que tendrá lugar dentro de una semana, el contraalmirante nos ha informado de los motivos de este particular encuentro de embarcaciones, en su mayor parte, de escaso tamaño, en donde el Porcupine y la propia Circe, con sus 28 cañones, son las naves de mayor potencial ofensivo.


"(...) particular encuentro de embarcaciones de escaso tampaño (...)"

El contraalmirante nos ha explicado por encima nuestra misión, en la cual está puesto "el honor de toda la armada", ha llegado a asegurar superado el cuarto brindis por el Rey.

El ejército francés sigue retrocediendo, y aunque se encuentra con dos frentes, el formado por ingleses, españoles y portugueses llegando desde el sur, y la coalición del norte con austro-húngaros y rusos envalentonados tras la victoria en Leipzig, sigue siendo igual de peligroso, ya que nos informan de que Napoleón cuenta con cerca de 80.000 hombres, a los que hay que sumar los cerca de 50.000 del mariscal Soult, enfrente de nuestras mismas narices tras ser rechazados de la península ibérica.

Es por ello que el general Wellesley ha marcado en rojo en su campaña la toma de la ciudad fortificada de Bayona, pieza clave para nuestro avance hacia París, para lo cual es fundamental el cruce del río Adour: Es ahí en donde entramos nosotros, la armada.

"Señores, el futuro de Inglaterra está en nuestras manos". Es difícil mantener la compostura, y más aún cuando has acabado con varias botellas de la mejor despensa del capitán Coode, pero he de decir que ante estas palabras pomposas fui capaz de levantar mi copa y sonreír con complicidad, mirando de reojo a mi teniente Byron, cuya gesto inexpresivo y falto de humanidad hacía desaparecer de golpe toda hilaridad que pudiera haber producido en mí el alcohol.

Afortunadamente mantuvo la compostura, mucho más que el teniente Cheyne, del bergantín Woodlark, que se quedó dormido, o el capitán Elliot, del Martial, que comenzó a contar una interminable anécdota que fue ignorada sin que eso pareciera importarle, pues acabó con su perorata y riendo a carcajadas, haciendo caso omiso de la mirada asesina de Coode.


Ya en cubierta del 74, y tomando el fresco, el capitán O'Reilly, del bergantín Lyra, me contó que había oído que el general Wellesley está haciéndose con todo lo que flota en muchos kilómetros a la redonda, por las buenas y por las malas, para hacer pasar así a sus hombres al otro lado del Adour y tomar por sorpresa Bayona, que según cuentan es una plaza perfectamente preparada para resistir un largo asedio.

"(...) existe el riesgo de volcar en estas peligrosas aguas".
El problema de este plan es que el cruce no será fácil. La desembocadura tiene bancos de arena y en los tres días que llevamos aquí el oleaje hará muy complicado el cruzarlo de una ribera a otra, para lo que hará falta embarcaciones de escaso calado, ya que existe el riesgo de volcar en estas peligrosas y traicioneras aguas.

Ahora en mi cabina escribo tranquilamente estas páginas mientras me tomo una taza de café y me preparo para cenar algo y dormir, contento de poder disfrutar de algo de acción tras varios días de aburrimiento a bordo de la fragata, dedicado a dar mis pasos por el alcázar ante la mirada divertida de mis hombres.

San Sebastián

En Brest, el 8 de enero de 1814. A bordo de la HMS Circe. 

Mi lealtad a mi país y a mi rey es inquebrantable, pero ciertamente puedo decir que esta semana he sido sometido a una dura prueba, y no me pronunciaré más sobre mis sentimientos por si este diario llega a malas manos.

Tal como esperaba la flota de transportes llegó a las costas españolas sin problemas, concretamente en el puerto de San Sebastián, bella ciudad que, para mi sorpresa, presentaba un aspecto espeluznante, más propio del Apocalipsis.

A pesar de que esperaba ser recibido como un héroe después de que las tropas inglesas y portuguesas tomasen la plaza a los franceses en septiembre del año pasado, nos hemos encontrados con una población hostil, que si bien se ha mostrado respetuosa en las formas, dicen que los ojos son el espejo del alma, y es cierto que hay miradas que, si fuera posible, matarían.

Habíamos comenzado a mover el cabestrante cuando avistamos un bote llegando desde tierra firme y a bordo un cabo con órdenes del general Graham para impedir que la tropa desembarcase en la ciudad y lo hiciera en un lugar más apartado. Afortunadamente conozco un lugar, una cala en Murguita, no lejos de San Sebastián, en la que ya estuve hace varios años.

Invité al cabo a mi cabina para tomar un clarete y tratar de averiguar así el misterioso cambio de planes, y tras un par de brindis por el rey y por la victoria ante los franceses, se le fue desatando la lengua hasta que me fue contando con detalle los pormenores que han convertido a San Sebastián en un yermo de madera quemada y resentimiento.

Con el 'langosta' de nuevo en el bote (al tercer intento) y la Circe con las velas desplegadas y proa a Murguita, y tras pasear por el alcázar sumido en profundas reflexiones, relaté al teniente Byron el escalofriante relato del cabo, y a pesar de que Jack es comedido a la hora de expresar sus sentimientos, no pudo evitar que su mirada se ensombreciese e incluso blasfemase en un susurro, lo que ignoré al comprender que la impotencia le embargaba, como era mi propio caso.

Los franceses ofrecieron una dura resistencia cuando las tropas de Graham llegaron a San Sebastián. Tuvieron que pasar muchos días hasta que se retiraron. Relataba el cabo que tan duro fue el asedio que tomada la ciudad la tropa la emprendió con los propios españoles, que salían a saludar a sus 'héroes' recibiendo como respuesta disparos y golpes. El cabo, que estuvo presente, contó que unos portugueses encontraron un almacén atestado de vino, repartido entre la tropa que, ebria, se comportó como una masa salvaje que se dejó llevar por una espiral de destrucción.

Las mujeres, de todas las edades, no se salvaron de esta locura, tomadas en cualquier lugar ante la mirada atónita de los oficiales, que, juraba el cabo, intentaba una y otra vez impedir la masacre pero con escaso éxito.



"los franceses ofrecieron una dura resistencia"


Pero lo peor estaba por llegar, ya que un incendio se propagó sin que nadie tomara un cubo de agua para aplacarlo, y las llamas consumieron la práctica totalidad de la ciudad, cientos de casas, librándose, y aquí el cabo se sonrojó y no fue por culpa únicamente del vino, la calle Trinidad, curiosamente donde los oficiales ingleses habían situado sus residencias.

Una semana duró esta episodio que parecía rememorar la toma de Jerusalén por los cruzados, un ejemplo más de la barbarie de la guerra y del hilo fino, finísimo, que separa la gloria de la batalla de los más bajos instintos humanos, la peor versión del hombre.

Escribo estas letras mientras la Circe cabecea suavemente frente a la ciudad de Brest, con la flota en funciones de bloqueo y a la espera de nuevas órdenes, viendo en mis sueños una ciudad envuelta en una niebla roja y amarilla sumida en los gritos desesperados de los inocentes.

jueves

El espejo no miente

En playmouth, el 19 de diciembre de 1813. A bordo de la HMS Circe

Mis hombres trabajan duro para zarpar cuanto antes. No hay un minuto que perder. El alto mando quiere poner 1.000 hombres en la costa española antes de dos semanas, ya que sospecha que Napoleón acelera sus negociaciones con el rey de España de cara a un tratado de paz que le asegure un frente menos en los múltiples que tiene abiertos, y nada menos que el comandado por el General Wellesley. 

Por mi veteranía como capitán de navío, pese a comandar una nave de sólo 28 cañones y que muchos osarían llamar vieja y obsoleta (nunca en mi presencia, por supuesto), me han encomendado el mando de la expedición, de la cual no creo que haya problemas, ya que consistirá en escoltar una decena de transportes hasta el puerto español de San Sebastián, una travesía en donde la única preocupación será el estado del mar, ya que con Francia prácticamente acorralada en su terreno no espero oposición militar.

Vuelvo a contar con mi segundo de abordo, el teniente Jack Byron, cuyo carácter, con ínfulas de almirante desde que abrió los ojos (apostaría que aún en el seno de su madre), le han impedido avanzar más rápido en la jerarquía naval, y eso con un noble apellido en su hoja de servicio, lo que por otra parte es un alivio para un servidor al contar con un hombre de garantías a mi derecha.

Por este motivo no me sorprendió ver todo casi preparado al llegar a bordo de la fragata tras mis días de reposo en Wood Fields. Estoy seguro de que Byron situó en la cofa a un hombre con el cometido de avistar mi llegada, avisar a cubierta y disponer todo para que no encontrara ningún fallo en el inmaculado estado de la tripulación, una cubierta limpia como el alma de un recién nacido y los cañones brillando para pasar revista ante el mismísimo Rey.

"(...) no me sorprendió ver que casi todo estaba preparado al llegar a la fragata (...) 


Tras estrecharle la mano, lo primero que hizo fue darme un breve informe de la situación en el barco mientras yo observaba atentamente a todos los hombres, oficiales, marineros y tropa de a bordo, tras lo cual le invité a mi cabina, en donde hablamos algo más relajados sobre nuestros días de asueto, pero con mi teniente, como siempre, alerta a no decir una una palabra que pudiera delatar su verdadera forma de pensar, ya que Jack es muy reservado.

En estos momentos, mientras escribo estas líneas, tomo el café que me acaba de servir Vincenzo, como siempre contento de volver a la mar tras haber disfrutado de la familia y sus infinitos hijos en la campiña inglesa, oyendo de fondo el cargar y descargar de todo tipo de provisiones y repuestos que el mismo Byron se ha encargado de gestionar, ya que además de ser un hombre de recursos, su fuerte carácter y, sobre todo, su venganza, son de sobras conocidas por todos los responsables del material desde Devon a Liverpool.

También he mantenido reuniones con el condestable para hablar de las provisiones de pólvora, con el jefe carpintero para saber si tenemos todo lo necesario a bordo en lo relativo a posibles averías, y pasando revista a los nuevos guardiamarinas puestos a mi cargo, jóvenes mozalbetes con ganas de gloria y con el sentimiento romántico de la guerra aún intacto.
Una mañana realmente ajetreada, pero productiva, qué duda cabe, lo que hace que el café sepa aún mejor y así, animado por que todo vaya viento en popa, me he permitido el lujo de comer unos pasteles que tenía reservados para altar mar y agasajar a mis suboficiales. 

Y ahora me temo que he de llamar al maestro velero, ya que al levantarme para volver a cubierta los botones de la chaqueta han saltado por los aires en mi intento de cerrarla, como si fuese una descarga de metralla sobre la cubierta del enemigo.

De este modo, y mirándome en el espejo de tamaño completo que me regaló el capitán Blessing tras nuestro incidente en Rogerswick, he podido ver mi lamentable estado de forma. Creo francamente que nunca antes había estado tan gordo. El uniforme no me cierra y el dolor en las rodillas y la espalda ha de deberse a eso.
Además miro mi rostro y no me gusta lo que me dice el espejo, que me habla de una persona de poco más de treinta años que aparenta más de cincuenta; un rostro lleno de arrugas, hinchado y una mirada carente de brillo y llena de lo que parece resignación.



"(...) con la espuma besándome la cara (...)"

Espero francamente que la navegación, con la espuma besándome la cara y el viento del este acariciándome el pelo mientras me agarro a un obenque durante la travesía, ya que no me ha gustado nada lo que he visto en el espejo. 

viernes

El bosque de los robles

En Wood Fields (Portsmouth), el 29 de noviembre de 1814.

He recibido órdenes de presentarme en Plymouth dentro de tres días, de nuevo destinado a la HMS Circe en labores de escolta de un convoy que desembarcará tropas en el norte de España para hacer presión sobre el ejército francés en su retirada a su territorio.
Napoleón, según mis últimas noticias, busca una salida airosa con el Rey Fernando para anular uno de los frentes y centrarse en la coalición de rusos, austriacos y demás que llega desde el norte dispuesto a arrasar desde Brest a Tolón.
En caso de que el gran Corso se salga con la suya, muchos serían los perjudicados, desde los españoles que claman venganza a nosotros, ya que nos veríamos obligados a retirarnos y buscar otro lugar por donde atacar Francia y 'pelear' con nuestros aliados por ser los primeros en alcanzar la gloria: París.

Amo el mar por encima de todas las cosas, pero también los pequeños placeres de tierra firme, y es por eso que antes de embarcarme decidí pasar el día de ayer en un pequeño bosque de robles centenarios, a unas horas de camino de mi casa, y hacia allá fui cargado con mi fagot dispuesto a relajarme con la intención de dar sentido a alguna melodía, tratando de recordar las clases del señor Volkan.

Tarde más de lo esperado en llegar a mi destino, y lo hice sin aliento. Bebí agua en un arroyo cercano y me senté debajo de uno de los hermosos y grandes árboles centenarios. Reflexioné sobre mi lamentable estado de forma, en gran parte debido a mi desmedido peso. Me he visto en la obligación de arreglar mi uniforme para poder encajar en él sin parecer un fantoche, y creo que tendré que plantearme el volver a dar mis 3.000 pasos sobre el alcázar de la Circe. Con estos pensamientos me quedé dormido al son del canto de un cuco que sonaba en la lejanía.

"... me senté debajo de uno de los hermosos y grandes árboles centenarios..."

Desperté con el cambio de viento. Los marinos somos capaces de dormir profundamente y abrir los ojos ante circunstancias de este tipo, totalmente despejado, como si llevara despierto desde mi llegada. Comprobé echando un vistazo a la posición del sol que había pasado el mediodía, y que el viento había rolado, suavemente, dirección sur. Calculé de manera automática cuánto tardaríamos en llegar con este viento a la costa española, y tras repasar mentalmente las notas y quedar satisfecho con el resultado, armé el fagot y comencé a tocar con el único acompañamiento del susurro de las hojas y el chirriar de algún insecto en busca de compañía.

Es curioso que eligiera el fagot para adentrarme en el mundo de la música, un instrumento que por sí solo es poco brillante, dependiendo sobre todo de sus acompañantes, casi siempre el clarinete y el oboe cuando de tríos se trata, aportando esa 'nota' melancólica y quizás triste de una sinfonía.

Dicen que los animales se parecen a sus dueños, y quizás con los instrumentos pasa algo parecido. Soy una persona que no gusta de destacar en las reuniones, siempre en un segundo plano, un mero espectador, más amigo de colaborar con el grupo en vez de tomar la iniciativa. Quizás por eso sigo al mando de una fragata de 28 cañones y no comando un navío de línea.
Y eso sin contar con la eterna tristeza que me embarga y que sólo a ratos logro esconder, como la basura debajo de la alfombra, y sobre todo en el alcázar de mi barco, en donde trato de compensar esa falta de energía y carisma con ira y agresividad, lo que también le hace uno ganarse si no el respeto, el temor de la tripulación, válido a la hora de que sepan quién es el subordinado.

Tras hacer una pausa en mi ejercicio de improvisación y comer vorazmente la viandas que traía en mi zurrón, como si no hubiera un mañana, volví a dormir, relajado, con la tripa llena, bien agarrado a mi fagot, como cuando era guardiamaria y lo hacía aferrado a un trozo de queso o cecina por si mis compañeros de camareta quisieran paliar su hambre a costa de la mía.

Desperté con el sol cayendo más allá de las colinas y emprendí el camino de vuelta a paso ligero, ya que no es bueno andar por ciertos caminos de noche, y menos cuando me había dejado el sable y mis pistolas en casa al ir demasiado cargado de peso.
Afortunadamente la vuelta a casa no trajo novedad alguna, ya que no me crucé con nadie, acompañado por las estrellas que comenzaban a brotar en el cielo como caracoles tras la lluvia, amenizando el camino recitando de memoria los nombres de las constelaciones y pidiendo deseos a las estrellas fugaces.

"(...) recitando de memoria los nombres de las constelaciones (...)"

Una vez bajo mi techo, comí las sobras de mis provisiones disfrutando del chirriar de los grillos en el porche, pensando en seres queridos que ya no están pero que lo siguen siendo, combates pasados, perdidos y ganados, mientras volvía a tomar el fagot para improvisar algunas notas que sonaban como el ronquido de un gigante en la soledad de la noche.

Tras tomar un baño me fui al lecho, añorando ser mecido por las olas del mar, pero satisfecho y agotado tras un largo día de dulce soledad, de amor propio y paz.

Vuelta a Greenwich

En Dorset Street, el 25 de octubre de 1813. Londres.

Al disfrutar aún de mis días de descanso, decidí viajar a la capital, Londres, en donde he dedicado un par de días a caminar por la ribera del Támesis y por uno de mis lugares favoritos, los jardines del observatorio de Greenwich. He estado horas viendo pasar barcos de todo tipo y porte mientras imaginaba desde qué parte del mundo vendrían, o hacia dónde irían.

"He estado horas viendo pasar barcos de todo tipo y y porte"
No he podido evitar pensar en Lively, pues por aquí paseábamos cuando parecía que nuestras vidas
estaban ligadas para siempre. En un banco bajo un sauce una mirada; un roce descuidado de nuestras manos junto al estanque de los patos; la manzana acaramelada más dulce aún con ella cogida del brazo; la fragancia de la Dama de Noche cuando el sol comenzaba a ocultarse más allá de Whitehall; el sonido de un violín entre los árboles mientras bailábamos en la hierba. Una sucesión de recuerdos que se convertían en agujas incandescentes en la nuca.

¿Hacia dónde viajarán los barcos que surcan el Támesis? Pero la pregunta que a veces me obsesiona sin poder remediarlo es ¿dónde está Lively?
Reconozco que nuestros últimos encuentros, en nada poéticos y agradables, me han empujado de una forma sutil pero firme hacia una resignación que comienza a convertirse en hábito, en algo que no es forzado y que simplemente se convierte en asumir una realidad: ya no significo nada para Lively.
Trato de no pensar en ello en exceso. De hecho hacía mucho que no me castigaba de esa forma, pero eran demasiados los recuerdos que me asaltaban como astillas en cubierta durante una batalla para poder esquivarlas todas.

Pensamientos funestos que contrastaban con una alocada algarabía por las calles de Londres de regreso a mi pequeño hotel en Dorset Street.
De repente todo eran ¡hurras! sin que yo supiera aacertar el motivo, hasta que logré enterarme de la razón: Napoleón ha sido derrotado en Leipzig y se retira hacia Francia.
A la carrera y provocando la risa de algún transeúnte, llegué a mi club para conocer más sobre la batalla, pero los datos eran imprecisos. Según parece un potente ejército de la coalición se enfrentó al corso en Alemania, en donde reagrupaba filas tras sus fracasos en España y Rusia.
A pesar de que el número de sus hombres era inferior (se habla de cientos de miles de hombres en las filas aliadas) mantuvo contra las cuerdas a su enemigo todo lo que pudo y más, hasta que el propio desgaste de hombres le obligó a volver hacia Francia, en donde acabará todo.
"Le obligó a volver a Francia, donde acabará todo"

¿Buena o mala noticia? Qué duda cabe de que me alegro por todos aquellos que volverán a encontrarse con los suyos y de los que dejarán de sufrir, que serán millones.

Sin embargo, soy un hombre de guerra que sin guerra no tiene sentido, y por mucho que el sufrimiento ajeno y el dolor tendrán su punto final cuando Napoleón arríe su bandera, no puedo dejar de pensar que cuál será la utilidad de un mosquete que no ha de disparar.

Reflexiones a altas horas de la noche a la luz de una pequeña vela en un escritorio de Dorset Street.

jueves

Vuelta a casa

En Wood Fields (Portsmouth), el 10 de octubre de 1813

Paz. Paz absoluta. Tras meses oyendo el silbar del viento en la jarcia, el crujir de las cuadernas, los gritos del contramaestre, los ronquidos de la tropa y el sempiterno tañido de la campana de guardia, me relajo al son del canto de los pájaros, a la vista de las suaves colinas verdes de fondo y no las olas de un mar infinito. Estoy en casa.

Disfruto de unos días de descanso tras haber acabado por fin con la larga y tediosa campaña de bloqueo al otro lado del Atlántico, a la espera de nuevas órdenes para continuar con una guerra que, a mi juicio, va llegando a su fin.

Con el mar en nuestras manos, Napoleón, el gran estratega corso, va cediendo terreno ante el avance aliado. Su alocado empeño de tomar Moscú fue su sentencia. Lo consiguió, sí, pero a costa de miles y miles de bajas, de hombres que cayeron ante las espadas curvas de la temible caballería cosaca y, en la mayoría de los casos, por el invierno que diezmó el ejército en su retorno.

Una división de fuerzas, dos frentes, que han sido fundamentales para que su presencia en España haya prácticamente acabado tras años de constante desgaste en los inmensos campos de maíz o en los sombrío picos montañosos del norte, con millares de franceses degollados y asesinados a traición por un pueblo que no perdona ni perdonará los hechos trágicos de Madrid de hace cinco años.

Precisamente hace un par de semanas recibí una carta de mi hermano William, que ha tomado parte en la campaña española con la caballería del general Rowland Hill y que fue protagonista directo de la Batalla de Vitoria, la cual ha supuesto la práctica expulsión de las tropas francesas de España, lo que creo que es la puntilla definitiva para 'Bueno en Parte', que tendrá que defenderse ahora a base de mosquetes en su propio país.

William, que durante esta campaña ha alcanzado el rango de teniente, a pesar de que no se prodiga en escribirme, sí fue extenso en este caso, a buen seguro consciente de que su gloria eclipsa, con mucho, las escaramuzas a bordo de mi barco que no quedarán reflejadas ni en libros ni en cuadros.

Transcribo lo más interesante de su carta:

"(...) Apenas había amanecido cuando cargamos contra las defensas francesas. Hill nos había ordenado atacar los Altos de la Puebla, y allá fuimos con decisión, primero la tropa y después mis hombres y yo, sable en mano y vivas al Rey a voz en grito.
El combate fue espeluznante. Llegó un momento en que la sangre enemiga me llegaba hasta el hombro y apenas lo sentía del cansancio. Sólo oía el grito de unos y otros en una locura de sangre y polvo, y para cuando los 'ranas' comenzaron a huir despavoridos apenas tuve fuerzas de celebrarlo. Lo único que quería era beber agua y descansar, pero no había un minuto que perder.

Alcanzamos el pueblo de Subijana, y nos disponíamos a continuar con nuestro avance cuando el fuego de artillería de la 4ª División de Conroux nos obligó a mantener la posición tras provocar una auténtica carnicería entre nuestros hombres.


Ese paso estaba cortado y el general Hill optó por mantener su sección ante un posible contraataque francés, ordenándome que junto a medio centenar de hombres volviéramos sobre nuestros pasos para reforzar el centro de nuestro frente, en donde en ese momento se producía el combate más intenso, tal como indicaba el reguero de heridos que encontrábamos a nuestro paso: imágenes de pesadilla, el horror de la guerra en su esplendor, todo sangre y lamentos de cientos de gargantas desesperadas. 


La escena ahí era dantesca. Combates cuerpo a cuerpo en medio del barro por la cantidad de sangre derramada en el suelo. Apenas se distinguían los uniformes y, pese a que en ese momento nuestro número era superior, los franceses combatían con una fiereza y un orden que explicaba el por qué de su dominio en el continente durante tantos años (...)".



(...) Parecía que no iba a llegar nunca pero el frente francés se desmoronó por el centro. El enemigo comenzó a retirarse, sin orden, incluso arrojando muchos sus armas, mientras los españoles y los aliados portugueses cargaban al degüello y yo trataba de mantener la formación de mis hombres por si se tratase de una estratagema. 


Y lo vi. Conforme los miles de uniformes azules se abrían ante nosotros como el Mar Rojo ante Moisés, justo en el centro el alto mando francés trataba de recomponer inútilmente filas y una berlina lujosamente adornada comenzaba a avanzar hacia el norte a toda prisa.
Cargamos al galope al son de la corneta, y tal era el retumbar de los cascos sobre la tierra y el grito de nuestros hombres que su distinguido ocupante se bajó de inmediato, agarró uno de los caballos que le ofrecía un húsar francés y huyó despavorido escoltado por su guardia personal.

Habríamos emprendido la persecución pero, y de esto se ha avergonzado hasta el mismísimo general Wellesley en la copa que tomamos todos los oficiales para celebrar la victoria, la tropa se lanzó como alimañas sobre los carros de transporte que escoltaban la berlina. Y es que, para nuestra sorpresa, estaban repletas de joyas y piezas de arte de un valor incalculable, por lo que primero con nuestras fustas y en algunos casos extremos con los sables, hicimos lo que pudimos para evitar semejante expolio (...).

¡Menuda historia! He pasado toda la mañana leyendo la carta varias veces mientras disfrutaba de un dulce oporto. Según parece José Bonaparte huía de España con todo el tesoro que pudo conseguir, pero no contaba con que miles de hombres se lanzarían sobre él de semejante manera.
Lo peor de todo es que fue tal el desorden que se produjo que miles de franceses huyeron al sur de Francia, por lo que a buen seguro en breve estarán disponibles para seguir combatiendo contra nosotros.

Con el mar en nuestra posesión y los franceses derrotados en España y huyendo de Rusia, no me cabe duda de que en breve esta larga guerra llegará a su fin, lo que por otra parte supondrá un quebradero de cabeza para los oficiales de marina que estamos ahora mismo de servicio y que no tendremos un ingreso garantizado en futuras fechas.

Pero no quiero pensar en ello. No de momento. Lo único que quiero es seguir sentado aquí, disfrutando del aire fresco, del oporto y del canto de los pájaros. En paz.


domingo

Caza estéril

En alta mar, a bordo de la HMS Circe, el 2 de junio de 1813

El mar y el cielo oscuro no se distinguen en esta noche sin luna. No sopla viento y las velas de la Circe cuelgan flácidas como la hojas de un sauce. El silencio es casi opresivo, y si no fuera por la presencia del infante de guardia diría que estoy solo en el universo.

El calor es sofocante. No es habitual por estas fechas, pero lo cierto es que nos hemos visto obligados a abrir todas las portas para que mis hombres no se asfixien en la entrecubierta, y he dado permiso también para doblar esta noche la ración de grog para que puedan conciliar el sueño bajo amenaza, por supuesto, de que cualquier altercado será castigado con 50 azotes. 
Por ahora parece que funciona.

Mi ánimo no ha mejorado en demasía desde la última vez que escribí. De la desesperación puedo saltar a la fatalidad, y de ahí a la apatía, el abatimiento e incluso a la resignación. Aunque mi cirujano se ha prestado a hacerme una sangría y reforzar mi dieta con algún complemento vitamínico, de momento he optado por comer con normalidad (si consideramos 'normalidad' atiborrarme de tostadas con queso por la mañana, huevos fritos a medio día, doble ración de chuletas en el almuerzo, galletas y bizcocho al atardecer, y una copiosa cena a base de salchichas en salsa de mermelada). Para paliar tantos excesos paseo por el alcázar arriba y abajo, y cuando tengo ánimos subo al tope del mayor, y aunque llego sin resuello y con los brazos adormecidos, el coronar el mástil se convierte en una pequeña victoria diaria jaleada por algunos de mis hombres.

Quizás una buena batalla, con las astillas volando sobre la cabeza y un centenar de ojos asesinos puestos en un servidor sobre una cubierta resbaladiza por la sangre, podría ser el mejor de los remedios, ya que no hay nada más revitalizador que el intento desesperado por evitar la muerte, pero lo más cerca que estuve fue durante la 'persecución' de la USS Constitution, en donde desde un principio quedó claro que nuestras opciones eran mínimas y nos limitamos a observar de lejos la mayor parte del tiempo, como una hiena intentando hacerse con un buen pedazo de gacela en manos del león.

Tal como escribí el año pasado, recibimos órdenes de poner proa a Boston, pues nuestros servicios secretos nos informaron de que la Constitution, que estaba haciendo estragos entre nuestra filas, se disponía a zarpar con rumbo desconocido, y ya que mi fragata era la más cercana a la zona, a pesar de que nuestro potencial difiere en mucho del de nuestro enemigo, se nos encomendó la 'caza', al menos en lo que respecta a labores de información.

Tras varios días de travesía, con fortísimos vientos que nos obligó a trabajar duro a bordo, atentos a que no saltara la jarcia por los aires, en la mañana del 3 de noviembre, que amaneció con niebla y con el barómetro en plena escalada, avistamos a lo lejos dos velas rumbo sur.
Con todas las precauciones posibles, comenzamos la persecución, y dos días después uno de mis hombres, que había servido a bordo de un ballenero estadounidense, aseguró que una de las naves era sin lugar a dudas la USS Hornet. Su compañero, con sus particulares franjas negras y blancas y la majestuosidad con la navegaba era, sin lugar a dudas, la Constitution.

Sin perder el barlovento y por tanto la iniciativa, perseguimos a la pareja durante muchas millas, muy atentos durante las noches por si los americanos intentaban sorprendernos con algún tipo de estratagema. Sin embargo la Circe no era su objetivo y pudimos mantener la distancia y seguir sus movimientos, redactando en mi cabina el día a día con esmero y muchos detalles el informe al Almirantazgo.

Después de reunirme con mis oficiales en mi cabina y estudiar atentamente las cartas náuticas, llegamos a la conclusión de que los norteamericanos, a buen seguro envalentonados por sus últimas victorias, se encontraban en plena caza oceánica, a la busca de presas británicas que comercian entre ambos lados del Atlántico, pero sin suerte durante las primeras semanas mientras la Circe perseguía sus estelas. 
En algún momento intentaron sorprendernos, con burdas estratagemas para atraparnos entre dos fuegos, pero a fuerza de pasar noches en vela y con el apoyo del siempre diligente Jack Byron a mi diestra, logramos esquivar el peligro sin un solo disparo, hasta que el enemigo optó por continuar con la travesía, ignorando nuestra presencia.

El 13 de diciembre, en aguas brasileñas, avistábamos San Salvador. La Constitution y la Hornet se mantuvieron durante un par de días en la zona, de forma obstinada, lo que llamó mi curiosidad.
Ordené a Byron que tomara el cúter y algunos hombres para desembarcar fuera de la vista de nuestros enemigos e investigara en puerto mientras navegábamos arriba y abajo, a vista de catalejo.

Dos días después, pasadas apenas dos horas desde que la Constitution desapareciera por el horizonte en una mañana cargada de niebla, Byron volvió a bordo y resolvió el misterio.
En el puerto se encontraba fondeada la HMS Bonne Citoyenne, y Jack tuvo la ocasión de hablar con su capitán, Pitt Burnaby Green, que le explicó que llevaban a bordo nada menos que un millón y medio de libras.
Según le explicó, zarpó de Río hacia Inglaterra, pero apenas pasados unos días una fuerte galerna le obligó a costear hasta arrivar a Salvador y reparar graves daños en la jarcia que habrían hecho imposible la travesía transoceánica. Fue entonces cuando surgieron los dos navíos norteamericanos con sus aviesas intenciones.

Byron me contó que el comandante de la Hornet, de nombre James Lawrence, envió una carta retando a Green a un combate singular, con la promesa del comodoro William Bainbrige, a bordo de la Constitution, de no intervenir en ningún momento. "Como para fiarse de estos malditos", me dijo Jack, siempre valiente en el combate pero ni mucho menos un suicida. Green fue de la misma opinión y respondió que si bien creía que su barco y la Hornet se podrían enfrentar en igualdad de condiciones, creía sinceramente que en caso de derrota de su enemigo Bainbrigde no se limitaría a cruzarse de brazos sin intervenir. 

Una vez solventadas las dudas, Jack me preguntó, con el debido respeto, si podríamos ayudar en la huida de la Bonne Citoyenne, pero tras reflexionar, le expliqué, primero, que la Hornet tiene más potencial con sus 32 cañones que nuestros 28, y que la aparición de la Constitution (mi instinto me advertía que no debía de andar lejos) podría desequilibrar la balanza en favor de nuestro enemigo, que se podría llevar de una tacada dos embarcaciones británicas y un millón y medio de libras, con el capitán Vincent Daniels destinado de por vida a guardacostas en Cornualles.

Dos días después, el 74 cañones Montagu, con bandera de contraalmirante Hanley Hall Dixon, hizo su feliz acto de presencia y la Hornet huyó sin dilación.
Mi intención habría sido comenzar su persecución, pero Dixon me  ordenó subir a bordo para dar el informe.
Tras quedar satisfecho con mis explicaciones, me ordenó continuar con mi misión mientras él se encargaría, con su barco, de escoltar al Bonne Citoyenne hasta Portsmouth y darse así su particular baño de gloria.

De regreso del Salvador, y sin ver las velas de la Constitution y la Hornet después de muchos días, fondeamos en Halifax con la sensación de derrota y con la desagradable noticia, para colmo, de que la Constituion había derrotado y hundido a la HMS Java, lo que ha provocado que el mismo Almirantazgo haya ordenado a sus fragatas no combatir contra el barco norteamericano.

Unos se llevan la gloria, otros la derrota, mientras este servidor es un triste espectador de una historia que se desarrolla a su alrededor mientras tiene la impresión de no intervenir ni un ápice.

La única buena noticia es que volvemos a Inglaterra, cuando el viento así lo permita, pero con una sensación desoladora en las tripas. 

jueves

La soledad del capitán

En alta mar, el 2 de mayo de 1813

La guerra se acaba. ¿O debería de decir la gran guerra? Me cuesta llamar 'guerra', como tal, a la que en estos momentos mantenemos con las colonias americanas, a pesar de que la USS Constitution continúe haciendo estragos entre nuestras fragatas. Hablo de la que tiene lugar allá, en el viejo continente, con un Bonaparte cuya genialidad es lo único que mantiene vivo su imperio.

El mar es nuestro, y su asalto a los rusos se ha quedado en el intento, derrotado por el invierno ante un enemigo que ha sabido esperar su momento, al igual que ocurre en España, en donde la guerra de guerrillas ha terminado por desgastar a un ejército francés que con su potencial dividido en dos frentes comienza a replegar tropas y a plantearse seriamente en proteger su territorio.
Quién se lo iba a decir a 'Boney' cuando hace cinco años se dedicó a fusilar a unos alborotadores madrileños sin pensar que sería el germen de una rebelión y, puede, que su derrota.

Lejos de toda gloria y de grandes combates que queden para siempre inmortalizados sobre tapices que cogerán polvo en paredes de viejas mansiones, la HMS Circe, mi barco, se encuentra fondeado en la bahía de Cheasepeak en labores de bloqueo, meros testigos de las escaramuzas que tienen lugar en tierra, sobre todo en el norte.

Un tedio que es el que me impide acercarme con más periodicidad a este diario. Su hoja blanca es un
reto insondable ante mis ojos, a pesar de que trato de abrazarme a él cual salvavidas cuando todo parece estar en contra y el mero hecho de salir de la cabina cada mañana se convierte en un reto titánico. Cada rasgar de mi pluma es como el ascenso al tope del mayor en medio de un viento huracanado, especialmente por la sensación de que nunca llegarás a coronarlo y que el esfuerzo que realizas es del todo inútil.

Sin embargo, en la soledad de la cabina del comandante de una nave, rodeado de subordinados de falso afecto y que te siguen fielmente por la única razón de lucir charreteras en los hombros, contar con este diario sirve para eliminar demonios internos, 'paciente' y dispuesto a soportar estas tristes lamentaciones, y no tener así que compartirlas con cualquier persona que, tras una sonrisa bobalicona o un gesto adusto de enorme interpretación, hagan como el que le interesa lo que puedas contarle.

A todo esto hay que unir que un capitán no puede mostrar debilidad ante los suyos. Nadie quiere poner su vida en manos de un inepto, un pusilánime que pueda mostrar el más mínimo asomo de duda cuando las astillas y balas vuelan a tu alrededor buscando tu cabeza. No. He visto a cientos de marineros caer en una batalla porque su superior tuvo un asomo de duda en sus ojos, un rastro de miedo o de inseguridad. Dado que no puedo permitir que mis hombres, y en esto incluyo a mis oficiales, puedan pensar en un desmoronamiento de su capitán en el peor momento, les invito a mi cabina a cenar, comer e incluso desayunar, río a carcajadas ante cualquier estúpida ocurrencia de los comensales mientras en mi cabeza cuento los minutos esperando que todo se acabe y pueda volver a sumirme en mis pensamientos.

Me encantaría escribir de la persecución de la USS Constitution, del acoso del USS Hornet, pero no tengo fuerzas, ya estoy agotado.
Quizás en otro momento, cuando los palos no amenacen con saltar por los aires.


martes

Una batalla perdida

En alta mar, el 30 de octubre de 1812. A bordo de la HMS Circe.

Navegar a 14 nudos tiene que ser una de las grandes satisfacciones de esta vida. He estado toda la mañana en el alcázar viendo trabajar a mis hombres como si fueran uno. Los oficiales apenas hemos tenido que alzar la voz y el rebenque del contramaestre casi no ha salido de su funda. Todo eran rostros de satisfacción mientras la Circe hundía una y otra vez su proa con delicadeza, como un cuchillo cortando manteca caliente.
Sin lugar a dudas una excelente terapia tras los últimos acontecimientos vividos en el puerto de Halifax junto a Lively Caster.

Tras nuestro encuentro de hace más de una semana, y tal como me anunció, me mandó una carta en la que me invitaba a 'inspeccionar' su flota de mercantes, compuesta por menos de una decena de lentas carracas sin ningún atractivo pero sólidas y con unas bodegas enormes para transportar casi de todo, incluidos los cañones de pega para evitar a piratas y corsarios indecisos. 

Nos vimos en el muelle entre un enjambre de marinos en plena faena. Iba ataviada con un elegante vestido de fino terciopelo verde, informal y más destinado a la faena de embarcar y desembarcar que para un salón de baile. Sin embargo su elegancia y aura de belleza seguían absolutamente intactas, y nuevamente me sentí desfallecer, aunque como en esta ocasión me tomé el atrevimiento de no estar acompañado por mi teniente Byron me recompuse como pude. 


El mero hecho de imaginarnos paseando por las sombras de sus barcos, con sus estrecheces y posibilidades de contactos involuntarios (y algunos no tantos) hizo que mi cabeza diera vueltas. Durante toda la noche estuve pensando en cómo iba a declararme nuevamente al menor indicio, y creé en mi mente infinidad de finales felices con una Lively en mis brazos, perdonándole por tanto cualquier agravio que pueda haber pasado en nuestro pasado común.

Pero como si de un gorgojo brotando de la mermelada de un sabroso pastel se tratase, Lively se echó a un lado para presentarme a un nuevo némesis en mi vida: Luis Francisco Perez de Piedrasanta, "con patente para servir a mi señora y a usted", dijo en un inglés deficiente mientras hacía una reverencia.

Tras recomponerme de la impresión inicial me fijé en él atentamente. Vestía de paño oscuro y calzas verdes, con sombrero de tres picos y un pañuelo de fina seda en el cuello. Me llamó la atención ver su poblada barba negra y unos ojos oscuros que me miraban con curiosidad, y creí percibir algo de respeto mientras observaba mi uniforme, lo que me consternó sobremanera, ya que en mi estómago comenzaba a formarse un revuelto de ira que se aplacó levemente ante este sorprendente descubrimiento.

A diferencia de la mayoría de mis compañeros de armas, siento un profundo respeto hacia la historia naval española, y mis contactos con sus paisanos han sido más que buenos, como los señores don Ricardo de Castro o don Queipo de Llano, cuyo trato hacia mí fue exquisito. De este modo intenté mutar el gesto y mis pensamientos hacia el señor Piedrasanta, y traté de mostrar la sonrisa más franca que pude, aunque creo que con escaso éxito.

Y es que aunque Lively trataba por todos los medios de convertir la situación en algo natural, pude percibir que entre ambos existe algo más que una relación profesional, ya que con el paso de los años uno aprende a que puedes llegar a saber lo que piensa una persona con sólo mirarle a los ojos. 
Me explicó que el señor Piedrasanta había sido contratado para proteger el convoy, y según parece no ha sido la primera vez. Tiene a su mando un rápido bergantín de 12 cañones, el cual también pudimos ver, de bellas líneas y una cubierta razonablemente bien cuidada y preparada para cualquier acción.

Durante toda la mañana paseamos por la pequeña flota de los Caster, y respondí con monosílabos cualquier pregunta de Lively o incluso al señor Piedrasanta sobre las condiciones de los barcos, mostrándome quizás grosero (sin proponérmelo del todo) en ocasiones, ya que cada vez que me preguntaban por una cuestión naval me limitaba a responder que el propio Piedrasanta podría responderle en mi lugar, ya que al fin y al cabo lo mío era comandar naves de guerra.

Acabada la visita, Lively me invitó a comer, junto a su acompañante, en un lujoso establecimiento no muy lejos del puerto, en donde bebí más de la cuenta y presté poca atención a la conversación, absorto en mis pensamientos, con la mirada perdida y asintiendo mecánicamente cada vez que creía intuir que se dirigían a mí. 

¿Cómo he podido ser tan ciego? Es cierto que nunca he sido una persona vengativa, y tengo facilidad para olvidar los agravios, incluyendo los de índole amorosa y de amistad, que son los que más duelen, pero por otra parte la línea que separa la ausencia de rencor de la estupidez es tan fina que es mejor andarse con ojo y no exponerse a más daño masivo.

Aunque durante estos años no he permitido que la esperanza arríe la bandera, totalmente confiado en que Lively, algún día, volvería a ser mía, en ese justo momento, mientras la observaba hablando divertida con su acompañante, en absoluto reacio ante tanta atención, quizás tocándose con sus piernas o pies debajo de la mesa mientras el tonto del capitán Daniels observaba la escena sin ser consciente de tal demostración de afecto, vi clara como la vela de un navío de primera clase a menos de un cable de distancia que era hora de poner fin a la situación, la mía en concreto con esa mujer. De este modo me levanté controlando mi brazo, que quería sacar el sable y rebanar el pescuezo a ese insolente y, ante la mirada estupefacta de la pareja, me excusé con nula convicción y me marché de allí con paso casi marcial, más para mantener el equilibrio que por mostrar dignidad.

El día acabó en mi cabina, con una botella de vino a mi lado y con la orden de que nadie me molestase, observando a través del ventanal el bosque de mástiles del puerto de Halifax, un espectáculo bello tras un día gris y nublado en mi interior.

A la mañana siguiente, y con un dolor de cabeza terrible, acompañado de mi habitual mal genio matutino, se presentó a bordo un guardiamarina con un sobre lacrado con mis nuevas órdenes, que no son otras que navegar hacia el sur en busca, nada menos, que de la temible USS Constitution, ya que hay rumores de que zarpará en breve de Boston, y el Almirantazago quiere controlar sus movimientos.

Nada menos que un enemigo hecho de acero enfrente, un barco temible, pero no me cabe duda de que un final a bordo de mi fragata y abatido por un adversario tan formidable es mucho mejor que caer fulminado ante los dictados del corazón.