miércoles

Fragata mensajera


En Nápoles, el 16 de abril de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Lo único bueno de un bloqueo es el poder disfrutar con la visión de magníficos navíos, orgullo de nuestra británica armada.
De nuevo la HMS Circe forma parte de la escuadra de lord Collingwood, a la espera de que me den permiso para poner proa a Gibraltar para que el señor James Oliver comience con sus indagaciones en territorio español.
Llevamos tres días a la estela de esta pequeña gran escuadra que tiene al 98 cañones Ocean como buque insignia, en compañía del Canopus y Malta, ambos de 80, y Repulse y Montagu, de 74, que completan entre contingente apoyados por un par de fragatas y dos corbetas.

No he tenido la oportunidad de ser recibido por el propio Collingwood, por lo que he tenido que ser atendido por el capitán de bandera Richard Thomas, que en el alcázar del Ocean me explicó, con discreción y lo más alejado posible de oídos curiosos, que nuestro vicealmirante no pasa por su mejor momento, ya que sus dolores de estómago son ya insoportables, y que no es raro oírlo gritar de desesperación por las noches, las cuales las pasa en su mayor parte en el jardín, evacuando.

De hecho, su secretario se encuentra en este mismo momento redactando una carta en donde Thomas me ha dado a entender que Collingwood solicita el traslado, ya que no soporta permanecer un día más en estas aguas, a la caza del escurridizo Ganteaume, que en su persecución en las cercanías de la península itálica siempre ha logrado escabullirse sin conseguir ver siquiera sus juanetes.

Tengo al teniente Evans en cubierta con la orden de no apartar la vista de la jarcia del Ocean, ya que antes de que toquen la driza de señales desde el alcázar del buque insignia, donde me manden subir a bordo para recoger dicha carta (ya que será mi fragata la que porte el mensaje hasta la Roca), quiero que comiencen las maniobras para zarpar cuanto antes.

El señor Oliver está de los nervios, y dice una y otra vez que no puede perder más tiempo en estas aguas cuando buena parte del futuro de la guerra contra Napoleón se está decidiendo en España.
En alguna que otra ocasión ha llegado incluso a levantarme la voz más de la cuenta, y ayer se presentó en mi cabina, seguido por el infante de marina que vigila la puerta con la cara más roja que su casaca, exigiendo explicaciones.
No soy persona especialmente paciente y templada, por lo que mis gritos se pudieron oír en Porstmouth, y lo eché de mi cabina agarrándolo por la chaqueta y arrojándolo al suelo sin misericordia, avisándole de que la próxima vez que intentara algo semejante sería colgado de una verga tras consejo de guerra.

Esta mañana le he estado dando vueltas a mi cabeza, y he reflexionado sobre la necesidad de que debería de controlar mis impulsos, sobre todo con un hombre de la importancia de Oliver, con tanta influencia en el Almirantazgo y que bien podría contribuir a que me destinaran a comandar un buque guardacostas en Cornualles, a la búsqueda de contrabandistas.
He pensado incluso que debería de pedirle disculpas, ya que bien temprano me topé con él mientras realizaba mi paseo habitual en el alcázar y me ha saludado con una fría inclinación de cabeza.

En nuestro viaje a Gibraltar tendré tiempo para encontrar el momento oportuno para hablar con él, y ahora dejaré de escribir, ya que el señor Evans ha enviado a un guardiamarina para rogarme que suba a cubierta cuanto antes.

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