lunes

Carroñeros


En Portsmouth, el 12 de mayo de 1808. A bordo de la HMS Circe.

He tomado un descanso para escribir algunas líneas en este diario, y también aprovecho para refrescarme con un zumo de naranjas que me ha servido Vincenzo, el cual es un auténtico néctar de dioses tras haber pasado gran parte de la mañana en la cubierta principal, revisando las tareas de aprovisionamiento en vista de un nuevo viaje a la península ibérica.

En nuestra vuelta a Inglaterra, con el señor Ricardo de Castro a bordo, no tuvimos problema alguno al recoger al señor Oliver a la altura de El Ferrol (ambos se dieron un abrazo a la manera española, palmeándose las espaldas).
Pocas veces lo he visto tan contento y satisfecho, y en la cabina, esa misma noche y pese a tener aspecto de cansancio, me relató los hechos ocurridos en las últimas semanas en el revuelto panorama español.

En la capital, Madrid, el pueblo se levantó en armas contra las tropas francesas después de muchos días de tensión.
Según parece, el intento por parte de Boney de llevarse a Francia la familia real fue considerado como un secuestro, y armados con navajas, palos y todo lo que encontraron, los madrileños se dedicaron a matar a cualquier soldado francés con el que se topaban, causando una gran carnicería entre los invasores.
El ejército español no intervino en la revuelta, aunque algunos oficiales desoyeron las órdenes de sus superiores para ponerse del lado del pueblo. Resistieron en un parque de artillería el ataque de las columnas francesas con gallardía, hasta que fueron masacrados después de hacer mucho daño a los ranas.
Al día siguiente Murat se tomó la justicia por su mano y fusiló a muchos de los españoles, lo cual habrá enfurecido seguramente al pueblo, lo que juega en nuestro favor, ya que todo parece indicar que nuestros países firmarán la paz para crear un frente sólido en la lucha contra Bonaparte.

Mientras Oliver me hablaba de todo esto, acabando con botellas tan rápido como las palabras surgían de su boca, observé por el rabillo del ojo al señor de Castro, que no parecía entender mucho de lo que decía su amigo inglés, aunque sabía perfectamente a qué se refería, ya que prácticamente no tomó nada y su expresión era grave, silenciosa y alerta, en gran contraste con la hilaridad de Oliver.
Y lo comprendo.
No es lo mismo verse beneficiado de esta situación de cara a los intereses particulares que sufrir las consecuencias, viendo morir a tus paisanos por cientos, mientras que el extranjero, o sea, nosotros, se limita a observar la contienda, como buitres al acecho para hacerse con el trozo de carne más jugoso posible.

Después de que se llevaran a Oliver a su coy, cantando entre carcajadas, Ricardo y yo nos quedamos sentados en la mesa, en silencio, oyendo de fondo las suaves olas que chocaban contra el caso.
Dado que nuestra conversación es muy limitada, dado que él no habla casi nada de inglés y yo aún menos español, nos limitamos a brindar en silencio, con una sonrisa, y a disfrutar de la tranquilidad de la noche, sólo interrumpida por el dulce tañido de la campana.

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