miércoles

Un año más

En Gibraltar, el 4 de junio de 1810. A bordo de la HMS Circe.

Ya me encuentro bastante mejor. Durante la mañana he estado en cubierta, trabajando duro, ya que en cuanto terminemos con las labores de aprovisionamiento pondremos proa a Tolón, para reunirnos con la escuadra del almirante Charles Cotton (que sustituyó al fallecido, y que Dios tenga en su gloria, Lord Collingwood) y continuar así con las labores de bloqueo a la flota del escurridizo Ganteaume.

Ayer estaba en cubierta, disfrutando del silencio de la noche. Como ya estamos en fechas de calor, sobre todo en estas aguas mediterráneas, para evitar el sofoco en mi cabina decidí acomodarme en el alcázar bajo las atenciones de Vincenzo y disfrutar de la lectura a la luz de las estrellas (y un pequeño farol, del todo necesario).
¡Qué delicia! Con un café al alcance de la mano y una tripulación respetuosa y que dormía (en su mayor parte al menos), me metí de lleno en Las Aventuras de Robinson Crusoe, marinero de York, de Daniel Dafoe. Una novela curiosa y divertida.
Comentaba cada ciertas páginas con Vincenzo qué le parecía la forma en la que Crusoe se desenvolvía en la isla y sobre nuestras posibilidades de encontrarnos en una situación similar, cuando oí una voz en la oscuridad.

A grandes zancadas me acerqué hasta el combés, por babor, en donde un infante de marina, más relajado de lo que debía dadas las circunstancias (era noche cerrada), oteaba el manto negro de la noche más con curiosidad que con recelo.
Nada más verme se cuadró bruscamente, y a mí pregunta y tras una breve, muy breve vacilación, me informó de que el teniente Byron se disponía a subir a bordo.

Yo mismo le tendí la mano para ayudarle a subir, y alzó la ceja de modo imperceptible para mostrar su sorpresa, ya que no esperaba, a buen seguro, encontrarme ahí a tales horas.
El que sí se sorprendió fui yo, y mucho, ya que junto a mi primer teniente llegaban un auténtico trozo de abordaje, con los hombres más peligrosos a la hora de asaltar un navío enemigo, marineros sin escrúpulos, que lees la palabra 'motín' en cada ojo pero de plena confianza cuando llueve acero del enemigo.

Lo más extraño de todo, por encima de todas las cosas, es que estaban completamente sobrios, algo de lo más inusual a esas horas de la noche y llegando de tierra.
Sin embargo, algo en mi interior me dijo que era mejor no preguntar, dejar a Jack con la responsabilidad de que lo hubiera pasado e intercambiar una serie de formalidades para volver al alcázar y seguir con la lectura.

Esta me he despertado aún intrigado, aunque pronto se me olvidó cualquier preocupación ya que el bueno de Vincenzo, siempre tan dispuesto a complacerme, me ha servido un desayuno de huevos revueltos y salchichas, mi favorito, observándome con plena satisfacción mientras lo devoraba. Después, tras quitarse su gorro de lana, me ha felicitado por mi cumpleaños y le he estrechado la mano dándole las gracias por seguir a mi lado durante tanto tiempo.
Se ha debido sentir realmente incómodo, ya que desde entonces lleva todo el día gruñendo y protestando, inflexible ante cualquier mota de polvo o mancha en la cubertería de plata.

Por lo demás, no he recibido felicitación de nadie. He estado en cubierta, hasta que me he sentido como un tonto, esperando algún bote que me trajera una misiva de algún amigo o familiar, pero con escaso éxito. Y de nuevo en mi cabina me he limitado a perderme en mis pensamientos y analizando qué punto estamos realmente solos en este mundo.

Ahora he de dejar de escribir. Llaman a la puerta.

martes

'The Piper'

En Gibraltar, el 11 de mayo de 1810. A bordo de la HMS Circe.
He tardado varios días en poder sentarme a escribir. Me duele todo el cuerpo, pero estaba cansado de pasar tanto tiempo tumbado en el coy, sin hacer nada, recibiendo las atenciones de un silencioso Vincenzo, solícito ante cualquier queja o gesto de dolor que percibiera en mí.

He hecho un verdadero esfuerzo por subir a cubierta, ya que aunque tengo los ventanales de la Circe completamente abiertos, me apetecía andar y que me diera en la sol, ya que aquí en Gibraltar el día ha amanecido especialmente hermoso. 
Y ha merecido la pena, sin duda. Me ha levantado el ánimo contemplar los navíos de todo porte aquí y allá, con pequeños botes a su lado que van y vienen desde tierra firme con todo tipo de cargamentos. 

Ahora, sentado en el alcázar en mi escritorio (antes de pedir a Vincenzo que me lo trajeran ya subía por la escala gruñendo mientras varios hombres lo cargaban entre resoplidos), escribo con la suave brisa de poniente acariciándome la cara, con un silencio inusual a bordo, como si toda la dotación se hubiera puesto de acuerdo para no molestar a su dolorido capitán.
Explicaré qué sucedió para encontrarme en esta situación.

Tras llegar desde la Isla de Santa Maura y dejar los prisioneros que transportábamos en manos de la Comandancia de Gibraltar, di orden al teniente Byron de que estableciera el turno de permisos para nuestros hombres, merecedores de unos días de asueto tras un largo viaje, combates incluidos.
Incluso yo mismo me permití pisar tierra y pasear, solo, por las calles de la ciudad.
Por la noche me acerqué a una de mis tabernas favoritas, 'The Piper', que siempre visito cuando paso por Gibraltar. Estuve bebiendo durante horas, ofuscado en mis pensamientos y respondiendo mecánicamente a los saludos de algunos oficiales.

Y fue entonces cuando lo vi: sentado en una mesa, rodeado de sus compañeros 'langostas', riendo groseramente y borrachos hasta rozar la inconsciencia (durante un segundo de reflexión me pregunté si mi aspecto sería el mismo), pude ver al capitán que hace más de un año me encontré en Portsmouth del brazo de mi amada Lively.
Ciertamente no sé qué me dolió más, si toparme con ese infame o, más bien, recordar a mi amada. Desde luego envidio con todas mis fuerzas a todos aquellos que son capaces de pasar las páginas del pasado y no volver la vista atrás, continuando con su vida sin tener la necesidad de recordar los mejores momentos de su vida o a las mejores personas, como es mi caso.
Es lo que me ocurre con Lively, que aunque me dejó más que claro que no quería volver a seguir a mi lado, y no veo desde hace un año, sigue aferrada con fuerza a mi corazón, tanto que siento verdadero dolor físico cuando el recuerdo me trae su imagen a la mente.

Estos pensamientos, mezclados con el alcohol, me hicieron perder la cabeza, y sinceramente no sé si me autosugestioné y creí ver miradas divertidas hacia mí del maldito 'langosta', ya que incluso me pareció oír el nombre de Lively acompañado de comentarios intolerables.
Lleno de ira, esperé a que el capitán de infantería saliera a la calle para vaciar su vejiga y continuar así bebiendo por dos, y cuando por fin lo hizo le seguí.

El frío de la noche contrastaba con el baboso calor del interior, y ahí estaba el maldito sodomita, apoyado en la pared mientras hacía sus cosas con total tranquilidad, riendo aún entre dientes al son del ruido de su orín.
Ni me lo pensé.
De una patada le estrellé la cara contra la pared, y mientras se tambaleaba, indeciso por devolver aquello a sus calzones o echar mano del sable, le di un puñetazo con todas mis fuerzas que le destrozó la boca, clavándome sus dientes partidos en mi mano.

Habría continuado si no fuera porque me arrojaron al suelo.
Cuando me disponía a levantarme, mis atacantes comenzaron a golpearme salvajemente sin que yo no pudiera hacer más que insultarles mientras buscaba la forma de levantarme y contraatacar.
Pero no pude. Eran demasiados, fuertes y borrachos, por lo que llegó un momento en que perdí la consciencia tras hacerse de noche en mi cabeza.

Cuando abrí los ojos ya el alba empezaba a pedir sitio. Sólo sé que no podía moverme. Tanto era el dolor que sentía por todo mi cuerpo que lo único que me apetecía era quedarme ahí, tirado en ese sucio callejón, que apestaba a vómito, orín y mierda.
Frente a mí, con gesto de preocupación y, a la vez, de desaprobación, estaba el teniente Byron, acompañado de varios hombres.
"Por fin le encontramos señor", me dijo, y sin esperar respuesta me quitaron la chaqueta y los zapatos, colocándome un sombrero de marinero y unas zapatillas mientras me arrastraban hacia la falúa.

Los hombres que nos íbamos encontrando por el camino decían cosas como "menuda borrachera que lleva el gordito" o "con esa panza espero que haya dejado algo de bebida para esta noche", mientras mi esfuerzo por quedarme con sus caras era estéril.
Tras subirme a bordo, Vincenzo se ocupó de mí tras recibir las atenciones del cirujano, que me realizó un examen exhaustivo para decirme que habría que esperar algunos días para comprobar si había heridas internas de consideración.

Como ya he escrito antes, he dormido varios días, y por fin hoy tengo fuerzas para poder subir a cubierta y tomar aire y sol.He intentado hablar con el teniente Byron para darle las gracias y pedirle el informe tras mis días de reclusión en la cabina, pero han dicho que se encuentra en tierra solventando algunos asuntos de vital importancia.

miércoles

Tras la batalla

En alta mar (Mediterráneo), el 30 de abril de 1810. A bordo de la HMS Circe.

Hoy tenemos un día realmente precioso. La fragata navega a una velocidad considerable, 11 nudos, de ceñida, aprovechando el viento fresquito de poniente que vuelve el mar verde, salpicado de espuma.

A muchos cables de distancia, más allá den nuestra estela, podemos ver el bergantín Imogene, que hace torpes intentos por darnos alcance, ante la satisfacción de mis hombres, que se dan palmadas en la espalda e incluso dan saltos de alegría.
Puedo imaginarme en su popa al capitán Stephens con gesto serio mientras mira impotente el castillo de velas de la Circe sin tener forma de alcanzar a mi barco: navegando de bolina no tiene rival por estas aguas.

Desde que tuvimos nuestro enfrentamiento a bordo del Montagu, el capitán Stephens y yo hemos hecho todos los esfuerzos posibles por evitarnos, conscientes de que cualquier palabra de más podría terminar con sables en nuestras manos en algún rincón y con el posterior Consejo de Guerra y, quién sabe, colgados de un penol.
De este modo hemos entablado una auténtica guerra fría, cada uno esforzándose hasta el límite en el combate, sacando lo mejor de su fragata o bergantín o ganándose el respeto y admiración del resto de oficiales de la flota.

Después de que el pasado 16 cayera finalmente la guarnición francesa y tras asegurar por completo la isla y mantenernos en la posición mientras las tropas del general Oswald se asentaban en el fortín, se nos ordenó a la Circe y a la Imogene poner proa a Tolón para informar a la escuadra del Mediterráneo de nuestro éxito y, además, transportar algunos prisioneros a los pontones de Gibraltar.
El 74 Magnificent y la fragata de 40 cañones Belle-Poule se han quedado atrás para recoger al resto de franceses y los heridos ingleses, entre los que sobresale el capitán Eyre, que afortunadamente se recupera de sus heridas.

Todo sería perfecto si no fuera porque cierta desazón me embarga.
Después de liberar la energía necesaria durante una acción de guerra, con el olor a pólvora, el sonido de los cañones y el silbar de las balas que buscan tu cabeza, y el salado sabor de la sangre del enemigo cuando la batalla es más encarnizada, llega el momento de la relajación y el sosiego, un brusco cambio que habitualmente me hace sentir triste e incluso confuso.
Es el momento de pensar, de recordar los momentos, de caer en la cuenta de que la guerra es algo horrible, que mutila cuerpos y familias, algo destructivo que saca lo mejor de cada uno, como el valor y el compañerismo, pero a su vez lo peor: su instinto más salvaje y primario al intentar acabar con la vida de una persona.

No me siento orgulloso por todos los hombres (algunos prácticamente niños) que he atravesado con mis sable o pistola, que habrán dejado mujeres, hijos, amigos, hermanos..., pendientes de una vela en el horizonte que anuncie la llegada del ser querido en una eterna espera que se resuelve finalmente con una carta y un pésame mecánico, sin sentimientos.
Pensamientos demasiado amargos, me temo.
Volveré a cubierta para tomar aire fresco y dejarme contagiar por la alegría de mis hombres.

Cerca de la rendición


Frente a la isla de Santa Maura (Mar Jónico), el 14 de abril de 1810. A bordo de la HMS Circe.

Continúa el acoso y derribo a una guarnición que se debilita.
Lo sabemos porque nos devuelven el fuego con menos entusiasmo, no sé si por falta de pólvora o fe. Desde luego los franceses nos han demostrado que saben mantenerse firmes ante la desesperación de lo inevitable, pero son ya muchos días y es comprensible que vean inútil una resistencia que se va apagando como el fuego de una vela.

En la Circe, al igual que en el resto de navíos de la pequeña escuadra, se ha tratado de mantener muy viva la intensidad del ritmo entre andanadas, y aunque son muchas, demasiadas, las balas que no han dado en el blanco y que ni siquiera se han acercado al objetivo, tanto el general Oswald como el capitán Moubray han insistido en no cejar en nuestro empeño, insistiendo en el factor psicológico que supone para los sitiados el ser constantemente bombardeados.

Y he de reconocer que tienen razón, ya que hace dos noches, de las pocas en que los cañones estaban mudos y dimos una pequeña tregua a los ranas, me despertaron gritos de alarma cuando me informaron de que un par de lanchas se acercaban al costado de la fragata.
Cuando ya me encontraba en cubierta, con sable y pistola bien agarrados y la de 'medidas desesperadas' metida en los calzones, el guardiamarina Bullet, que estaba encaramado como un mono en el bauprés, me advirtió que enarbolaban bandera blanca.
Tras acercarme a proa para comprobarlo por mí mismo, observé que, en efecto, los franceses se acercaban con una camisa sucia atada a un palo, desarmados y con las manos en alto.

Su aspecto era en verdad lamentable. Los que no eran prácticamente niños sin apenas sombra en el bigote habían visto ya muchas primaveras, demasiado viejos para mantener firme un mosquete y con aspecto de estar desnutridos.
El teniente Byron demostró que sus conocimientos de francés no se limitan a una larga y elaborada lista de insultos, por lo que hizo las veces de intérprete para comunicarme que en la guarnición son pocos los que están dispuestos a seguir con la tenaz resistencia, ya que la mitad de los hombres quieren desertar y la otra no tiene la fuerza y moral suficientes para soportar el hostigamiento.

Y es que, según contaba el que parecía estar al mando del pequeño grupo de insurrectos, un hombre de ojos tristes y manos temblorosas, antes de nuestra llegada apenas había provisiones. Además, ya habían acabado con todas las aves y roedores de la isla. Eso sin contar con que la provisión de pólvora es tan escasa que tienen contados los disparos que pueden hacer por día. 
"Me parece que sólo les sobran los piojos, señor", me dijo mi primer oficial con una mueca divertida. Es único en sacar a relucir su retorcido humor en este tipo de situaciones.

Esta mañana, el propio Jack me ha solicitado permiso para "ayudar a los franceses a decidirse que es mejor rendirse", y junto a un grupo de mis mejores hombres y artilleros ha tomado          uno de los cañones de 12 libras, ya que ha encontrado una colina donde situarlo y atacar al fortín desde una posición elevada.
Tras enseñarme el lugar y mostrarme un pequeño plano elaborado a toda prisa, le he dicho que el esfuerzo iba a ser demasiado grande, y que dudaba que fueran capaces de llegar a la posición antes de que el enemigo decidiese arriar la bandera.
No me cabe la menor duda de que la mayor motivación y motor para conseguir lo que se proponga es llevarme la contraria, y mientras tomaba café en el alcázar los vítores de la gente de a bordo llegaban hasta la misma orilla al ver a Byron y los suyos disparando contra el fuerte antes de que cayera la tarde.

He ordenado que les envíen doble ración de grog y a Jack una de mis botellas de Jerez, al que es gran aficionado. Es de lo poco que admira de España, además de sus mujeres.

lunes

Sobre perros


Frente a la isla de Santa Maura (Mar Jónico), el 6 de abril de 1810. A bordo de la HMS Circe.

Estoy tomando un café en mi cabina tras haber pasado buena parte de la mañana en cubierta, atento a las maniobras en un día que ha amanecido con mucha lluvia y un viento que, sin entrañar un peligro, digamos, exorbitante, al menos sí hacía recomendable dejar la costa (a sotavento) a considerable distancia.

En estos momentos el balanceo de la Circe es pronunciado, y mientras escribo Vicenzo hace guardia a mi lado, taza en mano, mientras sostiene un farol para darme algo de luz, ya que el cielo está tan cubierto que parece que haya caído la noche prematuramente. 
Es admirable comprobar su equilibrio y habilidad a la hora de situar las piernas de tal forma que se mantiene tan erguido como si se encontrara paseando por los prados adyacentes a Greenwich.

En cuanto a la situación de la isla, varios han sido los intentos por tomar la posición francesa sin que se hayan alcanzando logros significativos, aunque nuestra presencia se ha reforzado con la llegada del 74 cañones Montagu, del capitán Richard Hussey Moubray, que ha tomado el mando de la operación tras la fea herida que sufrió en la cabeza el capitán Eyre en nuestro primer desembarco.
Nada más llegar, arrió sus dos cúter y reforzó a los hombres en la playa con otros 100 del Magnificent, sumando más de 300 efectivos, los que, unidos a la expedición del general Oswald, convierten nuestra presencia en la isla en una fuerza de combate considerable, lo que a buen seguro dará sus frutos en los próximos días. 

Sin embargo, parece ser que la estrategia elegida será la de un bombardeo constante gracias al enorme número de cañones que apuntan directamente a la isla. 
Precisamente hace dos días nos reunimos a bordo del Montagu para informar de la cantidad de pólvora de la que disponemos a bordo para un cálculo de la intensidad y duración del que podrá disfrutar nuestro acoso, quedando satisfecho tanto Hussey como Oswald, ya que está garantizada más de una semana de bombardeo.

Tras una cordial reunión, y el brindis correspondiente, sucedió un pequeño incidente en cubierta cuando los oficiales hablábamos, de manera informal, sobre nuestro primer asalto. 
Desde que el capitán Stephens, del bergantín Imogene, fue herido en el pie en nuestra incursión, se compara él solito al mismo Nelson, y cojea con aires de grandeza, si en verdad puede conseguirse algo así, sin cejar en su empeño de recordar una y otra vez que la retirada se produjo no por orden suya, ya que de ser por él su ofensiva habría llegado hasta la misma cima.
Con una ceja perpetuamente levantada y la boca en un sonriente gesto que no mutaba su auto proclamada superioridad, se atrevió incluso a sugerir una alternativa a nuestro próximo ataque, con un brazo señalando la isla y el otro apoyado en la cintura de forma teatral, como si quisiera posar para un cuadro de Bleechey. 

La mayoría de los oficiales no dijo nada, aunque otros llegaron a sonreír ociosos, lo que fue demasiado para el teniente Byron, incapaz de mantener la boca cerrada, incluso aunque tenga delante al mismísimo Rey Jorge.
Aprovechando un instante de silencio en el que observábamos pensativos la isla mientras nuestras respectivas falúas se acercaban al costado del Montagu para devolvernos a nuestros navíos, Jack le preguntó al capitán Stephens si su estrategia abarcaba la posibilidad de huir a las primeras de cambio si una bala rozaba su pie sano, ya que no le gustaría volver a interrumpir un verdadero (lo de verdadero casi lo deletreó) ataque.
El rostro del capitán del Imogene se puso blanco como sus calzones, pulcramente cepillados, y perdió los estribos diciéndole a Jack que era un perro si en verdad pensaba de tal forma.
Antes de que mi primer oficial le retara a verse a la sombra de cualquier bodega y acuchillarlo con su sable, me enfrenté personalmente al capitán Stephen, recordándole que mi teniente, como perro, seguiría siendo mejor comandante para gobernar la Imogene que él.

Tras un momento de sorpresa generalizada, el capitán Brisbane, de la fragata Belle-Poule, trató de poner algo de orden, rogando que volviéramos cada uno a nuestros buques, lo cual hicimos sumidos en un hosco mutismo.
Ya en la Circe, y en mi cabina, hablé seriamente (o más bien le grité) con Byron, al que le recordé que no puede ir por ahí insultando a otros oficiales, amenazándole con que a la próxima situación similar no pondré reparos en arrancarle la charretera de su hombro a mordiscos si hiciera falta, y que su única función sería la de ordenar mis medias y calzones cada mañana.

Como si el tiempo se pusiera de acuerdo con nuestro estado de ánimo, poco después se desató la galerna que nos obligó a alejarnos de la costa, como antes he escrito, y aquí me encuentro desahogando mi enfado en las hojas de este diario, con un comandante de un bergantín que me querrá ver muerto o desangrado en la próxima ocasión (espero que no sea durante nuestro ataque a la isla) y un teniente irritado y que no se corta a la hora de mirarme con reprobación.  

Fallido primer intento


Frente a la isla Santa Maura (Mar Jónico), el 22 de marzo de 1810. A bordo de la HMS Circe.

La primera incursión ha sido un desastre.

La noche anterior al ataque, los comandantes de la pequeña flota nos reunimos en la cabina del Magnificient para atender al plan ideado por el capitán Eyre y el general Oswald. El ambiente era especialmente optimista y todos daban por hecho que sería un desembarco fácil, "como pescar ranas en una charca", según el capitán Stephens, del Imogene, ingenioso comentario muy celebrado y que se hizo merecedor de muchos brindis.

Al amanecer, el propio Imogene fue el encargado de cubrir el desembarco, en el que participaron infantes del Magnificient, la Belle-Poule y la Circe, mientras que la fragata Leonidas, del capitán John Griffiths, y que se ha incorporado en el último momento, hostigaba a los franceses en el norte de la isla en una maniobra de distracción.
Los propios capitanes Eyre, Brisbane, Stephens y yo mismo nos situamos al frente de nuestros hombres, y con el sol que ya empezaba a clarear nos internamos en una preciosa bahía que se iba llenando de luz, convirtiéndonos por otra parte en un blanco perfecto para las baterías enemigas.

Mientras todos los hombres bogaban con brío para tener el honor de ser la primera tripulación en pisar la orilla, los estampidos de los cañonazos contuvieron el ánimo, y cuando una de las lanchas del Magnificient saltó por los aires entre trozos de madera y gritos de angustia, los brazos temblaron y el ritmo se redujo considerablemente.
El olor a orín contrastaba con los rostros alegres que puede ver a primera hora de la mañana.

El propio capitán Eyre, a buen seguro motivado y muy enfadado después de ver cómo buena parte de sus mejores tripulantes se ahogaban ante su impotencia, fue el primero en llegar a tierra, recibido por fuego de mosquetes y fusiles mientras sus casacas rojas cogían posiciones para no ser literalmente masacrados.
El resto de embarcaciones fueron llegando a su destino hasta que llegó nuestro turno.
El teniente Byron fue el primero que se arrojó con los remos tocando aún el agua, con un sable en una mano y la pistola en la otra mientras vociferaba insultos en francés.

Mi intervención no fue ni mucho menos heroica, ya que una bala de cañón dio muy cerca de donde me encontraba. Me entró arena en los ojos y me trastabillé, buscando a ciegas y a gatas mi sable y la pistola, ofreciendo a buen seguro un espectáculo bochornoso mientras el sonido de los disparos lo inundaba todo.
Alguien me agarró de la chaqueta y me puso a cubierto, y cuando por fin logré ver algo a través de las lágrimas, me encontraba solo detrás de un bote volcado, con mis hombres que seguían a Byron entre vítores para animarse y amedrentar al enemigo.

Para cuando me recompuse y comencé a correr, me topé, de regreso a la orilla, al propio capitán Eyre, llevando en volandas por sus hombres y con el rostro cubierto de sangre y totalmente inconsciente, seguido por el capitán Stephens, al que ayudaba un infante al haber recibido un disparo en el pie, que sangraba mucho.
Ordené con toda la fuerza de mis pulmones a Byron que detuviera el ataque, ya que todos los hombres se retiraban, y para mi sorpresa me oyó (los franceses, animados, habían intensificado sus disparos), regresando con cara de pocos amigos. Volvimos por tanto todos a nuestros barcos como un perro con el rabo entre las patas, derrotados y humillados.

Al menos puedo decir que ninguno de mis hombres ha sido herido, desde el punto de vista físico, ya que Jack estaba muy ofendido por haberse visto obligado a detener su carga. Le tuve que llamar la atención tras por decir que el capitán Eyre se portó como un "paje en su primer combate", y le recordé que era una falta de respeto cuando nuestro comandante se encuentra en estos momentos atendido por el cirujano y con riesgo de perder su vida.

Mañana volveremos a reunirnos a bordo del Magnificient para replantear nuestra estrategia, y para el próximo desembarco espero tener la oportunidad al menos de disparar mi pistola o teñir mi sable de rojo tras mi bochornosa actuación.

martes

Misión a la vista

Frente a Tolón, el 16 de marzo de 1810. A bordo de la HMS Circe.

¡Por fin algo de acción! No hay mejor forma de acabar con el desánimo que a cañonazos.

Tal como nos temíamos, nuestro vicealmirante Lord Collingwood no superó la crisis y ya está en Fiddler's Green junto a su compañero y héroe Lord Nelson, logrando en la muerte lo que no pudieron hacer en vida: analizar cada detalle de la batalla que los encumbró a ambos a la gloria frente a las costas de Cádiz.

Pero la guerra no entiende de lutos, al menos no por mucho tiempo, y aún rumiando nuestra pena fui llamado a bordo del HMS Canopus, al mando del contraalmirante Martin, sustituto provisional de Collingwood.
En la cabina de este 80 cañones nos reunimos varios oficiales para definir los detalles de la que será nuestra próxima misión: un desembarco en Santa Maura (también conocida por Leucada), una de las Islas Jónicas del Adriático para acabar con la guarnición francesa que la ocupa.

La flota, además de la Circe, estará formada y comandada por el 74 Magnificent, del capitán George Eyre, además de la fragata Belle-Poule, de 38, del capitán James Brisbane y el bergantín Imogene, de 16 y comandado por el capitán William Stephens.
Desde la isla de Zante, también en el mismo archipiélago, zarpará una flota formada por cinco transportes al mando del general de brigada Oswald, un despliegue considerable para un trozo de tierra con más valor moral que estratégico, sin duda.

De vuelta a mi fragata, y a pesar de que hoy la mar está picada y que mi timonel no estuvo especialmente acertado para atinar con su bichero, salté como un gato y ascendí por la escala con una agilidad que me asombró incluso a mí. Fui recibido por caras sonrientes que ya intuían algo, y cuando le informé a los oficiales de nuestra misión, antes de que el último cerrara la puerta al salir toda la dotación conocía ya la noticia.

Un bloqueo, como ya he dicho miles de veces, es algo absolutamente tedioso, y hasta el más bobo de a bordo podría distinguir cada detalle de la costa francesa en las inmediaciones de Tolón con los ojos cerrados, por lo que un cambio de aires, en este caso de aguas (¡hoy estoy de lo más ingenioso!), es ideal para liberar cualquier tensión que pudiera existir en la fragata.
El hecho de que la oportunidad de conseguir cualquier botín en nuestra incursión sean mínimas parece no importarle a nadie. Incluso el temor a la muerte no se tiene en cuenta.
Veamos qué ocurre cuando las primera balas vuelen por encima de nuestras cabezas.

jueves

Muerte de un héroe

A bordo de la HMS Circe, el 6 de marzo de 1810. En Puerto Mahón (España).

El teniente Byron y yo hemos estado toda la mañana observando el Ville de Paris, orgullo de nuestra armada con sus 110 cañones. Sin embargo, hoy parece cualquier cosa menos flamante.

A bordo, agonizante, a una pulgadas de pisar por fin los verdes campos de Fiddler's Green, se encuentra nuestro vicealmirante Lord Collingwood, héroe de Trafalgar.
La enfermedad que le ha estado presentado batalla durante los últimos años está muy cerca de llegar al alcázar y conseguir una bandera que se ha mantenido en su sitio tozudamente pese a los dolores y la adversidad.
Un cáncer de estómago ha ido consumiendo a un hombre de aspecto imponente, que con una mirada hacía que a sus enemigos la sangre se les convirtiera en agua, tal como me contó ayer en una sombría charla con otros oficiales de la flota el capitán Pressfield.

En nuestro último encuentro, hace más de dos años, nuestro almirante no fue quizás especialmente agradable, pero no se lo reprocho, ya que un comandante de su carácter y responsabilidad, con tantos oficiales de alto rango bajo su mando, no tiene por qué prestar atención a un mísero capitán a bordo de un navío de sexta clase como es un servidor.

Cada vez que hay algún tipo de movimiento en la cubierta del Ville toda las embarcaciones aquí fondeadas se ponen alerta como un perro al más mínimo ruido, y de hecho tengo al señor Bullet en la cruceta con mi mejor catalejo observando detenidamente al navío por si se preparan para disparar una salva, izar alguna enseña con crespón negro, o cualquier forma de comunicar que Inglaterra ha perdido a uno de sus mejores marinos.

Esta mañana, durante el desayuno, al que invité a Byron, debatimos de forma intensa y, en algún momento, elevando la voz más de la cuenta (algo habitual), sobre la importancia real que tuvo Collingwood durante el combate en la Bahía de Trafalgar, en donde Jack defendió a Lord Nelson como si de un nuevo Poseidón reencarnado se tratase mientras que yo alabé la valentía de nuestro almirante en aquella gran batalla.
Y es que no ha de ser nada fácil combatir codo con codo con el que era por entonces una auténtica leyenda tras sus éxitos en las batallas de San Vicente y Aboukir.
Pese a estar todo el Reino pendiente de Nelson, Collingwood supo combatir con valentía, a bordo del Royal Sovereing, y de hecho fue el primero que rompió la línea para enfrentarse, en uno de los combates más emblemáticos de la jornada, al Santa Ana.

No ha debido de ser fácil pasar estos años a la sombra de Nelson, al que se le relaciona directamente con Trafalgar, mientras Collingwood se ha ido consumiendo poco a poco en labores de bloqueo fundamentalmente sobre Tolón y el escurridizo Gaunteaume, que apenas ha permitido que le veamos las gavias de algunos de sus navíos.
Esto, unido a su enfermedad, le han convertido en un hombre de carácter irascible, y de hecho cada vez que veíamos izarse una bandera en la driza del insignia temblábamos ante un posible encuentro, siempre desagradable, en su cabina.

Es curioso, en el caso de que nuestro almirante no pase esta prueba (me he asegurado de dar tres vueltas e incluso he subido a cubierta para rozar un estay, ante la mirada extrañada del oficial de guardia), los dos héroes de la Batalla de Trafalgar, al menos los más célebres (y por nuestro bando), no sobrevivirán a la misma: Nelson, por las heridas sufridas, y Collingwood por el sufrimiento, quizás, de no haber acabado de forma más heroica su vida, en combate, y no en un coy, con temblores enfermizos y ante la mirada impotente de su médico.

Esta noche la pasaré en cubierta observando el Ville de Paris, esperando la confirmación a nuestros temores, ofreciendo mi particular homenaje a un gran hombre al que admiro por su entereza y, sobre todo, paciencia ante lo inevitable.

martes

Preparativos

A bordo de la HMS Circe, el 18 de noviembre de 1809. En la rada de Spithead (Portsmouth)

Llevo varios días trabajando sin parar y estoy derrotado.

Poner la fragata a punto no está siendo ningún juego de niños, ya que estaba realmente descuidada tras muchos meses sin apenas actividad.
Desde que la abandoné para tomar, algún tiempo después, el mando de la Proserpine, ha estado en la rada de Spithead acumulando carcoma, con una pequeña dotación meramente testimonial y sin que el Almirantazgo le encontrara una utilidad hasta que me ha vuelto a nombrar su comandante.

Tras leer mi nombramiento a bordo, tuve que hacer un verdadero esfuerzo para no lanzarme al agua y nadar hacia el embarcadero, ya que lo que vi en cubierta no me gustó nada: mirando con gesto de terror, la mitad de los marineros parecían recién sacados de un hospicio para huérfanos mientras que, la otra mitad, auténticos inútiles, estaban borrachos y se dejaban dominar a duras penas por el contramaestre y sus ayudantes, que a mi juicio habían bebido mucho más.
Me hicieron falta muchos azotes, muchísimos, y no limpié la cubierta durante dos días para que la sangre seca sirviera de advertencia y así hacerme respetar. Por ahora parece que funciona, ya que mis hombres trabajan en silencio e incluso hemos tenido tiempo para lavar el 'gato de nueve colas'.

En cuanto a mis oficiales, ayer recibí una carta nada más y nada menos que del teniente Byron, en la que me felicitaba por mi liberación y se ponía a mi entera disposición, ya que se encuentra en tierra, en su casa de Devon, sin destino designado.
Aunque tiene una forma de ser y unas contestaciones que algunos considerarían suficientes para catalogarlas como motín, no cabe duda de que que es un gran marino, lo que unido a que 'más vale lo malo conocido, que lo bueno por conocer' le he contestado instándole a que se presente a bordo cuando sea posible.

Del resto poco puedo decir, ya que aún apenas los conozco, aunque sí me alegra dejar constancia de que vuelvo a contar a mi lado con mi fiel Vincenzo, hombre 'multiusos' (es capaz de servirme al desayuno, limpiarme las medias o acertar desde la cofa a un oficial en el alcázar enemigo con la misma eficacia) y que durante estos meses ha permanecido en 
su granja del Yorkshire, con su esposa y larga descendencia de retoños, a la espera de su vuelta a la mar.
Curiosamente, y sin que no le hubiera puesto al tanto de mi nuevo nombramiento, el día que volvía a la Circe estaba esperándome junto a la falúa, con su saco y cara de pocos amigos habitual, aunque sonrió amablemente cuando me vio, estrechándome con amistad la mano.

Lo más duro está siendo sin duda la batalla diaria para que la Circe no sea la vergüenza de la flota del Mediterráneo, y cuando al jefe carpintero y al contramaestre, acompañado de los marineros más fuertes, hemos estado buena parte de la mañana reunidos con el máximo responsable del astillero, que aunque al principio puso muchas pegas para entregarnos una buena cantidad de velas y vergas, al enterarse de mi nombre quiso saber todo sobre mi aventura en Marsella, por lo que puedo decir que nuestra visita fue óptima.

El aprovisionamiento, con la subida a bordo de enormes cantidades de agua, carne salada, ron, algo de vino, galletas, además de los pertrechos necesarios, la carga de pólvora (de la buena) y balas, todo unido a la puesta a punto del libro del rol, está chupándome la vida poco a poco, por lo que necesito, con urgencia, alguien que me ayude con todo el papeleo, por lo que voy a intentar localizar al señor Davies, que ha cumplido con estas funciones en mis anteriores viajes. Espero que esté disponible.

Ahora subiré a cubierta para proseguir con el trabajo, y además tengo que volver al astillero pues necesito aceite para untar los cañones, que no han sido disparados desde hace mucho, y no quiero que ocurra una desgracia en las primeras prácticas de tiro, las cuales pondré en marcha en cuanto me sea posible.

lunes

Oso de feria


En Portsmouth, el 11 de noviembre de 1809. En el Crown.

Hoy el Crown está más concurrido que nunca. Fuera llueve torrencialmente y veo, de pie, a oficiales chorreando pero felices de estar resguardados mientras se calientan los intestinos a base de vino avinagrado.
No hay sillas libres. De hecho no son pocos los que se sientan en las mismas mesas mientras charlan alegremente. De fondo alguien toca un violín y se oye canturrear por lo bajo alguna tonadilla marinera.

He aprovechado este momento para volver a estas páginas que tenía completamente olvidadas. En la última hablaba de un consejo de guerra que, afortunadamente, no tuvo mayores consecuencias, aunque mi habitual pesimismo ya me situaba colgado de un penol, a la vista del Támesis.
Pero no, no hubo nada de eso. Ni mucho menos.

Para mi sorpresa, casi desde que me presenté en el HMS Canopus (en Portsmouth), el contralmirante George Martin, que presidía el tribunal, se mostró muy amable, y no vi malicia alguna en sus preguntas. Me fui relajando por momentos, y apenas insistió en la pérdida de la Proserpine, ya tanto él como sus colegas (los capitanes Edward Griffith, Benjamin Hallowell y John Harvey) estaban mucho más interesados en mi huida de Marsella.
Quedaron impresionados por mi narración (que algún día escribiré en este diario), y me despidieron estrechándome todos y cada uno de ellos la mano, por lo que la espera de su deliberación fue de lo más curiosa, sobre todo porque me acompañaba el capitán de bandera Charles Inglis, que estaba encantado con poder hablar personalmente con el protagonista de numerosas conversaciones en la cabina.

Por lo visto, durante todo este tiempo en el que he estado poco menos que enclaustrado en mi casa, rumiando mis penas sin tener ningún contacto con el exterior, me he convertido en una celebridad, algo que considero triste, ya que siempre soñé con alcanzar la fama desde el alcázar de un navío de primera clase, y no saliendo de Marsella por 'la puerta de atrás' en un carro repleto de cerdos.

Por supuesto el Almirantazgo, a través del contralmirante Martin, me liberó de toda responsabilidad de la pérdida de la Proserpine, y tras cenar en la cabina del Canopus en compañía de otros oficiales, en donde el ir y venir constante de botellas me llevó a describir a los cerdos como animales grandes como vacas, me retiré al alba, dando tumbos y en busca de un lugar discreto en donde dormir hasta estar en condiciones para ofrecer una imagen más o menos digna.

Días después, recibí una carta en donde me ordenaban presentarme de inmediato a bordo de la HMS Circe, y mi primera misión será llevar unos despachos "de vital importancia" a la escuadra que bloquea Tolón, por lo que volveré al escenario de la captura de la Proserpine, lo que me aterra.
Por otro lado, tengo la impresión de que este viaje no tiene otro motivo que el de subir la moral de la escuadra en el Mediterráneo, que podrá conocer al hombre que escapó ante las mismas narices de los franceses.
Me siento como un oso de feria.

Pero, por otro lado, cualquier excusa es buena para volver a embarcar, y cuando deje de llover y me beba mi vaso de vino, buscaré la chalupa que me lleve hasta la Circe, en donde podré comprobar el estado de la fragata, a la que tanto cariño le tengo pese a estar algo anticuada con sus 28 cañones, y conocer así a mis oficiales.

¡El capitán Daniels vuelve a la mar!

viernes

Consejo de guerra

En Wood Fields, el 10 de septiembre de 1809. Portsmouth (Hampshire).

Hace dos días recibí la carta que tanto temía.
Tengo que viajar el lunes hasta Londres, donde me someterán a un Consejo de Guerra por la pérdida de la HMS Proserpine.
Tengo motivos para preocuparme.

Me enfrentaré a mis interrogadores, que me preguntarán por cada detalle, por mínimo que sea, sobre lo que ocurrió frente a la costa de Toulon, y tendré que mostrarme lo más convincente posible, dejando claro que vendí cara mi piel, hasta el final, y que el número de bajas a bordo fue lo suficientemente alto como para que el honor británico fuera equiparable al aumento de viudas en la madre patria.

Pero ante dos fragatas y con todo en contra, no me pareció oportuno sacrificar vidas, ni las que estaban a mi cargo ni las enemigas, por lo que en cuanto fui consciente de que no había mucho más que hacer, y que lo único que quedaba era combatir y dar paso a la carnicería, opté por arriar la bandera.
De este modo, si todo ocurre como me temo, será mi vida a cambio de (calculo) medio centenar de otras tantas, por lo que trataré de sonreír cuando cuelgue de la soga (cosa difícil, por lo que he podido ver en algún que otro ajusticiamiento).

Pero, y va a sonar muy derrotista, en estos momentos, ahora mismo, en esta fría noche, con mi cuarto lleno de sombras y la oscuridad que lo invade todo más allá de mi ventana, puedo decir que poco o nada me importa.
He llegado a una situación en la que puedo decir que no le encuentro sentido alguno a mi existencia.

Sin barco que gobernar, sin amigos con lo que conversar, sin una mujer a la que abrazar... Lo único que tengo son mis lamentaciones, que escribo en este diario que durante tanto tiempo ha soportado mis quejas, y puedo decir que estoy cansado, y que en más de una ocasión he pensado si no va llegando la hora de poner punto y final a todo.
Quizás sea la única respuesta a mis preguntas.

lunes

Visitantes

En Wood Fields, el 31 de agosto de 1809. Portsmouth (Hampshire)

Ayer por la noche, tras llegar de Bedford, me encontré con una desagradable sorpresa en mi casa.

Llovía a cántaros, y estaba de muy mal humor.
La silla de posta que me traía hasta las afueras Porstmouth rompió el eje trasero a unos diez millas de mi casa, por lo que tuve que hacer todo ese recorrido andando, cargando con mis pertenencias y, como he dicho, con el clima británico en su máxima apoteosis, con una auténtica manta de agua que me impedía ver más allá de tres pies.
Para colmo de males, hundía las piernas en el barro del camino hasta la rodilla y, tras una pequeña reflexión bajo la lluvia, decidí que era mejor no andar campo a través, ya que temía perderme o encontrarme propiedades privadas que me obligasen a dar un amplio rodeo.

Pasaron horas hasta que tomé el desvío hasta mi hogar, perdido en medio de la nada y que es muy práctico a la hora de vivir tranquilo y sin molestos vecinos pero que, en las circunstancias en la que me encontraba, en donde podía haber pedido auxilio, era un auténtico engorro.
Ya comenzaba a imaginarme en la salita de mi casa, al calor de la chimenea, bien seco y disfrutando de una buena copa de vino mientras leía algún libro cuando mi instinto de oficial de mar y guerra se despertó.
Había alguien justo a la entrada.

La lluvia seguía arreciando con fuerza y no se veía prácticamente nada, salvo el farol que portaba el extraño visitante.
Apagué el mío, que llevaba para ahuyentar a posibles asaltantes durante mi caminata (de todos modos me preocupé de llevar la pistola cargada y convenientemente seca, bajo el abrigo), y me escondí detrás de un arbusto para observar atentamente qué demonios estaba ocurriendo.

Es cierto que estoy bien gordo, y que por mi aspecto puedo parecer de todo menos sigiloso.
No obstante, uno aprende a ser silencioso cuando es un joven guardiamarina y trata de colarse en la despensa del capitán en busca de algún jugoso queso, dando los pasos adecuados para que la madera no cruja para delatar la posición.
De este modo, aprovechando además el intenso rumor de la lluvia, me situé tan cerca que casi podía distinguirle el rostro.

Esperé y esperé, y aquél tipo parecía nervioso. No dejaba de mirar alrededor, y más de una vez eché manos de la pistola al creer que se me echaba encima.
Más tarde, por fin, alguien salió de la casa, le entregó algo y volvió a entrar.
Lo distinguí perfectamente, era mi mejor catalejo.
Me enfurecí.
Esos malditos sodomitas me estaban robando.
A mí, a un oficial de la marina venido a menos, rozando la miseria y con pocas ganas de aguantar tales afrentas.

Cogí la pistola y la envolví con la propia chaqueta para que no se mojara.
Con la otra mano, la zurda, con la que escribo y mejor me desenvuelvo, tomé la piedra más grande que encontré y, sin un minuto que perder, me acerqué por detrás al vigilante y descargué toda mi furia y frustración acumulada durante tantos días sobre su cabeza.
Noté su sangre saliente sobre mi mano y le vi caer.
No sentí remordimientos.
Lo único que me preocupaba era si su compinche había oído el farol hacerse añicos.

Dudé si esperar a que saliera o entrar por alguna ventana, pero fue sólo un momento, ya que el que un extraño estuviera en mi casa me hacía sentirme violado.
Amartillé la pistola y entré, sin sigilo y sin precauciones, gritando como un poseso que saliera si en verdad se creía hombre: he asaltado navíos enemigos y fortines; me he enfrentado con un sable a diez enemigos armados en el castillo de una fragata; sobreviví al ataque de un gigante mitológico en el Báltico... Una maldita rata de cloaca no iba a asustarme a estas alturas.

Tras dar unos pasos a oscuras, ya que no había luz alguna, noté cómo me golpegaban por la espada y me tiraban al suelo.
Oí insultos de al menos un par de bocas, y cuando noté que me daban una patada en el costado disparé en esa posición, y el grito de dolor que obtuve como respuesta fue música para mis oídos.
Traté de incorporarme y sentí un dolor horrible en la cara, y luché por no perder el conocimiento. Estaría perdido de hacerlo.
Comencé a rodar para salir de esa trampa mortal, con la gran fortuna de que mi atacante me gritaba que era un cobarde.
De este modo supe dónde estaba y me incorporé descargando todo el peso de mi cuerpo sobre él, agarrándolo con fuerza y tirándolo al suelo.
En un barullo de brazos, los míos y los suyos, le encontré la cabeza, y comencé a golpearla contra el suelo mientras me suplicaba piedad.
El muy perro.
No me detuve hasta que dejó de hablar.

Es cierto. No actué como un ofcial de Su Majestad. Me dejé llevar por mis impulsos más primitivos, y no me siento hoy, con la mente fría y la nariz rota, especialmente satisfecho por mi forma de actuar.
Esta misma mañana me he levantado bien temprano y me he interesado por la salud de mis prisioneros.

Desgraciadamente, dos de ellos no han recuperado el sentido desde ayer por la noche. Al que golpeé con la piedra respira débilmente, mientras al que estrellé la cabeza con el suelo ha perdido tanta sangre que me sorprende que aún tenga pulso. El único que creo que sobrevivirá es el que recibió el disparo, que no parece haber alcanzado algún órgano vital.
Tomaré uno de sus caballos y viajaré hasta Portsmouth en busca de un médico, además de rendir cuenta a las autoridades.

No tengo remordimientos. Sòlo hice una cosa: cumplir con mi deber defendiendo mi hogar.

miércoles

Perdedor

En la residencia Daniels (Bedford), el 25 de agosto de 1809.
 
Soy un perdedor.
 
Que no se me malinterprete si este diario termina en manos de otro. Sé que soy una persona que habitualmente se inclina a ser pesimista, y que incluso a veces tiendo a recrearme en mi condición de víctima.
No obstante, en esta ocasión, me limito a dar constancia de un hecho.
Solamente hay que echar un vistazo al pasado para comprobar que en la categoría de perdedor no tendré, a buen seguro, grandes oponentes.
 
Perdí a mi mejor amigo, John James. Era de las pocas personas en las que, en su momento, confié. Echo en falta su paciencia y sus consejos, y no hay día que pase en que no lamente que nuestra relación terminase a sablazos en un granero abandonado.
En alguna ocasión he escrito cartas enteras en donde trato de volver a estrechar los lazos que se cortaron de una forma tan desagradable, pero tras leer una y otra vez mis propias palabras y reflexionar durante unos breves instantes, acabo por echar las hojas al fuego, mientras observo cómo las llamas la consumen.
Los problemas con amigos hay que solucionarlos estrechando las manos o en un callejón y que salga uno sólo. No hay término medio.
 
Perdí mi prestigio. Al caer prisionero frente a la costa de Marsella mi carrera acabó. Comandaba una de las fragatas más potentes de la Armada Real, la HMS Proserpine, y acabé en manos de los gabachos.
Mi intento por lavar mi imagen tras mis infortunios en aguas del Báltico me impulsaron a ser demasiado confiado, al coste de que toda una dotación cayera prisionera y con el principal culpable, yo, liberado por unos ‘realistas’ franceses que se toparon conmigo de forma casi milagrosa.
Aun en el caso de que no me ahorquen por volver de manos vacías del Mediterráneo, dudo que me entreguen un mando más interesante que una gabarra en el Támesis o, si tengo suerte, un cúter para vigilar a los contrabandistas en la costa de Devon.
 
Y, por supuesto, perdí a Lively.
El amor de mi vida salió de ella y todo cambió. Sueño con ella, hablo en silencio con ella, todo lo que hago en el día a día es por ella. Ella es el viento que mueve mis velas.
Pero no está. Me aferro a su recuerdo como un marinero del sollado que se agarra a un trozo de madera tras perder su barco. De momento se mantiene a flote, pero llegará el momento en que las aguas le engullan si no recibe ayuda.
Y bien es cierto que yo no voy a disfrutar de ninguna.
La última vez que la pude ver iba del brazo de un chaqueta roja, y sólo imaginarla en los brazos de ese tipo me hace sentir que una astilla sale disparada para clavarse en mi estómago.
 
Pero que no haya malentendidos. No achaco nada de esto a mi mala suerte. Ni mucho menos.
Lo que más me atormenta es que ha estado en mi mano cambiarlo: quizás puede ser más paciente con John y morderme la lengua (algo que siempre se me ha dado fatal) cuando surgió la ocasión; debería de haber sido más cauto cuando comandaba la Proserpine, y olerme la trampa de los franceses y no alejarme de la escuadra de bloqueo; podría haber reaccionado de forma diferente cuando me crucé con Lively, y no alejarme como un perro con el rabo entre sus patas y declarar allí mismo mi amor y poner punto y final, sea el que sea, a mi tormento.
 
Pero no. Todas esas oportunidades pasaron. Mi vida ha sido una sucesión de fracasos y oportunidades perdidas.
Por eso soy un perdedor.
 
Ahora saldré al jardín para pasear un rato con mi padre, que tan bien me ha acogido en su casa mientras me decido a enviar la carta al Almirantazgo para comunicarles que ya estoy en Inglaterra, sano, a salvo, pero absolutamente, una vez más, perdido.

jueves

Libre

En Wood Fields, el 13 de agosto de 1809. Portsmouth (Hampshire)

Apenas me lo puedo creer.
Estar de vuelta a casa es un sueño vivido un millar de veces en las noches en Marsella, prisionero y sin esperanza.

Es por ello que cada vez que me despierto salgo corriendo hacia la ventana para encontrarme con el bello paisaje de la campiña de Hampshire, con las nubes que inundan el cielo y convierten al sol en un secundario en la escena celeste.

Durante estos días me he dedicado, sobre todo, a pasear, a disfrutar de los alrededores de mi casa, con largas caminatas que han durado horas. El dolor de las piernas a la llegada de la noche, por un esfuerzo y no por estar agarrotadas al encontrarme en un pequeño espacio, son del todo reconfortantes.

Pocos conocen mi llegada a Inglaterra, únicamente mis rescatadores y el comandante de la urca que me dejó en estas benditas costas. Por supuesto mi agradecimiento a todos ellos es mayúsculo, y estoy seguro que el destino volverá a cruzarnos. Cuando llegue el momento intentaré por todos los medios de servirles de ayuda, en la medida que sea posible.

Mañana viajaré a Portsmouth para tomar una silla de posta que me lleve hasta Bedford, ya que quiero que mis padres sean los primeros en conocer mi vuelta a casa. Desde allí escribiré al Almirantazgo, donde les informaré de mi huida. A buen seguro me pedirán que viaje inmediatamente a Londres, donde tendré que rendir cuentas por la pérdida de la Prosperine, de la que espero salir bien librado.

También quiero aprovechar para dejar por escrito cómo logré abandonar Marsella, oculto en un carromato lleno de cerdos y pugnando con cada uno de ellos por encontrar el lugar más cómodo posible, así como mi estancia en la finca de la famila Clisson, a la espera de un medio de transporte seguro hasta la costa y después, vía marítima, rumbo a Inglaterra.

Es difícil de creer, desde luego. A mí me cuesta muchísimo, por eso lo dejo por escrito, para ver si el echarle un vistazo a las páginas de mi diario me sirva para ser consciente de lo que ha supuesto esta inigualable aventura.

Sueños

En Marsella, el 23 de abril de 1809. En una habitación de la calle Le Panier

Siguen pasando los dias, y perdería la noción del tiempo si no fuera porque voy marcando muescas en este viejo escritorio conforme se pierde el sol por el oeste.
Además, dedicarle algún tiempo a este diario también me sirve para saber el día en el que vivo.

Pero sólo sé eso, una fecha. Nada más. Toda la información del exterior se reduce a mi joven carcelero, que balbucea algunas palabras en francés que no entiendo, seguramente fórmulas de cortesía mientras me trae algo de comer y retira el cubo con las inmundicias.
Alguna que otra vez me subo a la mesa y me pongo de puntillas para ver algo a través del pequeño ventanal de la habitación, pero sólo se puede distinguir la fachada de un edificio y se oye difuso el sonido del bullicio de la calle, lo cual me dice poco o nada.

A veces me pregunto si alguien se acordará de mí.
Obviamente se habrá conocido la noticia de mi apresamiento, más por la pérdida de una buena fragata de 40 cañones como es la HMS Proserpine que por un capitán de segunda categoría con pocos éxitos en su carrera.

Es mucho tiempo para pensar el que tengo, y a veces imagino a mis oficiales, los tenientes Byron y Lawyer, organizando junto al sargento de infantes de marina Basket e incluso mi viejo amigo el teniente James, la forma de liberarme. Me parece verlos con sus mejores galas, frente a la costa de Marsella, a bordo de un navío de Su Majestad esperando que caiga la noche para realizar una incursión nocturna y asaltar mi celda, brindando por mí y por el éxito de la misión.

También me gusta imaginar a mi querida Lively Caster llorando desconsolada al enterarse de la noticia, dándose cuenta de lo mucho que me ama y que estaba totalmente equivocada respecto a nuestro distanciamiento, y se pasa los días en Portsmouth, esperando que asome por el horizonte las gavias de mi barco, agarrando con fuerza el pañuelo de seda que le regalé, fruto de uno de mis botines de juventud.

También invento, con una sonrisa, que mi padre rescata del armario su viejo uniforme de almirante y que abandona Bedford para viajar hasta Londres y acudir, sable en mano y vociferando improperios, a las dependencias del Almirantazgo para exigirle al mismísimo First Lord un mando y una flota para ir al rescate de su querido hijo.

Pero son sólo eso, sueños, y los sueños, sueños son.
Mis oficiales estarán en sus respectivos destinos tratando de ganarse la aprobación de sus nuevos superiores, incluyendo por supuesto a James, que desde nuestro último encuentro, poco afortunado, habrá hecho todo lo posible por olvidar nuestra amistad, lo mismo que Lively, pero en los asuntos siempre agridulces del amor, sujeta quizás del brazo de otro hombre que satisfaga sus necesidades.
En cuanto a mi padre, no me cabe duda de que estará triste y apesadumbrado allá en su casa, junto a mi querida madre, impotente, añorando viejos tiempos y esclavo de las noticias, tanto las de Francia, con el cautiverio de uno de sus hijos, como las que llegan desde España, donde combate mi hermano William junto a los españoles para expulsar a los 'ranas' de la península.

De momento lo único que puedo hacer es lamentarme de mi suerte y esperar mi liberación, no pensar mucho en posibles y ser consciente de la auténtica realidad: mi solitario cautiverio.

miércoles

El barbero de Marsella

En Marsella, el 25 de marzo de 1809. En una habitación de la calle Le Panier

Tras múltiples ruegos y alguna que otra salida de tono, he conseguido que un barbero acuda a mi celda para asearme y poder mostrar así un aspecto digno.

Mi barba comenzaba a estar bastante poblada, y casi podía notar las pulgas y piojos campando por mi cabeza como reyes convirtiendo en inútiles mis intentos de evitar los picores al rascarme furiosamente.

Me vi en la obligación, después de ser desoídos mis ruegos y hasta súplicas en varias ocasiones por mi particular carcelero, de arrinconarlo hace tres días cuando me traía la comida. Tras sorprenderle y estrellarle contra una pared, le grité (mientras convertía mis dedos en simuladas tijeras) que necesitaba un corte de pelo y, a ser posible, un buen rasurado.
El pobre infeliz trató de defenderse echando mano de un cuchillo que llevaba en el cinturón, pero no me resultó difícil retorcerle la mano hasta que comenzó a llorar y a suplicar clemencia. El fuerte olor a orín me hico soltarle, y tras una patada instintiva, de esa que tantas veces he dado en el cabestrante a los marineros para estimularles, lo eché de la habitación.

Ya más tranquilo, y de nuevo sumido en mi soledad, le di muchas vueltas a la cabeza, y me arrepentí de mi ímpetu, ya que no dejaba de ser un prisionero.
Si alguien con grilletes hubiera hecho algo semejante en un navío a mi mando, le habría azotado hasta que la sangre hubiera chorreado por los imbornales.

Es por eso que, a la mañana siguiente, y cuando había pasado una noche intranquila, con pesadillas donde hombres sin rostro me arrastraban del catre hasta el patio y me asesinaban con tijeras oxidadas, no es de extrañar que mi primera reacción fuera arrancar la pata de la desvencijada silla donde solía sentarme para escribir estas letras y prepararme para vender cara mi piel.

Pero, para mi gran sorpresa, en la puerta apareció el mozalbete francés acompañado de un señor calvo y de poblado bigote que no portaba unas tijeras oxidadas, al contrario, ya que las suyas eran muy relucientes, así como su cuchilla, bien afilada y que me ha dejado un aspecto impecable, listo para pasar revista ante un almirante.
Tal señor parecía especialmente interesado en mi uniforme y, aunque no hablaba inglés, hizo algunos gestos y sonidos más o menos parecidos a la vida en un navío que me resultaron graciosos, lo que me dio a entender que se había percatado perfectamente de mi ocupación.

Cuando se marchaba, y aprovechando que el vigilante estaba muy concentrado observando el vuelo de una mosca, el barbero me susurró algo al oído, lo que por supuesto no entendí, y se marchó sin dejar de sonreír mientras me guiñaba un ojo, cómplice.

No tengo la menor idea de a qué se refería, pero al menos no puedo negar que hizo un excelente trabajo y que, si por mí fuera, lo raptaría y me lo llevaría a uno de mis buques, en el caso de que algún día pueda disfrutar de un mando, ya que su delicadeza y firmeza con la cuchilla es totalmente inigualable.
Espero poder disfrutar de sus servicios de nuevo.

Planes de libertad

En Marsella, 18 de marzo de 1809. En una habitación de la calle Le Panier

Considero la huida. Por supuesto. Es algo que tengo en mente constantemente. Escribo de ello con la tranquilidad de ser consciente de que no van a hurgar en mi diario, sobre todo porque el capitán Dubourdieu ha dado órdenes precisas de que no se vulnere mi intimidad.
No obstante, de forma preventiva, escribo cuando sé que no me observan, y siempre tengo escondido mi diario bajo las mantas del catre.

Mi carcelero es un mozalbete que no llegará a los dieciocho años. Lleva uniforme, pero no reglamentario del ejército, pues no logro identificarlo. Ha de ser de la milicia más bien.
Su cabeza me llega al pecho, y cada vez que entra en la habitación para traer comida, una jofaina para asearme o retirar mis inmundicias, es casi cómico comprobar como intenta hacer todo eso sin perderme ojo de encima, revelando gran torpeza y, sobre todo, nerviosismo.
En más de una ocasión he tenido que recoger su mosquete del suelo y entregárselo, a lo que siempre responde con un 'merci' que me hace ver que, con toda probabilidad, no ha cambiado aún la voz.

Es innegable que yo no tendría ningún problema para reducirlo. A buen seguro ni me haría falta usar la fuerza, ya que tengo la sensación de que un buen grito, de esos que vienen muy bien cuando, en plena galerna, con el viento silbando, el rugido de las olas y el crujir de madera, consigues que te oigan tus gavieros mientras recogen paño a toda prisa, sería más que suficiente.

Pero en el caso de que el joven francés estuviera atado con sus correas en mi habitación y amordazado con una de las medias que me trajo Dubourdieu, ¿qué debería hacer después? No conozco nada de Marsella, y menos de Francia. Lo único que podría intentar sería encontrar la costa y alguna embarcación que me llevara hasta la escuadra que bloquea Tolón.
Desde luego me alzarían a la posición de un héroe, y seguramente recibiría parte del prestigio perdido.
Pero sería una misión casi suicida.

Para empezar la única ropa que tengo es mi propio uniforme, y el del francés sólo me valdría para jugar a los muñecos.
Es de suponer que un oficial de Su Británica Majestad de casi seis pies de alto y 242 libras de peso llamaría la atención en una de las ciudades más importantes de Francia.
La caza del zorro sería un juego de niños comparado con lo que me harían a mí al verme correteando por las calles, perdido y desorientado.

No cabe duda de que mi única oportunidad llegará con el momento de mi traslado.
No es lo mismo huir en un centro urbano de la importancia de Marsella que en algún camino rumbo a mi desconocido destino, ya que en los campos tendría la ocasión de ocultarme e intentar encontrar la forma de hacerme a la mar por el medio más seguro, si acaso existe alguno que no entrañe riesgo.

He intentado preguntar a mi pequeño carcelero si tiene conocimiento de cuándo marcharé de aquí, pero su inglés es tan malo, o inexistente, como mi francés, que se reduce a unos cuantos insultos y a solicitar la rendición.
De tal forma, tras muchas gesticulaciones por ambas partes sin que llegáramos a conseguir nada en claro, he optado por dejar de intentarlo y limitarme a esperar lo que el destino crea conveniente.

De momento no tengo otra salida.

La batalla

En Marsella, el 11 de marzo de 1809. En una habitación de la calle Le Panier

Llevo más de una semana encerrado y no sé nada de lo que hay más allá de estas cuatro paredes.
El trato que recibo es aceptable gracias, sobre todo, al interés del capitán Bernard Dubourdieu, que me visitó hace tres días para asegurarse de que me trataban debidamente mientras estoy provisionalmente aquí.
Según me informó, me trasladarán en breve a una prisión en condiciones, es decir, con sus barrotes, carceleros y demás incomodidades.
Me dan escalofríos de solo pensarlo, pero al menos podré compartir celda con otros compañeros que sufren las mismas penalidades, ya que Dubordieu me aseguró que me encontraré con oficiales de la Royal.

Con poco o nada que hacer, sólo echar un vistazo a través del pequeño ventanal de la habitación por donde no cabría ni un paje y lo único que deja pasar son los rayos del sol, he puesto en orden los acontecimientos que llevaron a que la Proserpine cayera en manos de las fragatas francesas, de 40 cañones cada una, Penelope y Pauline.

A bordo de la Proserpine, en funciones de bloqueo en Tolón, el vicealmirante Thornborough me ordenó que me acercara a la costa lo máximo posible para observar los movimientos de la escuadra del vicealmirante Ganteaume.
En el intento de ganarme de nuevo el respeto de mis superiores tras el fracaso de la batalla contra el Heldige en el Báltico, decidí arriesgar el todo por el todo, y no puse reparos en hacer caso omiso a la seguridad de mi navío y acerqué tanto la fragata a la costa que casi podía oler la fragancia de los pinos.

Pero mi imprudencia provocó que los franceses salieran en mi búsqueda, y cuando me encontraba en la cofa con el catalejo clavado en el ojo, observé dos fragatas pesadas francesas que se disponían a cazarnos.
Afortunadamente me dio tiempo para ladrar las órdenes oportunas, y sin mayores contratiempos nos marchamos de allí dejando a los ranas con las ganas.

No quería volver con las manos vacías, y calculando la situación de las fragatas opté por volver a la costa, esta vez con rumbo noroeste para dejar a continuación Marsella a babor.
Y los vi.
Una larga hilera de velas navegando muy cerca de tierra, a buen seguro tratando de burlar la escuadra inglesa.
Era mi gran oportunidad.

Desgraciadamente, no hubo fortuna, el viento calmó al poco de llegar la noche y me tuve que conformar con ocultar la fragata cerca del cabo Sicié, para esperar así que Eolo se pusiera de mi parte con la llegada de las luces del sol.

Pero el muy bellaco no se puso de la mía, sino de la de los franceses, y cuando estaba echando una cabezada en mi cabina, uno de los guardiamarinas llegó como un loco, gritando que habían avistado de nuevo a las fragatas francesas, y que para colmo contaban con el viento a favor.
Tras abofetearle un par de veces, acudí corriendo al alcázar, donde me informaron de nuestra complicada situación.

Ordené situar los dos cañones largos de bronce en mi cabina para intentar ocasionar algún destrozo en la jarcia de nuestros perseguidores, pero nuestros disparos no surtieron efecto alguno mientras nuestros enemigos continuaban acercándose sin remedio.

La Peneleope pronto se situó por nuestra aleta de babor y comenzó a disparar con mucho más acierto que el nuestro, y tarde, muy tarde, observé que mis artilleros no estaban a la altura de las circunstancias.
El otro buque francés, aprovechando que el avance de la Proserpine se había reducido considerablemente a causa del daño en la jarcia, se situó por la otra banda, lanzando hierro sobre todo al velamen.

Mi impotencia era total.
Respondíamos al fuego torpemente, con los hombres repartidos en las diferentes baterías, disparos erráticos y sin ocasionar daños relevantes en nuestro enemigo, que quería a todas luces evitar en la medida de lo posible ocasionar daños en la fragata.
Tal era mi desesperación al ver que mi navío iba a caer en manos del enemigo y, con él, lo poco que me quedaba de reputación, que recé para que una de las astillas que volaban de un lado a otro, afiladas como cuchillas, me acertara en la cabeza y acabara con mi sufrimiento.

Para cuando el enemigo se situó a tiro de pistola, el aspecto de la que fuera mi fragata era lamentable, con la jarcia destrozada, todos los cabos colgando como tripas y los tres palos rotos o muy dañados a la altura de las gavias.
Además, 'astillas' me informó de que en la sentina había entre nueve y diez pies de agua, lo que hacía la situación aún más delicada, si aquello era posible.

Por un momento pensé que lo mejor era acabar ahí mismo, ordenar que se devolviera el fuego y prepararnos para rechazar el abordaje para que el honor británico sobreviviera a nuestra muerte.
Además, llegué a la conclusión de que era la mejor forma de acabar con todo de una vez, ya que era perfectamente conocedor de que mi carrera estaba acabando en ese momento, al menos en esta guerra.

Pero, por otra parte, mantuve la cabeza fría, pensé que mis hombres, aquellos a los que apenas conocía desde hace menos de una semana, no tenían culpa alguna de la incompetencia de su comandante y, mientras oía el retumbar de los cañones y ya distinguía perfectamente el rostro der los oficiales franceses, decidí arriar la bandera para no malgastar estúpidamente sus vidas.

El capitán de la Penelope, que recibió mi sable, ya en la cabina de su buque, y mientras me servía una copa de vino en nuestro retorno a Tolón, agradeció el gesto de no entablar combate cuando ya estaba todo perdido.
"Ha salvado muchas vidas hoy, señor", me dijo con su marcado acento, y me informó que haría todo lo posible para que mi estancia en mi prisión provisional de Marsella fuera lo más cómoda posible.
Por ahora parece que ha cumplido su promesa, ya que, como he escrito antes, me visitó hace pocos días.
Trajo consigo vino, queso, más tinta para poder continuar con mi diario y un par de camisas y medias limpias.

Se lo agradezco, no cabe duda, pero mi pesar sigue siendo mayúsculo mientras continúa mi encierro el cual, y aquí el señor Dubordieu bajó los ojos ante mi pregunta, me aseguró que será muy largo, posiblemente hasta que termine la guerra.

Nunca pensé que desearía con tanta fuerza que se acabara el conflicto.

Tragedia

En Marsella, el 4 de marzo de 1809. En una habitación de la calle Le Panier

Me parece increíble. Todo esto debe de ser un sueño.

No. Es una maldita pesadilla.

Estoy en Francia, en Marsella. Y prisionero.
Lo único bueno es que, milagrosamente, me han permitido mantener mi diario.
Apenas lo miraron.
En cuanto se dieron cuenta de que era algo personal, y que sus datos militares eran insignificantes, me lo devolvieron, aunque al precio de dar mi palabra de caballero de que no reflejaría nada en él que pudiera comprometer la seguridad de Francia.
Obviamente acepté.

No tengo ánimos para relatar lo ocurrido.
Es demasiado doloroso.

Desgraciadamente creo que voy a tener tiempo de sobra para reflejarlo en mi diario.

Creo que estas cuatro paredes me van a resultar familiares durante mucho tiempo.

En la 'Proserpine'

Miércoles, 25 de febrero de 1809, a bordo de la HMS Proserpine. Frente a Tolón

No cabe duda de que esta fragata es magnífica.
Es prácticamente nueva, y aún me parece oler a pintura allá por donde voy. Todo luce un aspecto realmente hermoso.

Una lástima que mi cometido sea sólo el de sustituir al capitán Charles Otter, que sufrió una aparatosa caída cuando se encontraba en el tope observando la escuadra francesa en puerto y que en estos momentos se encuentra en Gibraltar, bajo los cuidados de las monjas del Hospital de los Desamparados.
Según parece es verdaderamente grave, y es por ello que el Almirantazgo ha decidido buscar un sustituto para comandar esta potente fragata por un tiempo, por ahora, indefinido.

El caso es que aquí me encuentro, de nuevo en alta mar, disfrutando de la navegación en esta preciosa fragata, con el resto de la flota y las repetidas maniobras, pero feliz de poder sentir otra vez en mi cara el olor a sal.

Mi llegada a Gibraltar en el Nercuse y subir a bordo de la Proserpine fue todo uno, y mientras leía mi nombramiento ante la dotación, observé rostros de todo tipo, desde curiosos hasta de auténtica preocupación, ya que un nuevo capitán es siempre un acontecimiento relevante a bordo, quizás el que más junto al día que se sirve doble ración de grog.
Después tuve la ocasión de hablar con mis oficiales, aunque sin llegar a profundizar en exceso, ya que todos sabemos que es un cambio temporal, sin mayor trascendencia, y menos aún con un bloqueo que realizar donde la rutina es la nota predominante.

Esta mañana estuve tocando mi fagot, y tras tranquilizar al infante de marina de la puerta de que no estaba sufriendo ningún tipo de crisis de posesión demoniaca ni nada parecido, he estado en cubierta, observando a los grandes y pequeños navíos que nos acompañan, atento a la costa francesa, donde la tranquilidad es absoluta.
No creo que ocurra nada relevante en mi vida de aquí a unas semanas.