jueves

Una nueva aventura

 17 de diciembre de 1820. En Wood Fields. 


La vida es una constante sucesión de sorpresas. Las hay malas y buenas, pero está en constante movimiento, y como bien sabemos los marinos es mejor eso que la calma total, cuando la falta de movimiento te deja sin opciones ni decisiones, ya sean acertadas o no.


Esta semana he tenido el honor de hablar con el comandante William Edward Parry. En los últimos años ha sido uno de los grandes protagonistas en la Gazzetta y en todos los corrillos en donde el mar sea protagonista por sus interesantísimos descubrimientos en el intento de encontrar una ruta en el célebre paso del noroeste. 


Hace ya un par de años el Almirantazgo ofreció una suma de casi 20.000 libras por encontrar un punto por el que recorrer el norte de América sin tener que rodear su continente por el sur y el Cabo de Honor, así como viajar hacia el este por el sur de África para buscar rutas comerciales más óptimas para nuestro país. Aunque se han hecho descubrimientos interesantes en el mar de hielo, muchos han sido los que han fracasado dejando su vida en ello por las condiciones extremas que allí existen. Parry ha sido de los pocos que ha vuelto a nuestro país habiendo cartografiado parte de la zona y con avances importantes.


El terrible mar de hielo


El caso es que tras los buenos resultados de su primera expedición, Parry ha decidido repetir, y tengo el intenso honor de contar con su confianza. Esta semana nos hemos reunido en el Crown, en Portsmouth, y después de disfrutar de algún clarete y recrear sobre la mesa alguna de las batallas más importantes de los últimos años, me explicó sus planes y cuenta conmigo para ponerme al mando del bergantín HMS Griper


Lo cierto es que mi experiencia por esas latitudes es mínima, pero Parry me ha explicado con todo lujo de detalles que mi experiencia y mis dotes de mando es todo lo que necesita, y  que dado mi rango comandar una nave de estas características ya sería un auténtico honor para él y la expedición, y que mi fama me precede y que no duda de que mi aportación será clave para lograr el éxito en esta auténtica aventura.


Aunque oficialmente estoy retirado forzosamente, Parry me ha dicho que una de las condiciones que pondría para liderar esta nueva expedición sería contar conmigo, y que no le cabe la menor duda de que accederán a sus peticiones pues cuenta en estos momentos con toda la confianza del Almirantazgo.


Parry y yo fuimos compañeros en nuestros tiempos de guardiamarinas a bordo del HMS Aqueron, y desde luego forjamos una cordial amistad que hemos mantenido a través de la correspondencia al ser nuestros destinos muy dispares. No puedo decir que nuestra amistad sea muy estrecha, pero sí reconozco que en alguna ocasión nos hemos escrito para felicitarnos ya sea por alguna fecha señalada o por algún éxito en nuestra carrera.


Tengo que hablar primero con Mary para explicarle la situación, ya que podrían ser varios años en alta mar. Aunque sé que no será de su agrado el perderme de vista durante tanto tiempo, sé que mi felicidad es su prioridad, y la mía, además de ella, es el mar, al que me debo y pertenezco.


A lo largo de lo que queda de semana escribiré a Parry para darle una respuesta, pero he de reconocer que me ilusiona la posibilidad de volver al alcázar de un navío, aunque sea un pequeño bergantín y ante un reto peligroso.

lunes

Prescindible

En Southsea Beach, el 13 de abril de 1820

Observo ante mis ojos el mar. Aquí, en la playa, hace frío. El agua es de color verde, con pequeñas olas con flequillos de espuma y algunas velas van y vienen por el horizonte, e intento adivinar de dónde vienen y hacia dónde van.

Escribo en mi diario mientras observo este paraje onírico. Cuando llegue mi momento y cruce el velo gris, espero encontrarme al otro lado un lugar así, y pasar el resto de los días sintiendo únicamente la brisa en la cara y el olor de la sal.

Pasan los meses y los años y la sensación de soledad va siempre en aumento. Apenas recibo cartas en mi casa, y paso los días dando largos paseos cruzándome con rostros anónimos en los caminos.

Quizás uno de los mayores dolores en la vida es esa sensación de ser prescindible. En primer lugar el haber sido dado de baja de la Armada Real fue un disparo directo a mi corazón. Me sentía completo en el alcázar de un navío, al mando de unos cientos de hombres y teniendo como objetivo avistar una vela en el horizonte. Ahora todo eso ha pasado. Mi uniforme se pudre en el armario y el óxido invade mi sable. 

La sensación de ser una persona prescindible también se extiende a aquellas personas que fueron algo en mi vida y que por voluntad propia o ajena dejaron de serlo. Amores y amistades perdidas, por errores o simplemente circunstancias del destino. ¿Pensarán en mí como yo pienso en ellos, o he sido borrado de su mente, como un mal sueño?





Sí, no hay duda de que mi relación con Mary aleja esos fantasmas del pasado, pero cuando ella duerme a mi lado y la oscuridad lo cubre todo, siento cómo se mueven entre las sombras, no terminan de irse, y mi alma se sobrecoge en busca de respuestas. 

Allá a lo lejos veo aparecer las velas de un buque de 74 cañones. Estoy casi seguro de que se trata del 'HMS Ajax'. La niebla casi lo cubre, y si fuerzo la mirada puedo distinguir a los gavieros tomando posiciones.

Me siento cansado. Cada vez que me cuesta más escribir en este diario, porque cada palabra es como una confesión.

Cerraré los ojos y descansaré. 

martes

Nostalgia

En Woold Fields, el 12 de marzo de 1819

La noche es tranquila y está en calma. Sólo oigo el sonido de los insectos. El cielo está estrellado, sin luna, y observo las constelaciones recitando de memoria sus nombres. A lo lejos oigo el ulular de una lechuza.

Han pasado el frío y las lluvias. Poco a poco el buen tiempo vuelve. Los árboles se tiñen de verde y el campo se puebla de animales silvestres. Mi jardín empieza a recuperar su color, y Vincenzo ha estado toda la mañana trabajando duro para que brille y sea un placer para los sentidos.

He disfrutado de varios encuentros con la señorita Ryall. Han sido placenteros. Nos hemos hecho confidencias y compartido algunas promesas. Es una mujer bella y sobre todo divertida. Aunque algunas noches despierto sobresaltado con el nombre de Lively en mis labios, el pensar en los ojos azules de Mary me reconforta y vuelvo a dormir plácidamente.

Pero añoro el mar. Tantos meses en tierra firme me producen pesar. Echo de menos el sabor de la sal y el viento contra mi cara, al son del silbar de la jarcia y comprobando como esa máquina de madera, vela y casi doscientos hombres se conjugan a la perfección bajo mis órdenes.

Mi mundo se ha reducido a los viajes a Portsmouth para ver a Mary. Me gusta pasear por el puerto, en donde le nombro todas y cada una de las embarcaciones allí amarradas, explicaciones que oye con una sonrisa en los labios. Sé que no le interesan los nombres, pero también sé que tiene suficiente con verme feliz mientras hablo de bergantines y balandras.





También paso tardes enteras en el 'Crown', en donde oigo a oficiales activos que aún viajen por el mundo, y cierro los ojos mientras escucho sus historias, y me imagino de nuevo en el Mar Rojo o echando el ancla en Ciudad de el Cabo.

A menudo pienso en mi suerte. Cuando veo a los veteranos contando sus historias en las plazas por unas monedas apoyándose en bastones o con un parche en el ojo, me siento afortunado de no haber dejado en la guerra alguna pierna o brazo, sólo mi juventud.

Me siento además satisfecho de volver a escribir en estas páginas que son tan importantes para mí, aunque sea cada varios meses. Quizás lo que aquí escribo sirva algún día a alguien para que saque algún provecho de mis experiencias. 


Un encuentro inesperado

En Wood Fields, el 22 de mayo de 1818

Es noche cerrada aquí en casa. Después de tantos años en alta mar me sigue resultando extraño la falta de movimiento y el no estar pendiente de las estrellas para calcular dónde me encuentro, ya que aquí en Wood Fields la respuesta siempre es la misma.

Pero hoy ha pasado algo diferente. Después de tantas semanas en plena rutina y cambiando pocos mis hábitos ha tenido que ocurrir algo realmente diferente para que me siente en este diario a escribir estas breves letras mientras reflexiono sobre los acontecimientos.

Decidí dar uno de mis largos paseos. Así que me puse ropa cómoda y fresca, pues hacía un calor intenso pese a la temprana hora, y me dediqué a caminar por las colinas que rodean mi casa disfrutando del cielo azul y del canto de los pájaros que tanto me relajan. Pasadas un par de horas opté cambiar el rumbo y encaminarme hacia el sur, pues tenía intención de acercarme a la costa y ver así el mar y buscar los acantilados en el horizonte.
Y fue en el camino que lleva a Portsmouth cuando me encontré con la curiosa escena. Una mujer insultaba a voz en grito a un hombre que trataba de manera torpe excusarse mientras intentaba colocar de nuevo la rueda en el eje de un carruaje. Sé detectar a un borracho a distancia, y ese hombre lo estaba, y mucho. La situación era incluso divertida, porque de esa señora salían palabras que no he oído en la boca de la peor calaña de Pompey.

El rostro de la mujer cuando me observó mezclaba sensaciones de sorpresa y la indignación que aún guardaba en su interior, pero supo recomponerse a tiempo para dedicarme una divertida reverencia mientras me explicaba que viajaba hacia la casa de unas amigas en Durley cuando aquel "bebedor sin escrúpulos" se salió de la carretera y "arruinó" sus planes. Llevaban más de una hora parados sin que el conductor fuera capaz de solucionar el entuerto, y nadie había pasado por el camino para asistirles.

Tras reflexionar un rato le pedí disculpas por no ser capaz de ayudar, y eché en falta desde luego contar en ese momento con mi carpintero de confianza de mis tiempos a bordo de la 'Circe'. Así que le ofrecí a hacerle compañía mientras aquel señor seguía con las reparaciones, pues no me parecía bien dejar a una señora ("señorita", me corrigió) a la intemperie en medio del camino.

Sí me vi con la autoridad para recriminar a ese hombre su lamentable estado. Aunque al principio pareció molesto y el alcohol le dio algo de coraje para contestarme, se calmó cuando adopté una posición de autoridad, manos a la espalda, mientras le miraba fijamente a los ojos a la vez que le advertía de que no me parecía prudente hablarme con ese tono, advirtiéndole que había visto a hombres más peligrosos caer ante el fuego de mi pistola o mi sable. 

Parece que tras mis palabras los vapores del alcohol del conductor se esfumaron levemente e intensificó su trabajo, tras lo cual me dirigí tomado del brazo con mi nueva amiga hacia un árbol cercano, en donde nos sentamos a la sombra mientras le ofrecí algo de queso y vino que guardaba en mi bolsa, invitación que aceptó con gratitud.

Fueron horas que pasaron volando. Se presentó como la señorita Maryam Ryall, natural de Manchester. Desde hace varios años vive en Porstmouth, dedicándose a la labor de institutriz con hijos de gente distinguida. Estuvo casada muy joven y su marido murió pronto por culpa de una neumonía, y desde entonces ha vivido sola en una casa en el puerto con vistas a la Isla de Wight. Me sorprendió la alegría con la que contaba las cosas pese a la adversidad, con una risa contagiosa que despejó durante este tiempo las nubes que han ensombrecido mi ánimo en las últimas semanas. 

Con la caída del sol el conductor se acercó a donde estábamos y tras cuadrarse nos informó de que la avería parecía solucionada, y como no daría tiempo a llegar a Durley volverían a Porstmouth para retomar el viaje con las mayores garantías mañana mismo y sin coste extra, como no debía ser de otra forma, de lo cual mostré especial interés en que me diera su palabra.

Tras intercambiar nuestras direcciones para cartearnos, la señorita Ryall y yo nos despedimos con buenas palabras y promesas de seguir en contacto, y hasta que no se perdieron más allá de las colinas en dirección a Portsmouth no comencé mi regreso a casa mientras pensaba en los caprichos del destino al disfrutar de tan agradable encuentro de forma inesperada y en medio de la campiña.

Y aquí estoy, en mi casa, con la noche sobre mi cabeza y una extraña ilusión que trato de contener, pues las cicatrices de mi cuerpo y alma me aconsejan prudencia a la hora de afrontar nuevos retos, incluyendo los del corazón. 


domingo

Soledad en Wood Fields

En Wood Fields, el 8 de abril de 1818. Portsmouth

Bonito día. El cielo es azul, con algunas nubes que llegan rápido desde el este, empujadas por un viento fresco que hace que las hojas de los árboles bailen alegres.

Hace meses que fui apartado del servicio activo. No hay guerras suficientes para lo hombres de la Royal Navy, y tras negociar una pensión escasa que apenas me da para sobrevivir, vivo solo aquí, en Wood Fields, paseando y reflexionando sobre mi vida en un agotador trabajo de introspección. 

Pero la mayoría de las veces es mejor simplemente pasear. Manos a la espalda y con la cabeza gacha, doy largos paseos por los alrededores de la casa, disfrutando de pequeños detalles como el rocío de la mañana o un jilguero cantando a lo lejos. Es por eso, quizás, por lo que ha pasado más de un año desde que escribí en estas páginas, cuando me encontraba en el Mediterráneo a la caza de esclavistas. Necesito vaciar la mente y espantar los problemas y las preocupaciones como moscas, y disfrutar simplemente de las pequeñas grandes cosas que nos regala la existencia. 

Erin Hanson
Echo de menos el mar. Sería un mentiroso si dijese lo contrario. El viento salado en la cara, el crujir de la jarcia y el vaivén sobre las olas siempre seguirán en mi corazón hasta el final de los días. Incluso el retumbar de los cañones y el ruido de los aceros, aunque me hacían temblar en las ocasiones más complicadas, son ahora, con el paso del tiempo, un bonito recuerdo que echo de menos mientras cuento, ante el espejo, las cicatrices de mi cuerpo.

Y la soledad. Nadie visita al viejo capitán Daniels. A mis 38 años he cumplido casi todos ellos al servicio activo de Su Majestad. Y dejado atrás el alcázar de mi navío, rodeado siempre de oficiales y marinería, estos meses de soledad siempre han resultado ser agridulces: el ajetreo de los hombres por encima de cabeza pisando las maderas se difumina como el humo en en los vientos alisios cuando soy consciente del silencio de las mañanas cuando despierto en mi casa, intentando detectar un cambio en el viento o esperando oír el tañido de la campaña del infante de marina para descubrir finalmente que estoy en tierra.

Un día a la semana viene Vincenzo. Trae huevos y hortalizas de su granja. También dejó el mar, y se dedica a trabajar con su familia. Sin embargo no se olvida de su antiguo capitán, y aunque no lo pido que lo haga, durante ese día se dedica a limpiar la casa, doblar la ropa y sacar brilla a la poca plata de la que dispongo. Cuando acaba se sienta conmigo en el porche mientras observamos el atardecer, en silencio, tras aceptar una copa de Jerez, que sé que le encanta.

Del resto no sé nada. No recibo más visitas y nadie me escribe. He escrito algunas cartas, pero pocas o ninguna han recibido respuesta. Hay días que me importa y otros que no. Noto que mi ser van aceptando la soledad y empieza a abrazarla como a una vieja dolencia que sé que siempre estará ahí y que es inútil resistirse a ella.

Incluso el recuerdo de Lively duele menos. O es lo que quiero creer. A veces pienso preguntar a Vincenzo sobre ella, pero cuando apenas las palabras van a salir de mis labios un pensamiento se cuela en mi cabeza y cuestiona la utilidad de la información, así que simplemente callo y sigo mirando al sol morir un día más por el oeste.