miércoles

El barbero de Marsella

En Marsella, el 25 de marzo de 1809. En una habitación de la calle Le Panier

Tras múltiples ruegos y alguna que otra salida de tono, he conseguido que un barbero acuda a mi celda para asearme y poder mostrar así un aspecto digno.

Mi barba comenzaba a estar bastante poblada, y casi podía notar las pulgas y piojos campando por mi cabeza como reyes convirtiendo en inútiles mis intentos de evitar los picores al rascarme furiosamente.

Me vi en la obligación, después de ser desoídos mis ruegos y hasta súplicas en varias ocasiones por mi particular carcelero, de arrinconarlo hace tres días cuando me traía la comida. Tras sorprenderle y estrellarle contra una pared, le grité (mientras convertía mis dedos en simuladas tijeras) que necesitaba un corte de pelo y, a ser posible, un buen rasurado.
El pobre infeliz trató de defenderse echando mano de un cuchillo que llevaba en el cinturón, pero no me resultó difícil retorcerle la mano hasta que comenzó a llorar y a suplicar clemencia. El fuerte olor a orín me hico soltarle, y tras una patada instintiva, de esa que tantas veces he dado en el cabestrante a los marineros para estimularles, lo eché de la habitación.

Ya más tranquilo, y de nuevo sumido en mi soledad, le di muchas vueltas a la cabeza, y me arrepentí de mi ímpetu, ya que no dejaba de ser un prisionero.
Si alguien con grilletes hubiera hecho algo semejante en un navío a mi mando, le habría azotado hasta que la sangre hubiera chorreado por los imbornales.

Es por eso que, a la mañana siguiente, y cuando había pasado una noche intranquila, con pesadillas donde hombres sin rostro me arrastraban del catre hasta el patio y me asesinaban con tijeras oxidadas, no es de extrañar que mi primera reacción fuera arrancar la pata de la desvencijada silla donde solía sentarme para escribir estas letras y prepararme para vender cara mi piel.

Pero, para mi gran sorpresa, en la puerta apareció el mozalbete francés acompañado de un señor calvo y de poblado bigote que no portaba unas tijeras oxidadas, al contrario, ya que las suyas eran muy relucientes, así como su cuchilla, bien afilada y que me ha dejado un aspecto impecable, listo para pasar revista ante un almirante.
Tal señor parecía especialmente interesado en mi uniforme y, aunque no hablaba inglés, hizo algunos gestos y sonidos más o menos parecidos a la vida en un navío que me resultaron graciosos, lo que me dio a entender que se había percatado perfectamente de mi ocupación.

Cuando se marchaba, y aprovechando que el vigilante estaba muy concentrado observando el vuelo de una mosca, el barbero me susurró algo al oído, lo que por supuesto no entendí, y se marchó sin dejar de sonreír mientras me guiñaba un ojo, cómplice.

No tengo la menor idea de a qué se refería, pero al menos no puedo negar que hizo un excelente trabajo y que, si por mí fuera, lo raptaría y me lo llevaría a uno de mis buques, en el caso de que algún día pueda disfrutar de un mando, ya que su delicadeza y firmeza con la cuchilla es totalmente inigualable.
Espero poder disfrutar de sus servicios de nuevo.

Planes de libertad

En Marsella, 18 de marzo de 1809. En una habitación de la calle Le Panier

Considero la huida. Por supuesto. Es algo que tengo en mente constantemente. Escribo de ello con la tranquilidad de ser consciente de que no van a hurgar en mi diario, sobre todo porque el capitán Dubourdieu ha dado órdenes precisas de que no se vulnere mi intimidad.
No obstante, de forma preventiva, escribo cuando sé que no me observan, y siempre tengo escondido mi diario bajo las mantas del catre.

Mi carcelero es un mozalbete que no llegará a los dieciocho años. Lleva uniforme, pero no reglamentario del ejército, pues no logro identificarlo. Ha de ser de la milicia más bien.
Su cabeza me llega al pecho, y cada vez que entra en la habitación para traer comida, una jofaina para asearme o retirar mis inmundicias, es casi cómico comprobar como intenta hacer todo eso sin perderme ojo de encima, revelando gran torpeza y, sobre todo, nerviosismo.
En más de una ocasión he tenido que recoger su mosquete del suelo y entregárselo, a lo que siempre responde con un 'merci' que me hace ver que, con toda probabilidad, no ha cambiado aún la voz.

Es innegable que yo no tendría ningún problema para reducirlo. A buen seguro ni me haría falta usar la fuerza, ya que tengo la sensación de que un buen grito, de esos que vienen muy bien cuando, en plena galerna, con el viento silbando, el rugido de las olas y el crujir de madera, consigues que te oigan tus gavieros mientras recogen paño a toda prisa, sería más que suficiente.

Pero en el caso de que el joven francés estuviera atado con sus correas en mi habitación y amordazado con una de las medias que me trajo Dubourdieu, ¿qué debería hacer después? No conozco nada de Marsella, y menos de Francia. Lo único que podría intentar sería encontrar la costa y alguna embarcación que me llevara hasta la escuadra que bloquea Tolón.
Desde luego me alzarían a la posición de un héroe, y seguramente recibiría parte del prestigio perdido.
Pero sería una misión casi suicida.

Para empezar la única ropa que tengo es mi propio uniforme, y el del francés sólo me valdría para jugar a los muñecos.
Es de suponer que un oficial de Su Británica Majestad de casi seis pies de alto y 242 libras de peso llamaría la atención en una de las ciudades más importantes de Francia.
La caza del zorro sería un juego de niños comparado con lo que me harían a mí al verme correteando por las calles, perdido y desorientado.

No cabe duda de que mi única oportunidad llegará con el momento de mi traslado.
No es lo mismo huir en un centro urbano de la importancia de Marsella que en algún camino rumbo a mi desconocido destino, ya que en los campos tendría la ocasión de ocultarme e intentar encontrar la forma de hacerme a la mar por el medio más seguro, si acaso existe alguno que no entrañe riesgo.

He intentado preguntar a mi pequeño carcelero si tiene conocimiento de cuándo marcharé de aquí, pero su inglés es tan malo, o inexistente, como mi francés, que se reduce a unos cuantos insultos y a solicitar la rendición.
De tal forma, tras muchas gesticulaciones por ambas partes sin que llegáramos a conseguir nada en claro, he optado por dejar de intentarlo y limitarme a esperar lo que el destino crea conveniente.

De momento no tengo otra salida.

La batalla

En Marsella, el 11 de marzo de 1809. En una habitación de la calle Le Panier

Llevo más de una semana encerrado y no sé nada de lo que hay más allá de estas cuatro paredes.
El trato que recibo es aceptable gracias, sobre todo, al interés del capitán Bernard Dubourdieu, que me visitó hace tres días para asegurarse de que me trataban debidamente mientras estoy provisionalmente aquí.
Según me informó, me trasladarán en breve a una prisión en condiciones, es decir, con sus barrotes, carceleros y demás incomodidades.
Me dan escalofríos de solo pensarlo, pero al menos podré compartir celda con otros compañeros que sufren las mismas penalidades, ya que Dubordieu me aseguró que me encontraré con oficiales de la Royal.

Con poco o nada que hacer, sólo echar un vistazo a través del pequeño ventanal de la habitación por donde no cabría ni un paje y lo único que deja pasar son los rayos del sol, he puesto en orden los acontecimientos que llevaron a que la Proserpine cayera en manos de las fragatas francesas, de 40 cañones cada una, Penelope y Pauline.

A bordo de la Proserpine, en funciones de bloqueo en Tolón, el vicealmirante Thornborough me ordenó que me acercara a la costa lo máximo posible para observar los movimientos de la escuadra del vicealmirante Ganteaume.
En el intento de ganarme de nuevo el respeto de mis superiores tras el fracaso de la batalla contra el Heldige en el Báltico, decidí arriesgar el todo por el todo, y no puse reparos en hacer caso omiso a la seguridad de mi navío y acerqué tanto la fragata a la costa que casi podía oler la fragancia de los pinos.

Pero mi imprudencia provocó que los franceses salieran en mi búsqueda, y cuando me encontraba en la cofa con el catalejo clavado en el ojo, observé dos fragatas pesadas francesas que se disponían a cazarnos.
Afortunadamente me dio tiempo para ladrar las órdenes oportunas, y sin mayores contratiempos nos marchamos de allí dejando a los ranas con las ganas.

No quería volver con las manos vacías, y calculando la situación de las fragatas opté por volver a la costa, esta vez con rumbo noroeste para dejar a continuación Marsella a babor.
Y los vi.
Una larga hilera de velas navegando muy cerca de tierra, a buen seguro tratando de burlar la escuadra inglesa.
Era mi gran oportunidad.

Desgraciadamente, no hubo fortuna, el viento calmó al poco de llegar la noche y me tuve que conformar con ocultar la fragata cerca del cabo Sicié, para esperar así que Eolo se pusiera de mi parte con la llegada de las luces del sol.

Pero el muy bellaco no se puso de la mía, sino de la de los franceses, y cuando estaba echando una cabezada en mi cabina, uno de los guardiamarinas llegó como un loco, gritando que habían avistado de nuevo a las fragatas francesas, y que para colmo contaban con el viento a favor.
Tras abofetearle un par de veces, acudí corriendo al alcázar, donde me informaron de nuestra complicada situación.

Ordené situar los dos cañones largos de bronce en mi cabina para intentar ocasionar algún destrozo en la jarcia de nuestros perseguidores, pero nuestros disparos no surtieron efecto alguno mientras nuestros enemigos continuaban acercándose sin remedio.

La Peneleope pronto se situó por nuestra aleta de babor y comenzó a disparar con mucho más acierto que el nuestro, y tarde, muy tarde, observé que mis artilleros no estaban a la altura de las circunstancias.
El otro buque francés, aprovechando que el avance de la Proserpine se había reducido considerablemente a causa del daño en la jarcia, se situó por la otra banda, lanzando hierro sobre todo al velamen.

Mi impotencia era total.
Respondíamos al fuego torpemente, con los hombres repartidos en las diferentes baterías, disparos erráticos y sin ocasionar daños relevantes en nuestro enemigo, que quería a todas luces evitar en la medida de lo posible ocasionar daños en la fragata.
Tal era mi desesperación al ver que mi navío iba a caer en manos del enemigo y, con él, lo poco que me quedaba de reputación, que recé para que una de las astillas que volaban de un lado a otro, afiladas como cuchillas, me acertara en la cabeza y acabara con mi sufrimiento.

Para cuando el enemigo se situó a tiro de pistola, el aspecto de la que fuera mi fragata era lamentable, con la jarcia destrozada, todos los cabos colgando como tripas y los tres palos rotos o muy dañados a la altura de las gavias.
Además, 'astillas' me informó de que en la sentina había entre nueve y diez pies de agua, lo que hacía la situación aún más delicada, si aquello era posible.

Por un momento pensé que lo mejor era acabar ahí mismo, ordenar que se devolviera el fuego y prepararnos para rechazar el abordaje para que el honor británico sobreviviera a nuestra muerte.
Además, llegué a la conclusión de que era la mejor forma de acabar con todo de una vez, ya que era perfectamente conocedor de que mi carrera estaba acabando en ese momento, al menos en esta guerra.

Pero, por otra parte, mantuve la cabeza fría, pensé que mis hombres, aquellos a los que apenas conocía desde hace menos de una semana, no tenían culpa alguna de la incompetencia de su comandante y, mientras oía el retumbar de los cañones y ya distinguía perfectamente el rostro der los oficiales franceses, decidí arriar la bandera para no malgastar estúpidamente sus vidas.

El capitán de la Penelope, que recibió mi sable, ya en la cabina de su buque, y mientras me servía una copa de vino en nuestro retorno a Tolón, agradeció el gesto de no entablar combate cuando ya estaba todo perdido.
"Ha salvado muchas vidas hoy, señor", me dijo con su marcado acento, y me informó que haría todo lo posible para que mi estancia en mi prisión provisional de Marsella fuera lo más cómoda posible.
Por ahora parece que ha cumplido su promesa, ya que, como he escrito antes, me visitó hace pocos días.
Trajo consigo vino, queso, más tinta para poder continuar con mi diario y un par de camisas y medias limpias.

Se lo agradezco, no cabe duda, pero mi pesar sigue siendo mayúsculo mientras continúa mi encierro el cual, y aquí el señor Dubordieu bajó los ojos ante mi pregunta, me aseguró que será muy largo, posiblemente hasta que termine la guerra.

Nunca pensé que desearía con tanta fuerza que se acabara el conflicto.

Tragedia

En Marsella, el 4 de marzo de 1809. En una habitación de la calle Le Panier

Me parece increíble. Todo esto debe de ser un sueño.

No. Es una maldita pesadilla.

Estoy en Francia, en Marsella. Y prisionero.
Lo único bueno es que, milagrosamente, me han permitido mantener mi diario.
Apenas lo miraron.
En cuanto se dieron cuenta de que era algo personal, y que sus datos militares eran insignificantes, me lo devolvieron, aunque al precio de dar mi palabra de caballero de que no reflejaría nada en él que pudiera comprometer la seguridad de Francia.
Obviamente acepté.

No tengo ánimos para relatar lo ocurrido.
Es demasiado doloroso.

Desgraciadamente creo que voy a tener tiempo de sobra para reflejarlo en mi diario.

Creo que estas cuatro paredes me van a resultar familiares durante mucho tiempo.