jueves

El espejo no miente

En playmouth, el 19 de diciembre de 1813. A bordo de la HMS Circe

Mis hombres trabajan duro para zarpar cuanto antes. No hay un minuto que perder. El alto mando quiere poner 1.000 hombres en la costa española antes de dos semanas, ya que sospecha que Napoleón acelera sus negociaciones con el rey de España de cara a un tratado de paz que le asegure un frente menos en los múltiples que tiene abiertos, y nada menos que el comandado por el General Wellesley. 

Por mi veteranía como capitán de navío, pese a comandar una nave de sólo 28 cañones y que muchos osarían llamar vieja y obsoleta (nunca en mi presencia, por supuesto), me han encomendado el mando de la expedición, de la cual no creo que haya problemas, ya que consistirá en escoltar una decena de transportes hasta el puerto español de San Sebastián, una travesía en donde la única preocupación será el estado del mar, ya que con Francia prácticamente acorralada en su terreno no espero oposición militar.

Vuelvo a contar con mi segundo de abordo, el teniente Jack Byron, cuyo carácter, con ínfulas de almirante desde que abrió los ojos (apostaría que aún en el seno de su madre), le han impedido avanzar más rápido en la jerarquía naval, y eso con un noble apellido en su hoja de servicio, lo que por otra parte es un alivio para un servidor al contar con un hombre de garantías a mi derecha.

Por este motivo no me sorprendió ver todo casi preparado al llegar a bordo de la fragata tras mis días de reposo en Wood Fields. Estoy seguro de que Byron situó en la cofa a un hombre con el cometido de avistar mi llegada, avisar a cubierta y disponer todo para que no encontrara ningún fallo en el inmaculado estado de la tripulación, una cubierta limpia como el alma de un recién nacido y los cañones brillando para pasar revista ante el mismísimo Rey.

"(...) no me sorprendió ver que casi todo estaba preparado al llegar a la fragata (...) 


Tras estrecharle la mano, lo primero que hizo fue darme un breve informe de la situación en el barco mientras yo observaba atentamente a todos los hombres, oficiales, marineros y tropa de a bordo, tras lo cual le invité a mi cabina, en donde hablamos algo más relajados sobre nuestros días de asueto, pero con mi teniente, como siempre, alerta a no decir una una palabra que pudiera delatar su verdadera forma de pensar, ya que Jack es muy reservado.

En estos momentos, mientras escribo estas líneas, tomo el café que me acaba de servir Vincenzo, como siempre contento de volver a la mar tras haber disfrutado de la familia y sus infinitos hijos en la campiña inglesa, oyendo de fondo el cargar y descargar de todo tipo de provisiones y repuestos que el mismo Byron se ha encargado de gestionar, ya que además de ser un hombre de recursos, su fuerte carácter y, sobre todo, su venganza, son de sobras conocidas por todos los responsables del material desde Devon a Liverpool.

También he mantenido reuniones con el condestable para hablar de las provisiones de pólvora, con el jefe carpintero para saber si tenemos todo lo necesario a bordo en lo relativo a posibles averías, y pasando revista a los nuevos guardiamarinas puestos a mi cargo, jóvenes mozalbetes con ganas de gloria y con el sentimiento romántico de la guerra aún intacto.
Una mañana realmente ajetreada, pero productiva, qué duda cabe, lo que hace que el café sepa aún mejor y así, animado por que todo vaya viento en popa, me he permitido el lujo de comer unos pasteles que tenía reservados para altar mar y agasajar a mis suboficiales. 

Y ahora me temo que he de llamar al maestro velero, ya que al levantarme para volver a cubierta los botones de la chaqueta han saltado por los aires en mi intento de cerrarla, como si fuese una descarga de metralla sobre la cubierta del enemigo.

De este modo, y mirándome en el espejo de tamaño completo que me regaló el capitán Blessing tras nuestro incidente en Rogerswick, he podido ver mi lamentable estado de forma. Creo francamente que nunca antes había estado tan gordo. El uniforme no me cierra y el dolor en las rodillas y la espalda ha de deberse a eso.
Además miro mi rostro y no me gusta lo que me dice el espejo, que me habla de una persona de poco más de treinta años que aparenta más de cincuenta; un rostro lleno de arrugas, hinchado y una mirada carente de brillo y llena de lo que parece resignación.



"(...) con la espuma besándome la cara (...)"

Espero francamente que la navegación, con la espuma besándome la cara y el viento del este acariciándome el pelo mientras me agarro a un obenque durante la travesía, ya que no me ha gustado nada lo que he visto en el espejo. 

viernes

El bosque de los robles

En Wood Fields (Portsmouth), el 29 de noviembre de 1814.

He recibido órdenes de presentarme en Plymouth dentro de tres días, de nuevo destinado a la HMS Circe en labores de escolta de un convoy que desembarcará tropas en el norte de España para hacer presión sobre el ejército francés en su retirada a su territorio.
Napoleón, según mis últimas noticias, busca una salida airosa con el Rey Fernando para anular uno de los frentes y centrarse en la coalición de rusos, austriacos y demás que llega desde el norte dispuesto a arrasar desde Brest a Tolón.
En caso de que el gran Corso se salga con la suya, muchos serían los perjudicados, desde los españoles que claman venganza a nosotros, ya que nos veríamos obligados a retirarnos y buscar otro lugar por donde atacar Francia y 'pelear' con nuestros aliados por ser los primeros en alcanzar la gloria: París.

Amo el mar por encima de todas las cosas, pero también los pequeños placeres de tierra firme, y es por eso que antes de embarcarme decidí pasar el día de ayer en un pequeño bosque de robles centenarios, a unas horas de camino de mi casa, y hacia allá fui cargado con mi fagot dispuesto a relajarme con la intención de dar sentido a alguna melodía, tratando de recordar las clases del señor Volkan.

Tarde más de lo esperado en llegar a mi destino, y lo hice sin aliento. Bebí agua en un arroyo cercano y me senté debajo de uno de los hermosos y grandes árboles centenarios. Reflexioné sobre mi lamentable estado de forma, en gran parte debido a mi desmedido peso. Me he visto en la obligación de arreglar mi uniforme para poder encajar en él sin parecer un fantoche, y creo que tendré que plantearme el volver a dar mis 3.000 pasos sobre el alcázar de la Circe. Con estos pensamientos me quedé dormido al son del canto de un cuco que sonaba en la lejanía.

"... me senté debajo de uno de los hermosos y grandes árboles centenarios..."

Desperté con el cambio de viento. Los marinos somos capaces de dormir profundamente y abrir los ojos ante circunstancias de este tipo, totalmente despejado, como si llevara despierto desde mi llegada. Comprobé echando un vistazo a la posición del sol que había pasado el mediodía, y que el viento había rolado, suavemente, dirección sur. Calculé de manera automática cuánto tardaríamos en llegar con este viento a la costa española, y tras repasar mentalmente las notas y quedar satisfecho con el resultado, armé el fagot y comencé a tocar con el único acompañamiento del susurro de las hojas y el chirriar de algún insecto en busca de compañía.

Es curioso que eligiera el fagot para adentrarme en el mundo de la música, un instrumento que por sí solo es poco brillante, dependiendo sobre todo de sus acompañantes, casi siempre el clarinete y el oboe cuando de tríos se trata, aportando esa 'nota' melancólica y quizás triste de una sinfonía.

Dicen que los animales se parecen a sus dueños, y quizás con los instrumentos pasa algo parecido. Soy una persona que no gusta de destacar en las reuniones, siempre en un segundo plano, un mero espectador, más amigo de colaborar con el grupo en vez de tomar la iniciativa. Quizás por eso sigo al mando de una fragata de 28 cañones y no comando un navío de línea.
Y eso sin contar con la eterna tristeza que me embarga y que sólo a ratos logro esconder, como la basura debajo de la alfombra, y sobre todo en el alcázar de mi barco, en donde trato de compensar esa falta de energía y carisma con ira y agresividad, lo que también le hace uno ganarse si no el respeto, el temor de la tripulación, válido a la hora de que sepan quién es el subordinado.

Tras hacer una pausa en mi ejercicio de improvisación y comer vorazmente la viandas que traía en mi zurrón, como si no hubiera un mañana, volví a dormir, relajado, con la tripa llena, bien agarrado a mi fagot, como cuando era guardiamaria y lo hacía aferrado a un trozo de queso o cecina por si mis compañeros de camareta quisieran paliar su hambre a costa de la mía.

Desperté con el sol cayendo más allá de las colinas y emprendí el camino de vuelta a paso ligero, ya que no es bueno andar por ciertos caminos de noche, y menos cuando me había dejado el sable y mis pistolas en casa al ir demasiado cargado de peso.
Afortunadamente la vuelta a casa no trajo novedad alguna, ya que no me crucé con nadie, acompañado por las estrellas que comenzaban a brotar en el cielo como caracoles tras la lluvia, amenizando el camino recitando de memoria los nombres de las constelaciones y pidiendo deseos a las estrellas fugaces.

"(...) recitando de memoria los nombres de las constelaciones (...)"

Una vez bajo mi techo, comí las sobras de mis provisiones disfrutando del chirriar de los grillos en el porche, pensando en seres queridos que ya no están pero que lo siguen siendo, combates pasados, perdidos y ganados, mientras volvía a tomar el fagot para improvisar algunas notas que sonaban como el ronquido de un gigante en la soledad de la noche.

Tras tomar un baño me fui al lecho, añorando ser mecido por las olas del mar, pero satisfecho y agotado tras un largo día de dulce soledad, de amor propio y paz.

Vuelta a Greenwich

En Dorset Street, el 25 de octubre de 1813. Londres.

Al disfrutar aún de mis días de descanso, decidí viajar a la capital, Londres, en donde he dedicado un par de días a caminar por la ribera del Támesis y por uno de mis lugares favoritos, los jardines del observatorio de Greenwich. He estado horas viendo pasar barcos de todo tipo y porte mientras imaginaba desde qué parte del mundo vendrían, o hacia dónde irían.

"He estado horas viendo pasar barcos de todo tipo y y porte"
No he podido evitar pensar en Lively, pues por aquí paseábamos cuando parecía que nuestras vidas
estaban ligadas para siempre. En un banco bajo un sauce una mirada; un roce descuidado de nuestras manos junto al estanque de los patos; la manzana acaramelada más dulce aún con ella cogida del brazo; la fragancia de la Dama de Noche cuando el sol comenzaba a ocultarse más allá de Whitehall; el sonido de un violín entre los árboles mientras bailábamos en la hierba. Una sucesión de recuerdos que se convertían en agujas incandescentes en la nuca.

¿Hacia dónde viajarán los barcos que surcan el Támesis? Pero la pregunta que a veces me obsesiona sin poder remediarlo es ¿dónde está Lively?
Reconozco que nuestros últimos encuentros, en nada poéticos y agradables, me han empujado de una forma sutil pero firme hacia una resignación que comienza a convertirse en hábito, en algo que no es forzado y que simplemente se convierte en asumir una realidad: ya no significo nada para Lively.
Trato de no pensar en ello en exceso. De hecho hacía mucho que no me castigaba de esa forma, pero eran demasiados los recuerdos que me asaltaban como astillas en cubierta durante una batalla para poder esquivarlas todas.

Pensamientos funestos que contrastaban con una alocada algarabía por las calles de Londres de regreso a mi pequeño hotel en Dorset Street.
De repente todo eran ¡hurras! sin que yo supiera aacertar el motivo, hasta que logré enterarme de la razón: Napoleón ha sido derrotado en Leipzig y se retira hacia Francia.
A la carrera y provocando la risa de algún transeúnte, llegué a mi club para conocer más sobre la batalla, pero los datos eran imprecisos. Según parece un potente ejército de la coalición se enfrentó al corso en Alemania, en donde reagrupaba filas tras sus fracasos en España y Rusia.
A pesar de que el número de sus hombres era inferior (se habla de cientos de miles de hombres en las filas aliadas) mantuvo contra las cuerdas a su enemigo todo lo que pudo y más, hasta que el propio desgaste de hombres le obligó a volver hacia Francia, en donde acabará todo.
"Le obligó a volver a Francia, donde acabará todo"

¿Buena o mala noticia? Qué duda cabe de que me alegro por todos aquellos que volverán a encontrarse con los suyos y de los que dejarán de sufrir, que serán millones.

Sin embargo, soy un hombre de guerra que sin guerra no tiene sentido, y por mucho que el sufrimiento ajeno y el dolor tendrán su punto final cuando Napoleón arríe su bandera, no puedo dejar de pensar que cuál será la utilidad de un mosquete que no ha de disparar.

Reflexiones a altas horas de la noche a la luz de una pequeña vela en un escritorio de Dorset Street.

jueves

Vuelta a casa

En Wood Fields (Portsmouth), el 10 de octubre de 1813

Paz. Paz absoluta. Tras meses oyendo el silbar del viento en la jarcia, el crujir de las cuadernas, los gritos del contramaestre, los ronquidos de la tropa y el sempiterno tañido de la campana de guardia, me relajo al son del canto de los pájaros, a la vista de las suaves colinas verdes de fondo y no las olas de un mar infinito. Estoy en casa.

Disfruto de unos días de descanso tras haber acabado por fin con la larga y tediosa campaña de bloqueo al otro lado del Atlántico, a la espera de nuevas órdenes para continuar con una guerra que, a mi juicio, va llegando a su fin.

Con el mar en nuestras manos, Napoleón, el gran estratega corso, va cediendo terreno ante el avance aliado. Su alocado empeño de tomar Moscú fue su sentencia. Lo consiguió, sí, pero a costa de miles y miles de bajas, de hombres que cayeron ante las espadas curvas de la temible caballería cosaca y, en la mayoría de los casos, por el invierno que diezmó el ejército en su retorno.

Una división de fuerzas, dos frentes, que han sido fundamentales para que su presencia en España haya prácticamente acabado tras años de constante desgaste en los inmensos campos de maíz o en los sombrío picos montañosos del norte, con millares de franceses degollados y asesinados a traición por un pueblo que no perdona ni perdonará los hechos trágicos de Madrid de hace cinco años.

Precisamente hace un par de semanas recibí una carta de mi hermano William, que ha tomado parte en la campaña española con la caballería del general Rowland Hill y que fue protagonista directo de la Batalla de Vitoria, la cual ha supuesto la práctica expulsión de las tropas francesas de España, lo que creo que es la puntilla definitiva para 'Bueno en Parte', que tendrá que defenderse ahora a base de mosquetes en su propio país.

William, que durante esta campaña ha alcanzado el rango de teniente, a pesar de que no se prodiga en escribirme, sí fue extenso en este caso, a buen seguro consciente de que su gloria eclipsa, con mucho, las escaramuzas a bordo de mi barco que no quedarán reflejadas ni en libros ni en cuadros.

Transcribo lo más interesante de su carta:

"(...) Apenas había amanecido cuando cargamos contra las defensas francesas. Hill nos había ordenado atacar los Altos de la Puebla, y allá fuimos con decisión, primero la tropa y después mis hombres y yo, sable en mano y vivas al Rey a voz en grito.
El combate fue espeluznante. Llegó un momento en que la sangre enemiga me llegaba hasta el hombro y apenas lo sentía del cansancio. Sólo oía el grito de unos y otros en una locura de sangre y polvo, y para cuando los 'ranas' comenzaron a huir despavoridos apenas tuve fuerzas de celebrarlo. Lo único que quería era beber agua y descansar, pero no había un minuto que perder.

Alcanzamos el pueblo de Subijana, y nos disponíamos a continuar con nuestro avance cuando el fuego de artillería de la 4ª División de Conroux nos obligó a mantener la posición tras provocar una auténtica carnicería entre nuestros hombres.


Ese paso estaba cortado y el general Hill optó por mantener su sección ante un posible contraataque francés, ordenándome que junto a medio centenar de hombres volviéramos sobre nuestros pasos para reforzar el centro de nuestro frente, en donde en ese momento se producía el combate más intenso, tal como indicaba el reguero de heridos que encontrábamos a nuestro paso: imágenes de pesadilla, el horror de la guerra en su esplendor, todo sangre y lamentos de cientos de gargantas desesperadas. 


La escena ahí era dantesca. Combates cuerpo a cuerpo en medio del barro por la cantidad de sangre derramada en el suelo. Apenas se distinguían los uniformes y, pese a que en ese momento nuestro número era superior, los franceses combatían con una fiereza y un orden que explicaba el por qué de su dominio en el continente durante tantos años (...)".



(...) Parecía que no iba a llegar nunca pero el frente francés se desmoronó por el centro. El enemigo comenzó a retirarse, sin orden, incluso arrojando muchos sus armas, mientras los españoles y los aliados portugueses cargaban al degüello y yo trataba de mantener la formación de mis hombres por si se tratase de una estratagema. 


Y lo vi. Conforme los miles de uniformes azules se abrían ante nosotros como el Mar Rojo ante Moisés, justo en el centro el alto mando francés trataba de recomponer inútilmente filas y una berlina lujosamente adornada comenzaba a avanzar hacia el norte a toda prisa.
Cargamos al galope al son de la corneta, y tal era el retumbar de los cascos sobre la tierra y el grito de nuestros hombres que su distinguido ocupante se bajó de inmediato, agarró uno de los caballos que le ofrecía un húsar francés y huyó despavorido escoltado por su guardia personal.

Habríamos emprendido la persecución pero, y de esto se ha avergonzado hasta el mismísimo general Wellesley en la copa que tomamos todos los oficiales para celebrar la victoria, la tropa se lanzó como alimañas sobre los carros de transporte que escoltaban la berlina. Y es que, para nuestra sorpresa, estaban repletas de joyas y piezas de arte de un valor incalculable, por lo que primero con nuestras fustas y en algunos casos extremos con los sables, hicimos lo que pudimos para evitar semejante expolio (...).

¡Menuda historia! He pasado toda la mañana leyendo la carta varias veces mientras disfrutaba de un dulce oporto. Según parece José Bonaparte huía de España con todo el tesoro que pudo conseguir, pero no contaba con que miles de hombres se lanzarían sobre él de semejante manera.
Lo peor de todo es que fue tal el desorden que se produjo que miles de franceses huyeron al sur de Francia, por lo que a buen seguro en breve estarán disponibles para seguir combatiendo contra nosotros.

Con el mar en nuestra posesión y los franceses derrotados en España y huyendo de Rusia, no me cabe duda de que en breve esta larga guerra llegará a su fin, lo que por otra parte supondrá un quebradero de cabeza para los oficiales de marina que estamos ahora mismo de servicio y que no tendremos un ingreso garantizado en futuras fechas.

Pero no quiero pensar en ello. No de momento. Lo único que quiero es seguir sentado aquí, disfrutando del aire fresco, del oporto y del canto de los pájaros. En paz.


domingo

Caza estéril

En alta mar, a bordo de la HMS Circe, el 2 de junio de 1813

El mar y el cielo oscuro no se distinguen en esta noche sin luna. No sopla viento y las velas de la Circe cuelgan flácidas como la hojas de un sauce. El silencio es casi opresivo, y si no fuera por la presencia del infante de guardia diría que estoy solo en el universo.

El calor es sofocante. No es habitual por estas fechas, pero lo cierto es que nos hemos visto obligados a abrir todas las portas para que mis hombres no se asfixien en la entrecubierta, y he dado permiso también para doblar esta noche la ración de grog para que puedan conciliar el sueño bajo amenaza, por supuesto, de que cualquier altercado será castigado con 50 azotes. 
Por ahora parece que funciona.

Mi ánimo no ha mejorado en demasía desde la última vez que escribí. De la desesperación puedo saltar a la fatalidad, y de ahí a la apatía, el abatimiento e incluso a la resignación. Aunque mi cirujano se ha prestado a hacerme una sangría y reforzar mi dieta con algún complemento vitamínico, de momento he optado por comer con normalidad (si consideramos 'normalidad' atiborrarme de tostadas con queso por la mañana, huevos fritos a medio día, doble ración de chuletas en el almuerzo, galletas y bizcocho al atardecer, y una copiosa cena a base de salchichas en salsa de mermelada). Para paliar tantos excesos paseo por el alcázar arriba y abajo, y cuando tengo ánimos subo al tope del mayor, y aunque llego sin resuello y con los brazos adormecidos, el coronar el mástil se convierte en una pequeña victoria diaria jaleada por algunos de mis hombres.

Quizás una buena batalla, con las astillas volando sobre la cabeza y un centenar de ojos asesinos puestos en un servidor sobre una cubierta resbaladiza por la sangre, podría ser el mejor de los remedios, ya que no hay nada más revitalizador que el intento desesperado por evitar la muerte, pero lo más cerca que estuve fue durante la 'persecución' de la USS Constitution, en donde desde un principio quedó claro que nuestras opciones eran mínimas y nos limitamos a observar de lejos la mayor parte del tiempo, como una hiena intentando hacerse con un buen pedazo de gacela en manos del león.

Tal como escribí el año pasado, recibimos órdenes de poner proa a Boston, pues nuestros servicios secretos nos informaron de que la Constitution, que estaba haciendo estragos entre nuestra filas, se disponía a zarpar con rumbo desconocido, y ya que mi fragata era la más cercana a la zona, a pesar de que nuestro potencial difiere en mucho del de nuestro enemigo, se nos encomendó la 'caza', al menos en lo que respecta a labores de información.

Tras varios días de travesía, con fortísimos vientos que nos obligó a trabajar duro a bordo, atentos a que no saltara la jarcia por los aires, en la mañana del 3 de noviembre, que amaneció con niebla y con el barómetro en plena escalada, avistamos a lo lejos dos velas rumbo sur.
Con todas las precauciones posibles, comenzamos la persecución, y dos días después uno de mis hombres, que había servido a bordo de un ballenero estadounidense, aseguró que una de las naves era sin lugar a dudas la USS Hornet. Su compañero, con sus particulares franjas negras y blancas y la majestuosidad con la navegaba era, sin lugar a dudas, la Constitution.

Sin perder el barlovento y por tanto la iniciativa, perseguimos a la pareja durante muchas millas, muy atentos durante las noches por si los americanos intentaban sorprendernos con algún tipo de estratagema. Sin embargo la Circe no era su objetivo y pudimos mantener la distancia y seguir sus movimientos, redactando en mi cabina el día a día con esmero y muchos detalles el informe al Almirantazgo.

Después de reunirme con mis oficiales en mi cabina y estudiar atentamente las cartas náuticas, llegamos a la conclusión de que los norteamericanos, a buen seguro envalentonados por sus últimas victorias, se encontraban en plena caza oceánica, a la busca de presas británicas que comercian entre ambos lados del Atlántico, pero sin suerte durante las primeras semanas mientras la Circe perseguía sus estelas. 
En algún momento intentaron sorprendernos, con burdas estratagemas para atraparnos entre dos fuegos, pero a fuerza de pasar noches en vela y con el apoyo del siempre diligente Jack Byron a mi diestra, logramos esquivar el peligro sin un solo disparo, hasta que el enemigo optó por continuar con la travesía, ignorando nuestra presencia.

El 13 de diciembre, en aguas brasileñas, avistábamos San Salvador. La Constitution y la Hornet se mantuvieron durante un par de días en la zona, de forma obstinada, lo que llamó mi curiosidad.
Ordené a Byron que tomara el cúter y algunos hombres para desembarcar fuera de la vista de nuestros enemigos e investigara en puerto mientras navegábamos arriba y abajo, a vista de catalejo.

Dos días después, pasadas apenas dos horas desde que la Constitution desapareciera por el horizonte en una mañana cargada de niebla, Byron volvió a bordo y resolvió el misterio.
En el puerto se encontraba fondeada la HMS Bonne Citoyenne, y Jack tuvo la ocasión de hablar con su capitán, Pitt Burnaby Green, que le explicó que llevaban a bordo nada menos que un millón y medio de libras.
Según le explicó, zarpó de Río hacia Inglaterra, pero apenas pasados unos días una fuerte galerna le obligó a costear hasta arrivar a Salvador y reparar graves daños en la jarcia que habrían hecho imposible la travesía transoceánica. Fue entonces cuando surgieron los dos navíos norteamericanos con sus aviesas intenciones.

Byron me contó que el comandante de la Hornet, de nombre James Lawrence, envió una carta retando a Green a un combate singular, con la promesa del comodoro William Bainbrige, a bordo de la Constitution, de no intervenir en ningún momento. "Como para fiarse de estos malditos", me dijo Jack, siempre valiente en el combate pero ni mucho menos un suicida. Green fue de la misma opinión y respondió que si bien creía que su barco y la Hornet se podrían enfrentar en igualdad de condiciones, creía sinceramente que en caso de derrota de su enemigo Bainbrigde no se limitaría a cruzarse de brazos sin intervenir. 

Una vez solventadas las dudas, Jack me preguntó, con el debido respeto, si podríamos ayudar en la huida de la Bonne Citoyenne, pero tras reflexionar, le expliqué, primero, que la Hornet tiene más potencial con sus 32 cañones que nuestros 28, y que la aparición de la Constitution (mi instinto me advertía que no debía de andar lejos) podría desequilibrar la balanza en favor de nuestro enemigo, que se podría llevar de una tacada dos embarcaciones británicas y un millón y medio de libras, con el capitán Vincent Daniels destinado de por vida a guardacostas en Cornualles.

Dos días después, el 74 cañones Montagu, con bandera de contraalmirante Hanley Hall Dixon, hizo su feliz acto de presencia y la Hornet huyó sin dilación.
Mi intención habría sido comenzar su persecución, pero Dixon me  ordenó subir a bordo para dar el informe.
Tras quedar satisfecho con mis explicaciones, me ordenó continuar con mi misión mientras él se encargaría, con su barco, de escoltar al Bonne Citoyenne hasta Portsmouth y darse así su particular baño de gloria.

De regreso del Salvador, y sin ver las velas de la Constitution y la Hornet después de muchos días, fondeamos en Halifax con la sensación de derrota y con la desagradable noticia, para colmo, de que la Constituion había derrotado y hundido a la HMS Java, lo que ha provocado que el mismo Almirantazgo haya ordenado a sus fragatas no combatir contra el barco norteamericano.

Unos se llevan la gloria, otros la derrota, mientras este servidor es un triste espectador de una historia que se desarrolla a su alrededor mientras tiene la impresión de no intervenir ni un ápice.

La única buena noticia es que volvemos a Inglaterra, cuando el viento así lo permita, pero con una sensación desoladora en las tripas. 

jueves

La soledad del capitán

En alta mar, el 2 de mayo de 1813

La guerra se acaba. ¿O debería de decir la gran guerra? Me cuesta llamar 'guerra', como tal, a la que en estos momentos mantenemos con las colonias americanas, a pesar de que la USS Constitution continúe haciendo estragos entre nuestras fragatas. Hablo de la que tiene lugar allá, en el viejo continente, con un Bonaparte cuya genialidad es lo único que mantiene vivo su imperio.

El mar es nuestro, y su asalto a los rusos se ha quedado en el intento, derrotado por el invierno ante un enemigo que ha sabido esperar su momento, al igual que ocurre en España, en donde la guerra de guerrillas ha terminado por desgastar a un ejército francés que con su potencial dividido en dos frentes comienza a replegar tropas y a plantearse seriamente en proteger su territorio.
Quién se lo iba a decir a 'Boney' cuando hace cinco años se dedicó a fusilar a unos alborotadores madrileños sin pensar que sería el germen de una rebelión y, puede, que su derrota.

Lejos de toda gloria y de grandes combates que queden para siempre inmortalizados sobre tapices que cogerán polvo en paredes de viejas mansiones, la HMS Circe, mi barco, se encuentra fondeado en la bahía de Cheasepeak en labores de bloqueo, meros testigos de las escaramuzas que tienen lugar en tierra, sobre todo en el norte.

Un tedio que es el que me impide acercarme con más periodicidad a este diario. Su hoja blanca es un
reto insondable ante mis ojos, a pesar de que trato de abrazarme a él cual salvavidas cuando todo parece estar en contra y el mero hecho de salir de la cabina cada mañana se convierte en un reto titánico. Cada rasgar de mi pluma es como el ascenso al tope del mayor en medio de un viento huracanado, especialmente por la sensación de que nunca llegarás a coronarlo y que el esfuerzo que realizas es del todo inútil.

Sin embargo, en la soledad de la cabina del comandante de una nave, rodeado de subordinados de falso afecto y que te siguen fielmente por la única razón de lucir charreteras en los hombros, contar con este diario sirve para eliminar demonios internos, 'paciente' y dispuesto a soportar estas tristes lamentaciones, y no tener así que compartirlas con cualquier persona que, tras una sonrisa bobalicona o un gesto adusto de enorme interpretación, hagan como el que le interesa lo que puedas contarle.

A todo esto hay que unir que un capitán no puede mostrar debilidad ante los suyos. Nadie quiere poner su vida en manos de un inepto, un pusilánime que pueda mostrar el más mínimo asomo de duda cuando las astillas y balas vuelan a tu alrededor buscando tu cabeza. No. He visto a cientos de marineros caer en una batalla porque su superior tuvo un asomo de duda en sus ojos, un rastro de miedo o de inseguridad. Dado que no puedo permitir que mis hombres, y en esto incluyo a mis oficiales, puedan pensar en un desmoronamiento de su capitán en el peor momento, les invito a mi cabina a cenar, comer e incluso desayunar, río a carcajadas ante cualquier estúpida ocurrencia de los comensales mientras en mi cabeza cuento los minutos esperando que todo se acabe y pueda volver a sumirme en mis pensamientos.

Me encantaría escribir de la persecución de la USS Constitution, del acoso del USS Hornet, pero no tengo fuerzas, ya estoy agotado.
Quizás en otro momento, cuando los palos no amenacen con saltar por los aires.