En alta mar, el 2 de mayo de 1813
La guerra se acaba. ¿O debería de decir la gran guerra? Me cuesta llamar 'guerra', como tal, a la que en estos momentos mantenemos con las colonias americanas, a pesar de que la USS Constitution continúe haciendo estragos entre nuestras fragatas. Hablo de la que tiene lugar allá, en el viejo continente, con un Bonaparte cuya genialidad es lo único que mantiene vivo su imperio.
El mar es nuestro, y su asalto a los rusos se ha quedado en el intento, derrotado por el invierno ante un enemigo que ha sabido esperar su momento, al igual que ocurre en España, en donde la guerra de guerrillas ha terminado por desgastar a un ejército francés que con su potencial dividido en dos frentes comienza a replegar tropas y a plantearse seriamente en proteger su territorio.
Quién se lo iba a decir a 'Boney' cuando hace cinco años se dedicó a fusilar a unos alborotadores madrileños sin pensar que sería el germen de una rebelión y, puede, que su derrota.
Lejos de toda gloria y de grandes combates que queden para siempre inmortalizados sobre tapices que cogerán polvo en paredes de viejas mansiones, la HMS Circe, mi barco, se encuentra fondeado en la bahía de Cheasepeak en labores de bloqueo, meros testigos de las escaramuzas que tienen lugar en tierra, sobre todo en el norte.
Un tedio que es el que me impide acercarme con más periodicidad a este diario. Su hoja blanca es un
reto insondable ante mis ojos, a pesar de que trato de abrazarme a él cual salvavidas cuando todo parece estar en contra y el mero hecho de salir de la cabina cada mañana se convierte en un reto titánico. Cada rasgar de mi pluma es como el ascenso al tope del mayor en medio de un viento huracanado, especialmente por la sensación de que nunca llegarás a coronarlo y que el esfuerzo que realizas es del todo inútil.
Sin embargo, en la soledad de la cabina del comandante de una nave, rodeado de subordinados de falso afecto y que te siguen fielmente por la única razón de lucir charreteras en los hombros, contar con este diario sirve para eliminar demonios internos, 'paciente' y dispuesto a soportar estas tristes lamentaciones, y no tener así que compartirlas con cualquier persona que, tras una sonrisa bobalicona o un gesto adusto de enorme interpretación, hagan como el que le interesa lo que puedas contarle.
A todo esto hay que unir que un capitán no puede mostrar debilidad ante los suyos. Nadie quiere poner su vida en manos de un inepto, un pusilánime que pueda mostrar el más mínimo asomo de duda cuando las astillas y balas vuelan a tu alrededor buscando tu cabeza. No. He visto a cientos de marineros caer en una batalla porque su superior tuvo un asomo de duda en sus ojos, un rastro de miedo o de inseguridad. Dado que no puedo permitir que mis hombres, y en esto incluyo a mis oficiales, puedan pensar en un desmoronamiento de su capitán en el peor momento, les invito a mi cabina a cenar, comer e incluso desayunar, río a carcajadas ante cualquier estúpida ocurrencia de los comensales mientras en mi cabeza cuento los minutos esperando que todo se acabe y pueda volver a sumirme en mis pensamientos.
Me encantaría escribir de la persecución de la USS Constitution, del acoso del USS Hornet, pero no tengo fuerzas, ya estoy agotado.
Quizás en otro momento, cuando los palos no amenacen con saltar por los aires.
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