viernes

Rumbo al Báltico

En Portsmouth, el 29 de agosto de 1808. A bordo de la HMS Circe

Estoy agotado y no sé por qué. No se puede decir que haya realizado un esfuerzo físico considerable, ya que lo único que he hecho es estar toda la mañana en el alcázar observando con desgana cómo mis hombres cargan a bordo suministros y pólvora.
Después de las misiones que me han llevado esencialmente por el Atlántico, el cambio de aires será considerable, ya que la fragata pondrá proa al Báltico, donde Inglaterra mantiene su alianza con Suecia en la guerra contra la armada rusa.

Nuestro principal cometido es portar despachos importantes y de los que poco sé, aunque según me han dicho mis amigos del Almirantazgo, quizás contemos a bordo con algún pasajero inesperado. No han podido adelantarme algo más.

En cuanto a lo de mi cansancio, creo que se debe más bien al estado de ánimo. Tantos días lejos del mar (unas dos semanas), dándole vueltas al asunto de Lively, me dejan sin energías para afrontar el día a día, por lo que el tricornio parece pesar más que nunca, y levantarme cada mañana del coy se convierte en poco menos que una victoria.

Ahora he de dejar de escribir.
Me reclaman en cubierta.

Carta a Lively Caster

A la atención de Lady Caster, en Plymouth (escrita el 15 de agosto. Entregada el 22 del mismo mes)

Querida señora, si usted está leyendo esta carta, eso significa que no me ha recibido en su casa en Plymouth.
Mi intención no era otra que la de hablar cara a cara con usted después de tantos meses ignorándome por completo.
A día de hoy, aún no comprendo qué pude hacer mal para ganarme este castigo, el castigo de haber dejado de existir para su persona.
Le he escrito constantemente sin recibir una sola respuesta suya.
Si por ventura se ha dedicado a guardar mis cartas, no me cabe duda de que tendrá en su disposición el papel suficiente para envolver el HMS Victory por completo.
Pero creo que ha llegado el momento de terminar con esto.
Es demasiado duro para mí. Demasiado.
Mi vida es una no vida. El día a día se convierte en un tormento, en una eterna espera sin final. En un laberinto sin Minotauro donde hago de un Teseo a la deriva.
Noches enteras sin poder conciliar el sueño, y días completos donde el sueño de encontrarla se esfuma con las nubes grises de Hampshire y de cualquier mar donde me encuentro.
Es por tanto por lo que he decidido zanjar esta situación de una vez, es por tanto por lo que me despido señora. Le digo adiós.
Este capitán al que ha desterrado a lo más profundo de su memoria, ésa donde los recuerdos dejan de florecer, se marcha, se marcha para siempre, para no volver, para dejar de soñar despierto. Para poder dormir sin temer la velada.
Créame. Jamás en la vida, ¡jamás!, he amado tanto a alguien. Es cierto que he conocido a otras mujeres, y también es verdad que alguna ha sabido tocar mi fibra más sensible para suspirar como un joven enamorado y alardear de ser el objetivo de Eros.
Pero usted, mi querida señora, usted, ¡ay!, es la única que de verdad me ha hecho entender lo que es el amor en su forma más pura.
Es usted, y sólo usted, la única que me ha hecho ver que el querer a alguien puede ser el pilar sobre el que se sostiene toda una vida, siendo todo lo demás meros accesorios que no eclipsan, ni por muy buenos o malos que sean, lo que supone rozar los dedos de su mano u observar un suave parpadeo de sus ojos al sonreír.
Pero ese pilar, ¡ese bendito pilar!, está cayéndose a pedazos al no poder contar con un mínimo de correspondencia por su parte, y es por ello que antes de que se caiga por completo y me convierta en un ser balbuceante, sin rumbo, buscando un sustento que no encuentra y un camino que no tiene salida, decido acabar con la incertidumbre tomando yo mismo la iniciativa para decidir que, a partir de ahora, Vincent Richard Daniels, capitán al servicio de su Graciosa Majestad, opta por renunciar a usted.
Sé que las consecuencias serán fatales, y no sé si mi cordura lo resistirá.
Pero debo hacerlo, no me queda otra solución.
No quiero ser más vulnerable.
Me niego a sufrir más entre sol y sol.

Me despido sin más demora, mi querida Lively, me despido.

Adiós para siempre, adiós.
Deseándole la mayor de las fortunas se despide su capitán, el que más le amó, el que le veneró hasta no sentir ni penas ni alegría. El que quiso ser suyo hasta la llamada del fin de los tiempos


Capitán Vincent Daniels. En Wood Fields. Cerca de Portsmouth (Hampshire)

Una decisión

En Wood Fields, el 15 de agosto de 1808. Cerca de Portsmouth (Hampshire)

He estado toda la mañana haciendo prácticas con el fagot.
A los dos días de mi llegada desde Portugal, con un dura travesía que nos ha tenido ocupados día y noche combatiendo con los elementos, llamé a mi profesor de música, el señor Volkan.
Hemos continuado con las clases, y aunque hace rato que se ha ido, he seguido por mi cuenta, sacando notas tristes al instrumento y con Vicenzo, que como siempre me acompaña en tierra, mirándome con gesto preocupado.

Y es que estoy triste, ¡triste!
Esto es un sin vivir, una tortura donde mi principal enemigo soy yo mismo y mis pensamientos.

Nada más llegar a Portsmouth, como siempre y tras el papeleo pertinente, fui corriendo a la Oficina de Correos.
Siempre que llego a puerto, ¡siempre!, acudo para ver si, por ventura divina, he recibido carta de mi querida Lively.
Sin embargo, aún persiste en su mutismo, y desde aquella vez que me escribió asegurándome que no quería volverme a ver más no he tenido noticias suyas.
Lo único que había eran cartas de personas a las que debo dinero (mi paga es miserable y me impide vivir con un mínimo lujo). Ni siquiera de un amigo o familiar que me pueda dar algo de consuelo en estos momentos.

Pero me empiezo a cansar de esta larga espera. Bien es cierto que lo que siento por Lively es algo tan puro y profundo que me obliga a insistir hasta llegar al punto de convertirme en un pedigüeño de atención y cariño.
Pero, ¿es esto vida? No, yo creo que no.
No ha de ser bueno el sentir que el corazón va a salir del pecho cada vez que se acerca por el camino que conduce a Portsmouth un jinete con una posible carta, o en puerto con la mirada fija en el muelle por si surgiera una lancha con un mensaje para mí.

Creo que tomaré una silla de posta y acudiré a Plymouth para despedirme de ella en persona, aunque por si las moscas escribiré una carta por si no tuviera bien recibirme.
No va a ser fácil.

Tempestad

En alta mar, el 8 de agosto de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Durante dos días el mar no nos está dando respiro alguno.
Apenas zarpamos de vuelta a Inglaterra para acompañar a los transportes que han traído en sus bodegas a los miles de soldados, y el barómetro comenzó a bajar a una velocidad endiablada, y di orden de alejarnos de la costa en la medida de lo posible.

Casi se podía ver aún la columna de polvo que levantaban las tropas del general Wellesley, en plena marcha, cuando el cielo se puso negro en pleno día, con las olas que levantaban la fragata muy por encima de la superficie marina y con todos mis hombres en las vergas listos para combatir con los elementos.
¡Y qué combate! Ni un navío francés de tres puentes es tan duro.
El Atlántico nos está mostrando toda la fiereza de la que es capaz, con un viento fortísimo como pocos he podido ver en mi vida, obligándome a reducir el velamen hasta casi dejar las vergas sin paño.

Pero no podía llegar a ese límite, ya que, aunque la fuerte lluvia y los picos de las olas apenas nos dejaban ver más allá de dos cables de distancia, casi podía oler la costa. De este modo mantuve hasta tres hombres al timón para que no perdieran el rumbo bajo la amenaza de 200 azotes, ya que pretendía seguir dejando atrás la costa pasara lo que pasara.
Para colmo de males el viento llegaba del noreste, por lo que nuestro retorno a Inglaterra se volvía más complicado si cabe.

En cubierta, con la Circe dando bandazos y casi ronco de gritar órdenes, habíamos perdido de vista cualquier embarcación, por lo que nuestro único fin era el de mantener la fragata lo más entera posible y esperar que el viento no nos desviase demasiado del rumbo. Llegado el momento, consideré que lo más oportuno era dejar las vergas desnudas y dejarnos llevar por una tormenta que iba a más a cada momento que pasaba.

El ulular del viento era ensordecedor, y era bien entrada la noche cuando el mastelero del mesana se vino abajo con mucho estruendo de madera rota y pesados cabos cayendo sobre el alcázar. Afortunadamente la mayor parte cayó en el mar, por lo que una vez cortados los cabos y eliminar una posible ancla flotante, hice recuento para comprobar que no se habían registrado heridos.

Y así estuvimos toda la noche y el día siguiente, con el cielo tan oscuro que parecía el infierno.
En los pocos momentos en los que podía abandonar el alcázar para descansar algún momento en la cabina, me dedicaba a observar las cartas y hacer un cálculo del rumbo, pero no lo sabremos con certeza hasta que pueda tomar una medición en condiciones, lo que no será posible hasta dentro de un par de días como mínimo.

Tras una jornada agotadora, otra vez de noche, y cuando me encontraba de nuevo en el alcázar, con el viento que seguía soplando como mil demonios al unísono, un grito en la lejanía que resultó ser al serviola que teníamos en proa anunciaba que dirigiéramos la mirada hacia la amura de estribor.
Dirigí mi catalejo hacia el punto que me señalaba y pude ver la figura de un gran navío muy escorado, con las vergas de los juanetes que casi rozaban las olas.
Fuimos incapaces de identificarlo, ya que la espuma hacía imposible leer el nombre de popa. Además su aspecto era lamentable, ya que había perdido el trinquete.
Finalmente terminó por perderse más allá de las olas después de intentar comunicarnos a base de señales con banderas y luminosas. Pero ambas fueron inútiles.

Ahora estoy de nuevo en el escritorio, con mi diario mientras hago equilibrios para no caer rodando hasta uno de los mamparos.
La lluvia sigue golpeando con fuerza el ventanal, y Vicenzo hace guardia a mi lado, sirviéndome café para no enfriarme, ya que sigo con el capote de mal tiempo (empapado) puesto.

Ahora vuelvo a cubierta para seguir combatiendo con la tempestad.
He escrito estas líneas por si fueran las últimas.
Nunco se sabe en alta mar.

domingo

Mala noticia

A la atención del almirante Daniels, en Bedford.

Querido padre:

He enviado esta carta apenas recibida la suya, por lo que le ruego que disculpe la brevedad de la misma.
Como sabrá, aquí en la costa de Portugal el general Wellesleyk y su fuerza expedicionaria se encuentra desembarcando para luchar contra el ejército francés, que recientemente ha sufrido una importante derrota en Bailén ante el español Castaños.
Por mi parte, me dedico a ayudar en la medida de lo posible con el desembarco de los más de 10.000 soldados que aquí se encuentran, con la práctica totalidad pisando ya tierra y a la espera del orden de marcha.
De hecho, he podido hablar con el teniente Byron, que se ha hecho muy amigo del general, y me ha dicho que éste parece algo nervioso y contrariado, y que no para de dar órdenes para que el proceso de desembarco se acelere en la medida de lo posible.
Aún desconocemos el por qué de la actitud del señor Wellesley, pero mi teniente, especialista en averiguar lo que se pretenda, me ha asegurado que tarde o temprano pondrá en mi conocimiento qué le pasa por la cabeza al general.

Pero no quiero extenderme más. Lo importante es que he recibido su carta donde me informa de que mi querido abuelo está enfermo, lo cual apena mi corazón. Espero que sepa disculpar mi ausencia, pero ahora mismo me resulta imposible viajar hasta Inglaterra, ya que debemos de permanecer aquí hasta que el ejército comience con su avance. Es por ello que le ruego que le transmita tanto a mi abuelo como a mi querida madre todos los ánimos que se pueden dar a través de una hoja de papel, y desear una pronta recuperación para la que es, sin duda, una de las personas más queridas por mí en este mundo.
Aún recuerdo cuando yo, con apenas cinco años, paseaba con él por la ribera del Támesis mientras me mostraba las diferentes embarcaciones allí fondeadas, y después, como colofón, me llevaba por todas las tabernas de Londres mientras continuaba con sus historias y me dejaba probar pequeños sorbos que terminaban con el pequeño Daniels dando tumbos de vuelta a casa.
No quiero extenderme más. Sólo quiero que la carta llegue cuanto antes.
Le ruego que me escriba lo antes posible para poder tranquilizar mi ánimo.

Sin más se despide, siempre suyo

Capitán Daniels, en la Bahía de Mondego. El 3 de agosto de 1808.