domingo

Soledad en Wood Fields

En Wood Fields, el 8 de abril de 1818. Portsmouth

Bonito día. El cielo es azul, con algunas nubes que llegan rápido desde el este, empujadas por un viento fresco que hace que las hojas de los árboles bailen alegres.

Hace meses que fui apartado del servicio activo. No hay guerras suficientes para lo hombres de la Royal Navy, y tras negociar una pensión escasa que apenas me da para sobrevivir, vivo solo aquí, en Wood Fields, paseando y reflexionando sobre mi vida en un agotador trabajo de introspección. 

Pero la mayoría de las veces es mejor simplemente pasear. Manos a la espalda y con la cabeza gacha, doy largos paseos por los alrededores de la casa, disfrutando de pequeños detalles como el rocío de la mañana o un jilguero cantando a lo lejos. Es por eso, quizás, por lo que ha pasado más de un año desde que escribí en estas páginas, cuando me encontraba en el Mediterráneo a la caza de esclavistas. Necesito vaciar la mente y espantar los problemas y las preocupaciones como moscas, y disfrutar simplemente de las pequeñas grandes cosas que nos regala la existencia. 

Erin Hanson
Echo de menos el mar. Sería un mentiroso si dijese lo contrario. El viento salado en la cara, el crujir de la jarcia y el vaivén sobre las olas siempre seguirán en mi corazón hasta el final de los días. Incluso el retumbar de los cañones y el ruido de los aceros, aunque me hacían temblar en las ocasiones más complicadas, son ahora, con el paso del tiempo, un bonito recuerdo que echo de menos mientras cuento, ante el espejo, las cicatrices de mi cuerpo.

Y la soledad. Nadie visita al viejo capitán Daniels. A mis 38 años he cumplido casi todos ellos al servicio activo de Su Majestad. Y dejado atrás el alcázar de mi navío, rodeado siempre de oficiales y marinería, estos meses de soledad siempre han resultado ser agridulces: el ajetreo de los hombres por encima de cabeza pisando las maderas se difumina como el humo en en los vientos alisios cuando soy consciente del silencio de las mañanas cuando despierto en mi casa, intentando detectar un cambio en el viento o esperando oír el tañido de la campaña del infante de marina para descubrir finalmente que estoy en tierra.

Un día a la semana viene Vincenzo. Trae huevos y hortalizas de su granja. También dejó el mar, y se dedica a trabajar con su familia. Sin embargo no se olvida de su antiguo capitán, y aunque no lo pido que lo haga, durante ese día se dedica a limpiar la casa, doblar la ropa y sacar brilla a la poca plata de la que dispongo. Cuando acaba se sienta conmigo en el porche mientras observamos el atardecer, en silencio, tras aceptar una copa de Jerez, que sé que le encanta.

Del resto no sé nada. No recibo más visitas y nadie me escribe. He escrito algunas cartas, pero pocas o ninguna han recibido respuesta. Hay días que me importa y otros que no. Noto que mi ser van aceptando la soledad y empieza a abrazarla como a una vieja dolencia que sé que siempre estará ahí y que es inútil resistirse a ella.

Incluso el recuerdo de Lively duele menos. O es lo que quiero creer. A veces pienso preguntar a Vincenzo sobre ella, pero cuando apenas las palabras van a salir de mis labios un pensamiento se cuela en mi cabeza y cuestiona la utilidad de la información, así que simplemente callo y sigo mirando al sol morir un día más por el oeste.