lunes

A las puertas de una nueva misión

En Wool Fields, el 24 de marzo de 1808. Hampshire.

Hace ya varios días que estoy en mi casa al amparo de las verdes colinas esperando órdenes.
Después de nuestra incursión en el puerto de Vivero, que se saldó con una auténtica carnicería por parte nuestra y enemiga, recibí la felicitación del Almirantazgo, que me ordenó transmitirla a mis hombres.
Ya se sabe que en las altas instancias la satisfacción es proporcional al número de madres y esposas que tendrán una silla vacía en la mesa para el resto de la vida.

En estos días donde he tenido poca actividad, me he dedicado a pasear por los terrenos que rodean mi casa, con las manos a la espalda y dando lentos pasos.
No sé si es la habitual pena que me alberga después de una batalla, con la pérdida de hombres de uno y otro bando, con sus sueños y esperanzas, pero lo cierto es que últimamente agacho la cabeza más de la cuenta.
No hay mañana que dirija mi vista hacia el camino que lleva a Portsmouth esperando una carta de algún amigo o familiar, e incluso de Lively, pero como respuesta el camino sigue limpio, sin polvo que anuncie la llegada de un caballo, y me limito por tanto a continuar con mi paseo oyendo el trinar de los pájaros.

Hace tres días me acerqué junto a Vincenzo a Pompey para comprar algunas provisiones, y observé los buques fondeados con satisfacción, incluyendo a la Circe, que está recibiendo en el astillero un buen lavado de cara, renovando la cabuyería y limpiando los fondos, cuyas reparaciones están siendo supervisadas por el teniente Lawyer, felizmente recuperado (sólo cojea levemente) del incidente en la Apropos.
Después de un paseo acalorado, ya que la mañana era estupenda, con un azul intenso en el cielo que permitía ver con claridad muchas millas mar adentro en las aguas del Canal, me dirigí a Keppel's Head para disfrutar de una pinta bien fresca.

Después de los saludos de rigor a algunos oficiales conocidos, y tras vaciar la jarra de un largo sorbo apareció en la puerta la figura del señor Oliver, que se sentó junto a mí tras pedir permiso mientras lucía una sonrisa de oreja a oreja.
Hablando con la naturalidad de su oficio para no levantar sospechas, me comentó que todo parecía indicar que la fragata tendría que zarpar de nuevo hacia la península ibérica, donde a pesar de que oficialmente parece ser que a Francia se la recibe con los brazos abiertos, a nivel popular la cosa no está tan clara.
En Aranjuez un golpe de estado encubierto se saldó con el asalto a la residencia del valido Manuel Godoy, y sólo porque el Príncipe de Asturias, Fernando, se dirigió a la multitud, se calmaron los ánimos.
Esto no ha impedido que Godoy haya sido destituido y arrestado, y para colmo el Rey Carlos IV se ha visto obligado a abdicar en favor de su hijo.

Sin embargo, pese a tanto revuelvo, me decía Oliver, los franceses continúan tomando posiciones, y la fortaleza de Figueras también ha caído sin levantar un maldito sable, y tanto Murat como Dupont avanzan hacia Madrid sin oposición. Entrarán en la capital a buen seguro entre hoy y mañana.
Nuestro estado de guerra continúa, pero Oliver hizo algunas averiguaciones importantes en El Ferrol, y según parece en el norte, sobre todo en la zona de Asturias, están más que predispuestos a levantarse en armas contra el invasor francés independientemente del visto bueno de Madrid.

Desde luego al bueno de Oliver se le ve bastante entusiasmado, y arde en deseos de pisar de nuevo tierra española para proseguir con sus intentos de buscar aliados para acabar con Napoleón y su hegemonía en el continente.
De ser así no cabe duda de que será de nuevo la Circe la encargada de desembarcarlo, aunque me da la sensación de que su estancia será a buen seguro más duradera que en la última ocasión, donde apenas estuvo dos días en suelo firme.

Será cuestión de esperar qué día será el elegido para una nueva aventura en la costa española, amiga y enemiga a partes iguales.

La Apropos

En la HMS Circe, el 17 de marzo de 1808. Cerca del puerto de El Ferrol.

Hace tiempo que no tenía la energía suficiente para volver a escribir en una de las páginas de mi diario.
Un enfriamiento, un fuerte enfriamiento, casi acaba conmigo, y aunque ya estoy teóricamente recuperado, aún noto que me fallan las fuerzas, y realizar cualquier tarea supone un trabajo extra que me agota en minutos.
Este contratiempo en forma de enfermedad llegó en el peor momento, cuando habíamos zarpado de Pompey para llevar al señor Oliver al Ferrol.
En la primera noche ya comencé a sufrir mareos, y el cirujano me ordenó reposo absoluto para evitar males mayores.
Sin embargo no le hice caso, ya que se acercaba una situación delicada al tener que desembarcar a nuestro pasajero lo más cerca posible de su destino, y con el capote del mal tiempo y Vicenzo a mi diestra en el alcázar siempre con una taza de té bien caliente en la mano, me dispuse a realizar mi misión.

Pero no me esperaba lo que nos íbamos a encontrar en nuestro acercamiento a la costa.

Oliver decidió que el mejor lugar para desembarcar era en las inmediaciones del puerto de Viveiro, y en la lancha se dispuso a abandonarnos una vez más.
Pero apenas estaba a dos cables de la fragata, observé incrédulo (llegué a pensar que era por la fiebre) cómo la pequeña embarcación viraba y volvía sobre su estela.
El teniente Evans, a la caña, subió como un gato por el costado de la fragata y me informó sin poder ocultar su entusiasmo que un barco de pequeño porte, posiblemente una goleta, se encontraba en el puerto gallego enarbolando pabellón francés.
Sin perder un minuto, ordené zafarrancho y nos dispusimos para el ataque, con el señor Oliver con gesto contrariado al toparse con un nuevo obstáculo en sus planes.

Fuimos recibidos por fuego de baterías de dos pequeños fuertes: el de la derecha con ocho cañones de 24 libras, y el de la izquierda otros cinco del mismo calibre.
Ya que para la fragata resultaba imposible mantener a raya ambos frentes, ordené sendas partidas para neutralizarlos, maldiciéndome por estar demasiado débil para tomar mi sable y encabezar una de las expediciones.
El teniente Evans se dirigió al de la izquierda, y el teniente de infantes de marina Basket al de la derecha, con nuestra batería disparando sobre el primer fuerte, en teoría el de mayor potencia.

Ambas lanchas llegaron a su destino. Basket y sus hombres, no sin esfuerzo, lograron adentrarse en el fortín, y tras dura lucha lograron silenciar sus cañones, acabando con los españoles, que se batieron en retirada tras haber defendido por encima de sus posibilidades la posición.
El teniente no tuvo tanta fortuna, ya que su desembarco no fue sencillo dada la oscuridad de la noche y el fuego de mosquetes que llegaba desde las alturas. Finalmente optó por dar media vuelta y volver a la fragata, que con el otro fuerte ya silenciado lograba mantener a raya el que quedaba en pie, con sus cañones disparando a cada minuto con menor precisión y entusiasmo.

Era el momento de enviar al primer oficial Lawyer, que se ofreció voluntario, a abordar el barco francés, y allá fue con unos cuarenta hombres y en compañía del segundo del piloto, el señor Blond.
Fueron recibidos con hostilidad desde la cubierta francesa, con una fiera resistencia al contar con 70 franceses armados que no pudieron evitar el asalto de mis hombres.
Desde mi posición podía distinguir la cruda lucha a bordo, y a cada destello de luz de las detonaciones de los mosquetes y pistolas veía a unos y otros caer.
Después de hacer suyo el fuerte, el teniente Basket y sus hombres volvieron a la lancha y a bogar con frío para socorrer a sus compañeros, pero no llegarían a tiempo.

Cuando parecía que el buque sería nuestro, una potente explosión nos sobresaltó a todos, y una enorme columna de fuego se extendió como un géiser infernal que casi me hizo caer dado mi débil estado.
El navío francés se fue al fondo al instante, y para mi horror con buena parte de mis hombres a bordo. Hasta el fuego del fortín se detuvo y no volvió a reanudarse.

Según me relataron los supervivientes, los oficiales franceses de la goleta, de nombre Apropos y montando ocho carronadas de 12 libras, optaron por incendiar el barco al tener información importante en forma de despachos.
El balance en ambas partes ha sido trágico, ya que por nuestra parte murieron veinte hombres, quedando muy heridos también Blond y Lawyer.
Por parte francesa rescatamos a los pocos que no quedaron afectados por la explosión, apenas una decena.
Este hecho trágico, sumado a mi enfermedad, me ha tenido delirando en el coy tres días, por lo que ha sido el teniente Evans el encargado de llevar cerca de Ferrol al señor Oliver, que se despidió de mí en lo que parecía un sueño.

Hoy me encuentro mejor, he paseado por el alcázar, saludando a mis hombres, muy abatidos por la pérdida de compañeros, y he visitado en la enfermería a Blond y Lawyer, que se recuperan felizmente y a los que propondré ascender en mi informe.
Esta noche nos acercaremos a la costa, pues es la primera cita con Oliver.
Creo que ya hemos tenido contratiempos suficientes en este viaje, por lo que espero que no haya más sorpresas desagradables.

Otro intento

En Porstmouth, el 10 de marzo de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Una vez más vuelvo a pisar las familiares maderas de mi fragata.
Después del fracaso en la misión de San Sebastián (de la cual no he recibido ningún tipo de recriminación oficial), se me ha ordenado de nuevo transportar al señor Oliver en un viaje de semejantes características, aunque en esta ocasión viajaremos más al oeste, concretamente a Ferrol, donde mi ilustre pasajero quiere seguir con sus indagaciones.

Después de nuestro enfrentamiento con las cañoneras, me han entregado otra vez el mando de la Circe, de mayor potencia que la Ranger y que no pierde demasiado en cuanto a su capacidad de maniobra y velocidad.
Además, una vez más cuento con mis hombres de confianza para una misión que puede resultar igual de peligrosa o más si cabe, ya que, en primer lugar, todo lo que sea estar cerca de la costa gallega y del Cabo Finisterre supone un gran riesgo dadas las condiciones climatológicas, y en segundo y no menos importante, Ferrol sigue siendo una de las bases militares principales del país, por lo que su vigilancia será a ben seguro muy exhaustiva.

Dado que el señor Byron continúa convaleciente en Gibraltar (no tengo noticias suyas pero así lo supongo), me han enviado como nuevo primer oficial al señor John Lawyer, al que aún no conozco en profundidad pero que me ha causado una buena impresión, ya que parece bastante competente y no tiene los aires de suficiencia que he visto tantas veces en los oficiales, aunque sean de un rango inferior, de la Armada de Su Majestad.
Zarparemos mañana por la mañana, en cuanto suba la marea, y pondremos rumbo a la costa gallega.

Me habría gustado pasar más tiempo en tierra, ya que aún espero con ansia noticias desde Plymouth y mi querida Lively, por lo que he pasado gran parte del día en el alcázar observando el puerto mientras, a mis espaldas, mis hombres se encargaban de subir a bordo las provisiones en forma de agua, alimentos y pólvora, para esta nueva travesía.
He pensado escribir una carta por si no volviera vivo de esta misión (tengo un mal presentimiento), por lo que me pondré con ella en cuanto tenga tiempo para entregarla a un hombre de confianza o, en un caso drástico, al enemigo que acabe con mi vida y tenga la humanidad suficiente para cumplir mi última voluntad.

viernes

Murguita

En la HMS Ranger, el 7 de marzo de 1808, en aguas del Canal.

Hoy luce un cielo azul que parece recién pintado, con mucho sol en las aguas del Canal y que contrasta con las tensiones vividas en estos últimos días.
El martes, aprovechando que no había luna y por consejo del señor Oliver, nos adentramos en la costa española, cerca, quizás demasiado para mi gusto, de San Sebastián y de sus temibles lanchas cañoneras, que ante una embarcación de nuestras características pueden resultar mortales.

Dado que las tropas francesas marchaban a paso ligero hacia la ciudad, Oliver insistió en que lo desembarcara lo más cerca posible para no perder más tiempo, por lo que a instancias de nuestro piloto, a bordo para esta misión y con el que estuve toda la noche del lunes estudiando los mapas de las inmediaciones de San Sebastián, pusimos en facha la corbeta frente a la ensenada de Murguita, esquivando el destello blanquecino de un faro que se convertía al mismo tiempo en aliado y enemigo.

En un tiempo record arriamos la lancha y el señor Oliver se perdió en la oscuridad junto a mis hombres, previo aviso de que lo recogiera a la noche siguiente o, de no aparecer, el jueves (ayer).
Sin mutar el gesto, me dijo que en el caso de que no estuviera tampoco en la segunda cita volviera a Inglaterra y entregara una carta a su esposa, en Liverpool, si fuera tan amable.

Los días se me hicieron largos. Ya que el primero, y tal como temía, no apareció la señal acordada en la playa (dos movimientos arriba, dos abajo, uno a la izquierda, con el farol), por lo que después de poner las velas en facha volvimos a alta mar, con funestos pensamientos en mi cabeza y tratando de evitar por todos los medios plantearme cómo iba a encontrar a la señora Oliver.
El segundo tuvimos problemas.
La luna surgía con timidez entre las nubes negras y el faro parecía iluminar toda la ensenada cual Argos.
Además, uno de los serviolas advirtió lo que parecía ser una mancha blanca que bien podrían ser velas doblando la punta de Mompás, por lo que hasta que no estuve completamente seguro de que había sido una ilusión no me decidí a acercar más la corbeta a la costa.

El retraso me hizo temer lo peor, ya que me atormentaba el pensar que Oliver, ante nuestra tardanza y por miedo al alba, hubiera decidido marcharse.
Pero no fue así, y cuando comenzaba a palpar la carta de Oliver, en mi chaqueta, un destello en la orilla y la correspondiente confirmación arrancó algún hurra a bordo que fue tajado a golpe de rebenque por nuestro contramaestre.

Lancha al agua, boga con fuerza y el bichero que volvía a enganchar, fue todo uno, y Oliver, con ojeras hasta las mejillas, se encontraba de nuevo a bordo a la vez que le entregaba con una profunda satisfacción la carta.
Pero fui demasiado optimista.
El grito de Paint en la cofa y la columna de agua que surgió a babor se sucedió en un momento.
Ordené zafarrancho y sin saber a qué nos enfrentábamos ya orientábamos las velas para salir cuanto antes de aquella ratonera.
Los zumbidos de las balas que sólo daban al agua se seguían sucediendo, y cuando las velas estaban bebiendo viento y mis artilleros en sus puestos dirigí mi catalejo hacia punta Mompás, donde puede ver cuatro mástiles bien separados y que trataban de cerrarnos la salida. Las temibles cañoneras.

Respondimos al fuego con fuego, nuestros cañones babor, aunque no llegaron a alcanzar su objetivo, al menos mantuvieron a raya al enemigo, que maniobró con prudencia y, todo sea dicho viniendo de españoles, con una excelente eficacia, para evitar daños y un enfrentamiento directo.
Afortunadamente para nosotros no se enfrascaron en una persecución, y por un momento tuve la sensación de que sólo buscaban ahuyentarnos, ya que al observar a la más cercana de las embarcaciones pude ver a un oficial, en la proa y al lado del cañón de al menos 24 libras, saludarnos con el sombrero.

Ya en alta mar, intenté hablar con el señor Oliver, que amablemente me dijo que prefería descansar, por lo que no fue hasta esta mañana, en el desayuno, cuando he tenido la oportunidad de hablar con él.
Sin vino en la mesa, me ofreció pocos detalles y se mostró bastante reservado, malhumorado, diría yo. Me dijo que no pudo hablar con nadie, ya que para cuando cruzó las murallas de la ciudad las campanas sonaban con fuerte repicar al anunciar que las tropas francesas ya estaban listos para el asalto.
Por tanto lo único que pudo hacer fue darse la vuelta e intentar salir de San Sebastián cuanto antes y sin ser descubierto, ya que la ciudad se rindió el mismo miércoles sin disparar un tiro por miedo a las represalias.

Alrededor de la ciudad había muchos franceses, y Oliver me dijo que tuvo que dormir la noche en una pequeña finca tras pagar una cifra astronómica al dueño, que lo recompensó con buen queso y vino tibio.
Al caer la noche, ocultándose entre los árboles y los arbustos, llegó hasta la orilla para volver a salvo a nuestro barco.
No quise preguntar más y nos dedicamos a terminar con nuestro desayuno en silencio, proa a casa por tanto y con la sensación, ya que también estoy implicado, de haber fracasado.

lunes

William J. Oliver

A bordo de la HMS Ranger, el 3 de marzo de 1808. En las aguas del Canal.

Vuelvo a tener una misión.
Hace dos días, cuando dormía (noche cerrada), me sorprendió un fuerte golpeo en la puerta, y sable en ristre acudí plenamente convencido de que Napoleón había desembarcado en el Támesis.
Cuando abrí, escoltado por Vincenzo, armado con un cuchillo para cortar pollos, nos encontramos con el gesto cansado de un mensajero acompañado a pocas yardas de un caballo negro que resoplaba con esfuerzo.

Cuando aún oía el galope perderse en la noche leí a toda prisa el mensaje, donde me ordenaban volver de inmediato a Porstmouth, donde debería de tomar el mando de una ágil corbeta, la Ranger, de 16 cañones.
Apesadumbrado al pensar que me habían degradado, viajé a toda prisa y en un tiempo record me encontraba en Pompey, donde subí a bordo de mi nuevo barco, de escaso porte pero elegantes líneas,
Toda la tripulación y los oficiales estaban preparados y me recibieron con gran respeto, ya que no es común que alguien de mi rango comande un buque de semejantes características.
El primer oficial, con no mucho más de veinte años, me recibió muy solemne, y me entregó un sobre que había llegado poco antes que yo.
El teniente Tyler, que así se llamaba, me informó que sólo podía abrirlo cuando hubiera zarpado, según habían ordenado, y observé el lacre cerrado con mucha curiosidad.
Las luces del alba nos saludaron con la Ranger deslizándose suavemente a babor de la Isla de Wight, y se me hizo muy raro dejar atrás Portsmouth sin ocupar el alcázar de mi querida Circe, a la que echo mucho de menos, sobre todo su cabina, que si bien podría ser una pequeñez al lado de cualquiera de un navío de línea, era no obstante un auténtico palacio comparado a esta pequeña ratonera que ahora ocupo.

Vincenzo, que me ha acompañado, apenas habla y se le ve muy triste, aunque no ha perdido el tiempo y se ha adueñado de la despensa y ha convertido en su nuevo siervo al cocinero, cuyo nombre desconozco.
Una vez comenzamos a navegar con viento suave del noreste, rompí el lacre para leer rápidamente las instrucciones, y grande fue mi sorpresa cuando me informaban que lo único que tenía que hacer era transportar a un pasajero hasta la costa norte de España, cuyo punto exacto me lo comunicaría en persona él mismo, que responde al nombre de William J. Oliver.

No estoy acostumbrado a este tipo de misiones, e invité a cenar a este tripulante especial que merece, nada más y nada menos, viajar escoltado por un buque de Su Majestad.
Aunque no había tenido tiempo de revisar la despensa dado lo apresurado de nuestra marcha, Vicenzo se las apañó para encontrar un par de deliciosas botellas de vino y chuletas en gran cantidad, por lo que mi invitado disfrutó de la comida mientras a mí me servían, cómo no, acelgas hervidas con un chorrito de aceite.
Oliver, de unos cuarenta años, demostró ser un hombre bastante reservado, de pocas palabras y mirada inteligente, y nuestra conversación fue de lo más banal, hasta que las copas se fueron vaciando frente a él mientras yo bebía a pequeños sorbos un zumo de uvas a la vez que fulminaba con la mirada a un victorioso Vincenzo.

Oliver me explicó que viaja a España para realizar una serie de averiguaciones, y me puso al tanto de la situación que vive el país.
Según parece, las tropas francesas, al mando desde hace poco más de una semana del mariscal Joachim Murat, han tomado las ciudades de Pamplona y Barcelona, y ahora se dirigen hacia San Sebastián, a donde llegarán en un par de días, según me relató. Éste, precisamente, es el destino escogido por este señor.
Me dijo que en ambos casos las tropas españoles no habían ofrecido ninguna resistencia, y habló con términos poco amables de los españoles durante buen rato, momento que aproveché para hacer volar la imaginación y dedicar mi pensamiento a mi querida Lively, allá en Halifax, quizás en los brazos de un rico comerciante o un oficial de alto rango.

El fuerte carraspeo de Vicenzo me sacó de mi ensimismamiento, y mientras me preguntaba si habría cometido la descortesía de cerrar los ojos, Oliver, con la segunda botella vacía, me explicó que su misión no era otra que la de informarse si los españoles estarían interesados en buscar la alianza de nuestra nación (aunque ambos seguimos en guerra).
Para cuando al señor Oliver apenas se le entendía, y empezó a hablar de la labor de Su Majestad el Rey Jorge en términos poco amables, decidí que era el momento adecuado para una estratégica retirada.
Tras estrecharme la mano, mi invitado me dijo que desembarcaría en la noche de hoy, y además me dijo que sería muy amable si esperara su regreso, el cual se llevaría a cabo en poco más de un día.
No me hace mucha gracia el navegar cerca de una costa enemiga, ya que la costa española, sobre todo en el norte, está plagada de pesqueros que pueden dar la voz de alarma y obligarnos a poner proa al norte, dejando atrás al señor Oliver, lo cual, tengo la impresión, no le resultaría muy agradable dado sus conocimientos.