viernes

Tempestad

En alta mar, el 8 de agosto de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Durante dos días el mar no nos está dando respiro alguno.
Apenas zarpamos de vuelta a Inglaterra para acompañar a los transportes que han traído en sus bodegas a los miles de soldados, y el barómetro comenzó a bajar a una velocidad endiablada, y di orden de alejarnos de la costa en la medida de lo posible.

Casi se podía ver aún la columna de polvo que levantaban las tropas del general Wellesley, en plena marcha, cuando el cielo se puso negro en pleno día, con las olas que levantaban la fragata muy por encima de la superficie marina y con todos mis hombres en las vergas listos para combatir con los elementos.
¡Y qué combate! Ni un navío francés de tres puentes es tan duro.
El Atlántico nos está mostrando toda la fiereza de la que es capaz, con un viento fortísimo como pocos he podido ver en mi vida, obligándome a reducir el velamen hasta casi dejar las vergas sin paño.

Pero no podía llegar a ese límite, ya que, aunque la fuerte lluvia y los picos de las olas apenas nos dejaban ver más allá de dos cables de distancia, casi podía oler la costa. De este modo mantuve hasta tres hombres al timón para que no perdieran el rumbo bajo la amenaza de 200 azotes, ya que pretendía seguir dejando atrás la costa pasara lo que pasara.
Para colmo de males el viento llegaba del noreste, por lo que nuestro retorno a Inglaterra se volvía más complicado si cabe.

En cubierta, con la Circe dando bandazos y casi ronco de gritar órdenes, habíamos perdido de vista cualquier embarcación, por lo que nuestro único fin era el de mantener la fragata lo más entera posible y esperar que el viento no nos desviase demasiado del rumbo. Llegado el momento, consideré que lo más oportuno era dejar las vergas desnudas y dejarnos llevar por una tormenta que iba a más a cada momento que pasaba.

El ulular del viento era ensordecedor, y era bien entrada la noche cuando el mastelero del mesana se vino abajo con mucho estruendo de madera rota y pesados cabos cayendo sobre el alcázar. Afortunadamente la mayor parte cayó en el mar, por lo que una vez cortados los cabos y eliminar una posible ancla flotante, hice recuento para comprobar que no se habían registrado heridos.

Y así estuvimos toda la noche y el día siguiente, con el cielo tan oscuro que parecía el infierno.
En los pocos momentos en los que podía abandonar el alcázar para descansar algún momento en la cabina, me dedicaba a observar las cartas y hacer un cálculo del rumbo, pero no lo sabremos con certeza hasta que pueda tomar una medición en condiciones, lo que no será posible hasta dentro de un par de días como mínimo.

Tras una jornada agotadora, otra vez de noche, y cuando me encontraba de nuevo en el alcázar, con el viento que seguía soplando como mil demonios al unísono, un grito en la lejanía que resultó ser al serviola que teníamos en proa anunciaba que dirigiéramos la mirada hacia la amura de estribor.
Dirigí mi catalejo hacia el punto que me señalaba y pude ver la figura de un gran navío muy escorado, con las vergas de los juanetes que casi rozaban las olas.
Fuimos incapaces de identificarlo, ya que la espuma hacía imposible leer el nombre de popa. Además su aspecto era lamentable, ya que había perdido el trinquete.
Finalmente terminó por perderse más allá de las olas después de intentar comunicarnos a base de señales con banderas y luminosas. Pero ambas fueron inútiles.

Ahora estoy de nuevo en el escritorio, con mi diario mientras hago equilibrios para no caer rodando hasta uno de los mamparos.
La lluvia sigue golpeando con fuerza el ventanal, y Vicenzo hace guardia a mi lado, sirviéndome café para no enfriarme, ya que sigo con el capote de mal tiempo (empapado) puesto.

Ahora vuelvo a cubierta para seguir combatiendo con la tempestad.
He escrito estas líneas por si fueran las últimas.
Nunco se sabe en alta mar.

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