lunes

Un profundo dolor

Lunes, 16 de febrero de 1809, a bordo del Nercuse. En alta mar.

Viajo rumbo a Gibraltar, a bordo del paquete para el correo Nercuse, en la pequeña cabina de su capitán, que tan amablemente me la ha cedido para esta travesía.
Un tipo poco simpático y que apesta a alcohol, pero que al menos ha sabido guardar las formas ante un servidor, a buen seguro más por verse obligado que fruto de la generosidad.

He recibido órdenes de tomar el mando de la fragata de 40 cañones Proserpine, fondeada en estos momentos en la rada de Gibraltar.
Está destinada a labores de bloqueo en Tolón, y aunque no es lo más interesante dado lo tedioso que resulta, no cabe duda de que prefiero un millón de veces las aguas del Mediterráneo a las del Báltico.

Durante esta semana ocurrió algo interesante y de lo que me gustaría dar constancia en este mi diario.
Me encontraba hace tres día en Portsmouth, hablando con el capitán del Nercuse sobre nuestra marcha hacia Gibraltar. Trataba de no respirar mientras le respondía para evitar, en la medida de lo posible, oler el fétido aliento de tan lamentable personaje.
Estábamos junto a la lancha del bergantín, rodeados de marineros que cargaban barriles y fardos, con un aspirante a oficial ladrando órdenes a la vez que me miraba, seguramente impresionado por mi uniforme, buscando mi aprobación.

Me limitaba a ignorarlo y observaba con curiosidad y admiración la enorme cantidad de velas allí fondeadas, con un cielo azul y limpio con el sol iluminándolo todo, cuando me quedé helado al reconocer la voz que oí a mis espaldas.
Convirtió en un murmullo el elevado ruido que siempre produce un puerto cuando se faena a destajo.

Me volví tan rápido que noté un doloroso pinchazo en la rodilla y allí, como una rosa entre un manto de cardos, brillante, sublime, simplemente maravillosa, se encontraba, enamorándome una vez más, la señorita Lively Caster.
Vestía completamente de blanco, e iba acompañada de un oficial de infantería, con rango de capitán. Los dos iban cogidos del brazo. Un ángel y un demonio.

Hacia tanto tiempo que no volvía a verla que, inmediatamente, noté un intenso dolor en el estómago, a lo que no ayudaba nada verla en los brazos de ese maldito 'langosta'.
Desoyendo al capitán del Nercuse, que seguía hablando a mis espaldas, y cojeando, pues la rodilla parecía lastimada, me dirigí al encuentro de Lively.
La última vez que la vi huí como una balandra danesa ante un navío de línea británico, pero en esa ocasión no estaba de humor para mostrarme correcto.
Amo a esa mujer, y quería decírselo allí mismo.

Lively no ocultó su sorpresa, y sus ojos marrones como las encinas me observaron con curiosidad.
A punto estuve de decir una incorrección, pero su sonrisa y oír en sus labios mi nombre me desarmó por completo. Pese a no estar en el plan, sonreí sinceramente y le dediqué una profunda reverencia.

Todo era maravilloso hasta que el imbécil de su compañero, de una forma insolente (así lo interpreté en ese momento), preguntó por mi nombre, mientras levantaba la ceja y ponía una postura digna, con el puño apoyado en la cintura y el brazo formando un ángulo.
Sin más miramientos le ordené que se marchara, y aunque estuvo a punto de protestar, a pesar de que mi rango es muy superior al suyo, Lively intervino para rogar a su amigo que nos dejara solos.

Nuestra conversación fue muy breve. Tras un par de preguntas que más parecían de protocolo, sin contemplaciones le dije que la echaba de menos y que quería volver a verla.
Lively se sonrojó, dirigió su mirada hacia el 'langosta', que nos observaba a no mucha distancia, y me respondió que eso era imposible, que ya me dejó claro hace tiempo cuál era su postura, y que por favor no volviera a insistirle sobre lo mismo.

Me sentí morir.
Allí mismo me habría encantado cavar un hoyo y pedir que me enterraran con un barril de pólvora y prenderle fuego.
Pero me controlé, me despedí de ella respetuosamente, y me marché de allí, no sin antes dirigirle una mirada de odio al capitán 'langosta' que, a Dios gracias, optó por fijar su atención en Lively, que me observaba mientras me dirigía a buscar una silla de posta que me devolviera a mi casa.

Ha sido duro. Mucho.
Llevo desde entonces con el ánimo por los suelos, soñando con ella cada noche.
Ni siquiera el estar en cubierta, con los hombres trabajando, la espuma bañándonos, el mar entre azul y verde, el olor a sal y el balanceo de la Nercuse que me hacen recordar una y otra vez que estoy de nuevo en el mar, logra que me anime.

En estos momentos me siento vacío y triste. No tengo consuelo.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Hola!
Vaya!! Siento muchísimo su desconsuelo, Capitán Daniels. Espero de corazón que su historia con la señorita Lively llegue alguna vez a buen puerto. Pero ahora debe concentrarse en su próxima aventura como Capitán de la Proserpine, estoy deseando saber cual será su destino.
Besos.AlmaLeonor

Náufrago dijo...

Mi querido capitán, entiendo perfectamente su dolor y espero que los nuevos mares le ayuden a levantar el ánimo.

nacho dijo...

Minas son lo que sobran capitán, a ahogar las penas en algún inmundo bar de Dover. saludos

Far de la Banya dijo...

Un saludó, capi!

No vemos en ese bar de Dover, cualquier atardecer :-)

Dani Yimbo dijo...

En Dover nos vemos pues señores.