jueves

Lord Collingwood

En Gibraltar, el 31 de enero de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Dicen que después de la tempestad llega la calma, lo que no significa que se vayan del todo las nubes.

Tras el desagradable incidente con el teniente Byron, lo atamos bien al coy para que se moviera lo menos posible mientras la fragata seguían dando profundas e irregulares cabezadas.
Una vez el mar se volvió más practicable, y conforme se iban reuniendo en controlado desorden los buques de la escuadra, desde el insignia, el Ocean, se largó la señal de que el capitán de la Circe subiera a bordo, por lo que embarqué en mi falúa en un mar que no estaba aún tranquilo, y mi timonel falló dos veces antes de enganchar el bichero.

Ya a bordo, Lord Collingwood me recibió en su cabina. En cuanto vi su rostro, pálido, casi cetrino, y con una copa de agua junto a una cristalina jarra de cristal, comprendí que no sería una reunión agradable, ya que nuestro vicealmirante sufre de profundos dolores estomacales (según parece se le ha detectado una grave enfermedad) que le enturbian el carácter.
Me tuvo de pie varios minutos, ojeando papeles, carraspeando con discreción a la vez que mostraba un rictus de dolor en el rostro, y con la cabeza levemente inclinada de tal forma que el sol se reflejaba en su blanca cabeza y casi me deslumbraba.

Con su potente voz Lord Collingwood me pidió explicaciones de por qué había abandonado mi puesto junto a la costa tal como ordenó, ya que sería poco aconsejable para los intereses de la Royal Navy en el Mediterráneo que los buques al abrigo de las baterías de Tolón ganaran el mar. En un principio a punto estuve de explicarle que sería poco probable que lo intentaran dadas las horribles condiciones climatológicas, pero me mordí la lengua. Al fin y al cabo estaba hablando con un héroe de Trafalgar, y no me cabía duda de que le molestaría recibir una lección de un capitán de navío al mando de una pequeña fragata.
Por tanto opté por excusarme y explicar el riesgo que corría la Circe, ya que además tenía una reparación prácticamente recién efectuada tras nuestra incursión días anteriores en las inmediaciones de Tolón, donde las baterías casi nos destrozan.

Collingwood me miró por primera vez a los ojos, como si se hubiera dado cuenta de repente que fue mi fragata la que consiguió confirmar la información de la presencia de buques de poderoso porte en el puerto francés.
Tras un instante de meditación, tocó la campanilla, me ofreció un dulce oporto y me invitó a retirarme.
Ante de marcharme le expliqué el asunto del teniente Byron, que necesitaba ser atendido inmediatamente en tierra, ya que su estado era de serio peligro.
Tras unos instantes de meditación, el vicealmirante, que recordó el heroico papel del teniente en Tolón, dijo lo mucho que lo sentía y dio permiso para poner proa a Gibraltar.

Nada más llegar a un fondeadero atestado (la entrada de las fuerzas de Napoleón en España ha obligado a reforzar nuestras posiciones), y con los hombres al timón mostrando su habilidad para deslizarnos entre navíos de alto y bajo porte, enviamos a Byron a tierra, supervisando yo mismo su traslado, el cual se produjo sin mayores incidentes. Conseguimos una cama para el teniente en un lugar bastante limpio, el hospital de Nuestra Señora de los Desamparados, con monjas que ejercen con ternura de enfermeras.

Ahora he de plantearme a quién asciendo como primer oficial, ya que el Comandante del Puerto me ha explicado que no hay oficiales libres en estos momentos.
Seguramente será cuestión de continuar con la escala de mandos, aunque no es algo que me preocupe por ahora, al menos mucho.
Estamos en puerto amigo y sólo me apetece tumbarme en mi coy y descansar.