lunes

William J. Oliver

A bordo de la HMS Ranger, el 3 de marzo de 1808. En las aguas del Canal.

Vuelvo a tener una misión.
Hace dos días, cuando dormía (noche cerrada), me sorprendió un fuerte golpeo en la puerta, y sable en ristre acudí plenamente convencido de que Napoleón había desembarcado en el Támesis.
Cuando abrí, escoltado por Vincenzo, armado con un cuchillo para cortar pollos, nos encontramos con el gesto cansado de un mensajero acompañado a pocas yardas de un caballo negro que resoplaba con esfuerzo.

Cuando aún oía el galope perderse en la noche leí a toda prisa el mensaje, donde me ordenaban volver de inmediato a Porstmouth, donde debería de tomar el mando de una ágil corbeta, la Ranger, de 16 cañones.
Apesadumbrado al pensar que me habían degradado, viajé a toda prisa y en un tiempo record me encontraba en Pompey, donde subí a bordo de mi nuevo barco, de escaso porte pero elegantes líneas,
Toda la tripulación y los oficiales estaban preparados y me recibieron con gran respeto, ya que no es común que alguien de mi rango comande un buque de semejantes características.
El primer oficial, con no mucho más de veinte años, me recibió muy solemne, y me entregó un sobre que había llegado poco antes que yo.
El teniente Tyler, que así se llamaba, me informó que sólo podía abrirlo cuando hubiera zarpado, según habían ordenado, y observé el lacre cerrado con mucha curiosidad.
Las luces del alba nos saludaron con la Ranger deslizándose suavemente a babor de la Isla de Wight, y se me hizo muy raro dejar atrás Portsmouth sin ocupar el alcázar de mi querida Circe, a la que echo mucho de menos, sobre todo su cabina, que si bien podría ser una pequeñez al lado de cualquiera de un navío de línea, era no obstante un auténtico palacio comparado a esta pequeña ratonera que ahora ocupo.

Vincenzo, que me ha acompañado, apenas habla y se le ve muy triste, aunque no ha perdido el tiempo y se ha adueñado de la despensa y ha convertido en su nuevo siervo al cocinero, cuyo nombre desconozco.
Una vez comenzamos a navegar con viento suave del noreste, rompí el lacre para leer rápidamente las instrucciones, y grande fue mi sorpresa cuando me informaban que lo único que tenía que hacer era transportar a un pasajero hasta la costa norte de España, cuyo punto exacto me lo comunicaría en persona él mismo, que responde al nombre de William J. Oliver.

No estoy acostumbrado a este tipo de misiones, e invité a cenar a este tripulante especial que merece, nada más y nada menos, viajar escoltado por un buque de Su Majestad.
Aunque no había tenido tiempo de revisar la despensa dado lo apresurado de nuestra marcha, Vicenzo se las apañó para encontrar un par de deliciosas botellas de vino y chuletas en gran cantidad, por lo que mi invitado disfrutó de la comida mientras a mí me servían, cómo no, acelgas hervidas con un chorrito de aceite.
Oliver, de unos cuarenta años, demostró ser un hombre bastante reservado, de pocas palabras y mirada inteligente, y nuestra conversación fue de lo más banal, hasta que las copas se fueron vaciando frente a él mientras yo bebía a pequeños sorbos un zumo de uvas a la vez que fulminaba con la mirada a un victorioso Vincenzo.

Oliver me explicó que viaja a España para realizar una serie de averiguaciones, y me puso al tanto de la situación que vive el país.
Según parece, las tropas francesas, al mando desde hace poco más de una semana del mariscal Joachim Murat, han tomado las ciudades de Pamplona y Barcelona, y ahora se dirigen hacia San Sebastián, a donde llegarán en un par de días, según me relató. Éste, precisamente, es el destino escogido por este señor.
Me dijo que en ambos casos las tropas españoles no habían ofrecido ninguna resistencia, y habló con términos poco amables de los españoles durante buen rato, momento que aproveché para hacer volar la imaginación y dedicar mi pensamiento a mi querida Lively, allá en Halifax, quizás en los brazos de un rico comerciante o un oficial de alto rango.

El fuerte carraspeo de Vicenzo me sacó de mi ensimismamiento, y mientras me preguntaba si habría cometido la descortesía de cerrar los ojos, Oliver, con la segunda botella vacía, me explicó que su misión no era otra que la de informarse si los españoles estarían interesados en buscar la alianza de nuestra nación (aunque ambos seguimos en guerra).
Para cuando al señor Oliver apenas se le entendía, y empezó a hablar de la labor de Su Majestad el Rey Jorge en términos poco amables, decidí que era el momento adecuado para una estratégica retirada.
Tras estrecharme la mano, mi invitado me dijo que desembarcaría en la noche de hoy, y además me dijo que sería muy amable si esperara su regreso, el cual se llevaría a cabo en poco más de un día.
No me hace mucha gracia el navegar cerca de una costa enemiga, ya que la costa española, sobre todo en el norte, está plagada de pesqueros que pueden dar la voz de alarma y obligarnos a poner proa al norte, dejando atrás al señor Oliver, lo cual, tengo la impresión, no le resultaría muy agradable dado sus conocimientos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Estoy deseoso de ver la respuesta española al globo sonda inglés

Dani Yimbo dijo...

Bien señor, trataré de no hacerle esperar mucho.