jueves

Lavandería

Frente al puerto de Rogerswick, el 2 de octubre de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Nuestro siempre querido y respetado vicealmirante está de un humor de perros.
Su intento de quemar la flota rusa fondeada en Rogerswick se ha quedado en eso, en un intento.
Según me han contado, lleva tres días sin querer hablar con nadie, y hay quien jura que por las noches se dedica a tirar al suelo todo lo que encuentra en el camino, y hasta aseguran que arrojó el escritorio por el ventanal de popa.
Por supuesto no está probado.

Después de que estuviera todo listo para lanzar los brulotes contra el puerto enemigo (el bergantín Erebus, el cúter Baltic y cinco veleros suecos), la Circe fue la encargada de inspeccionar el puerto enemigo, siempre con cuidado de no acercarnos demasiados a las baterías de tierra y a las de los costados en los buques enemigos.
Conforme nos acercábamos, con el sol asomando tímidamente en su despertar, y un suave oleaje que mecía la fragata en un vaivén sin brusquedad, mandé a mis mejores hombres a las vergas, listos para largar trapo por si ocurriera algún percance.
Sin embargo, los buques del almirante Hanickoff nada hicieron por ir a la caza debido a dos motivos de peso: el primero, porque a nuestra popa, y a no mucha distancia, se encontraba nuestra flota combinada, con un navío de tres puentes, el Victory, como amenaza; y segundo, y quizás más importante, porque el puerto se encontraba bien protegido por una barrera de embarcaciones inservibles que hacía imposible la entrada y salida de navíos.

De este modo la operación 'brulote' quedaba suspendida, y a nuestro regreso, a vista del buque insignia, enviamos un mensaje informando de la situación.
Para mi horror se me ordenaba subir a bordo del Victory, por lo que enseguida eché la lancha al mar para acudir raudo y veloz al encuentro con mi vicealmirante, que me recibió en el mismo alcázar, con cara de pocos amigos y reunido por la plana mayor, incluyendo el contraalmirante Hood, del Centaur.

"Informe Daniels, y déjese los adornos para las fiestas de sociedad".
La bienvenida me secó la garganta, y le expliqué la situación con la voz entrecortada, ante la mirada impasible de mi insigne público, todos guardando una distancia con Saumarez, que echaba chispas por los ojos.
"¿Absolutamente imposible, señor Daniels?"
Por el Rey y por mi puesto, le contesté, y tras un minuto de silencio (juro que no se oía ni una mosca. Todas las dotaciones de la escuadra parecían estar atentos a la cubierta del Victory), me dio permiso para retirarme y volver a mi fragata.

Para colmo de males, a la llegada de la noche, y con los ánimos por los suelos, cayó el aguacero más intenso que he visto en mi vida.
Era pasada la medianoche cuando, de repente, el Diluvio pareció desastarse, en lo que era una auténtica manta de agua que nos impedía ver a más de diez yardas de distancia.
Además, ordené cerrar todos los accesos al sollado, ya que era la lluvia tan potente que los imbornales eran auténticas cascadas.
A base de lampazos tuvimos que arrojar todo el agua posible al mar, ya que el combés era una piscina y muchos marineros chapoteaban como patos, agarrándose a lo que podían mientras yo me dedicaba a 'rescatarlos' con una cuerda atada a la cintura al no saber nadar casi ninguno.

Para colmo teníamos que estar muy pendientes de no acercarnos a los navíos de la escuadra y repetir el episodio del Faderneslandet, por lo que dispuse doble guardia, con los hombres de mejor vista y, por supuesto, con doble ración de grog para evitar que cogieran una pulmonía.

Afortunadamente, y después de alejarnos de la costa para evitar problemas, al amanecer las lluvia se detuvo, y a la vista de tierra, un marinero gritó que se trataba del monte Ararat, arrodillándose la mitad de la tripulación dando gracias a Dios.
Tras tratar de convencerlos de que ni aquello era el monte donde reposó el Arca, ni que un servidor es Noé, cada cual se puso a trabajar para arreglar los daños.

Desde entonces, y han pasado dos días, es imposible encontrar algo seco a bordo, por lo que he decidido que usemos todo cabo que se encuentra a bordo para tender la ropa, por lo que la Circe, más que un buque de su Majestad, parece una lavandería de la calle Marriot.

Por lo demás, poco más, con los rusos a buen recaudo en su puerto, Saumarez desesperado y nosotros con nada mejor que hacer que tareas domésticas.

1 comentario:

Javier dijo...

http://navengantedelmardepapel.blogspot.com/2008/10/premio-navegante.html