lunes

Sobre perros


Frente a la isla de Santa Maura (Mar Jónico), el 6 de abril de 1810. A bordo de la HMS Circe.

Estoy tomando un café en mi cabina tras haber pasado buena parte de la mañana en cubierta, atento a las maniobras en un día que ha amanecido con mucha lluvia y un viento que, sin entrañar un peligro, digamos, exorbitante, al menos sí hacía recomendable dejar la costa (a sotavento) a considerable distancia.

En estos momentos el balanceo de la Circe es pronunciado, y mientras escribo Vicenzo hace guardia a mi lado, taza en mano, mientras sostiene un farol para darme algo de luz, ya que el cielo está tan cubierto que parece que haya caído la noche prematuramente. 
Es admirable comprobar su equilibrio y habilidad a la hora de situar las piernas de tal forma que se mantiene tan erguido como si se encontrara paseando por los prados adyacentes a Greenwich.

En cuanto a la situación de la isla, varios han sido los intentos por tomar la posición francesa sin que se hayan alcanzando logros significativos, aunque nuestra presencia se ha reforzado con la llegada del 74 cañones Montagu, del capitán Richard Hussey Moubray, que ha tomado el mando de la operación tras la fea herida que sufrió en la cabeza el capitán Eyre en nuestro primer desembarco.
Nada más llegar, arrió sus dos cúter y reforzó a los hombres en la playa con otros 100 del Magnificent, sumando más de 300 efectivos, los que, unidos a la expedición del general Oswald, convierten nuestra presencia en la isla en una fuerza de combate considerable, lo que a buen seguro dará sus frutos en los próximos días. 

Sin embargo, parece ser que la estrategia elegida será la de un bombardeo constante gracias al enorme número de cañones que apuntan directamente a la isla. 
Precisamente hace dos días nos reunimos a bordo del Montagu para informar de la cantidad de pólvora de la que disponemos a bordo para un cálculo de la intensidad y duración del que podrá disfrutar nuestro acoso, quedando satisfecho tanto Hussey como Oswald, ya que está garantizada más de una semana de bombardeo.

Tras una cordial reunión, y el brindis correspondiente, sucedió un pequeño incidente en cubierta cuando los oficiales hablábamos, de manera informal, sobre nuestro primer asalto. 
Desde que el capitán Stephens, del bergantín Imogene, fue herido en el pie en nuestra incursión, se compara él solito al mismo Nelson, y cojea con aires de grandeza, si en verdad puede conseguirse algo así, sin cejar en su empeño de recordar una y otra vez que la retirada se produjo no por orden suya, ya que de ser por él su ofensiva habría llegado hasta la misma cima.
Con una ceja perpetuamente levantada y la boca en un sonriente gesto que no mutaba su auto proclamada superioridad, se atrevió incluso a sugerir una alternativa a nuestro próximo ataque, con un brazo señalando la isla y el otro apoyado en la cintura de forma teatral, como si quisiera posar para un cuadro de Bleechey. 

La mayoría de los oficiales no dijo nada, aunque otros llegaron a sonreír ociosos, lo que fue demasiado para el teniente Byron, incapaz de mantener la boca cerrada, incluso aunque tenga delante al mismísimo Rey Jorge.
Aprovechando un instante de silencio en el que observábamos pensativos la isla mientras nuestras respectivas falúas se acercaban al costado del Montagu para devolvernos a nuestros navíos, Jack le preguntó al capitán Stephens si su estrategia abarcaba la posibilidad de huir a las primeras de cambio si una bala rozaba su pie sano, ya que no le gustaría volver a interrumpir un verdadero (lo de verdadero casi lo deletreó) ataque.
El rostro del capitán del Imogene se puso blanco como sus calzones, pulcramente cepillados, y perdió los estribos diciéndole a Jack que era un perro si en verdad pensaba de tal forma.
Antes de que mi primer oficial le retara a verse a la sombra de cualquier bodega y acuchillarlo con su sable, me enfrenté personalmente al capitán Stephen, recordándole que mi teniente, como perro, seguiría siendo mejor comandante para gobernar la Imogene que él.

Tras un momento de sorpresa generalizada, el capitán Brisbane, de la fragata Belle-Poule, trató de poner algo de orden, rogando que volviéramos cada uno a nuestros buques, lo cual hicimos sumidos en un hosco mutismo.
Ya en la Circe, y en mi cabina, hablé seriamente (o más bien le grité) con Byron, al que le recordé que no puede ir por ahí insultando a otros oficiales, amenazándole con que a la próxima situación similar no pondré reparos en arrancarle la charretera de su hombro a mordiscos si hiciera falta, y que su única función sería la de ordenar mis medias y calzones cada mañana.

Como si el tiempo se pusiera de acuerdo con nuestro estado de ánimo, poco después se desató la galerna que nos obligó a alejarnos de la costa, como antes he escrito, y aquí me encuentro desahogando mi enfado en las hojas de este diario, con un comandante de un bergantín que me querrá ver muerto o desangrado en la próxima ocasión (espero que no sea durante nuestro ataque a la isla) y un teniente irritado y que no se corta a la hora de mirarme con reprobación.  

1 comentario:

Náufrago dijo...

No parecía que, en principio, esa isla fuera a darles tanto trabajo y tantos quebraderos de cabeza.

Estaremos atentos a las nuevas ofensivas y cuidado con las baterías pues muchos de sus hombres están en tierra.

Suerte y buenos vientos