En Halifax, el 15 de octubre de 1812, a bordo de la HMS Circe
El ser humano es un estado de ánimo constante. Un día te levantas dispuesto a abordar con 20 hombres la cubierta de un navío de primera clase y otro el mero hecho de dejar el coy atrás se convierte en la mayor de las gestas.
Los motivos pueden ser de todo tipo. Pueden tener explicación o no. Un misterio más de la compleja maquinaria que somos en donde cada engranaje podría ser motivo de estudio durante siglos.
Pero en mi caso tienen explicación.
Llevo toda la mañana en la cabina. Aunque lo que más me gusta es tomarme mi taza de café en el alcázar, en esta ocasión Vincenzo ha tenido que servirme el desayuno en mi cabina, y no ha ocultado su gesto de preocupación al comprobar que sólo he desayunado cuatro tostadas, un poco de queso y dos huevos fritos.
Por supuesto ha optado por no ser inoportuno y ha decidido responder a mi estado de ánimo con un respetuoso silencio, aunque mientras escribo estas líneas puedo oír crujir ligeramente la madera frente a mi puerta con bastante regularidad.
Todo esto se debe a un inesperado encuentro de hace dos días, cuando me encontraba paseando alegremente por el muelle, atento al constante movimiento de carga y descarga tanto de los mercantes que cruzan el Atlántico rumbo al viejo continente como las pequeñas embarcaciones que se encargan de abastecer a nuestra flota, que continúa bloqueando la costa de nuestro enemigo norteamericano.
Acompañado por mi primer teniente, Byron, hablábamos aún de las posibilidades de entablar un combate, a mi juicio suicida, con la USS Constitution, mientras Jack aseguraba vehemente que no había que subestimar el factor sorpresa y un ataque con decisión, cuando como si de la luz de un faro en lo más espeso de la noche se tratase, como una rosa en un campo de cardos resecos, o una bella corbeta navegando a toda vela entre una flota de carracas, pude ver, sin viso de duda alguna, el rostro perfecto y deslumbrante de mi querida Lively Caster.
Durante un momento perdí la compostura. Se me secó la garganta a gran velocidad y las piernas me fallaron lo suficiente como para que Byron me agarrara con fuerza para evitar mi caída mientras fulminaba con su mirada a todos aquellos que nos rodeaban, marineros en plena faena, y que se habían percatado de la situación. Rápidamente apartaron la vista y trataron de disimular lo mejor que podían, huyendo de los ojos fríos e implacables de mi teniente.
Una vez recuperado, mantuve un paso firme en mi encuentro con Lively, que a diferencia de la última vez que cruzamos nuestros caminos, iba sola. Agradecí que no estuviera acompañada de aquel infame 'casaca roja' que casi acabó conmigo, en compañía de sus amigos, en el callejón de 'The Piper', y del que lo último que sé es que desapareció de la noche al día sin que aún se sepa el por qué, aunque Jack siempre muestra una leve sonrisa cuando le hablo del asunto. Espero que no tenga nada que ver con su inesperada aparición a altas horas de la noche días después de la paliza, pero no me atrevo a preguntarle directamente, pues es muy discreto para sus asuntos.
Volviendo al análisis de la psique de los humanos, es verdaderamente sorprendente la capacidad que tenemos para olvidar todas las felonías que hayamos podido sufrir en el pasado y optar por los buenos recuerdos y mantenerlos como referente tanto en personas como en situaciones. Mi falta de rencor ha sido siempre una de mis grandes (y escasas) virtudes, lo que por otra parte me ha hecho tropezar en la misma piedra más de una vez al pecar de inocente en no pocos desengaños, tanto de amistades como de romances.
Quizás el caso de Lively sea uno de estos últimos. A pesar de que aún guardo en mi corazón, como un tesoro, el recuerdo de nuestros paseos por las cercanías del observatorio de Greenwich o el disfrutar de un simple café, en inmejorable compañía, a la vista de la torre de Londres, no niego que tanto su carta de despedida como sus palabras en nuestro último encuentro debieron de bastar para arriar la bandera y buscar nuevos horizontes.
Pero toda esta teoría se desmorona ante la sola visión de esos ojos negros y profundos en donde siempre me dejo naufragar sin ningún tipo de resistencia, o esa voz más dulce que el canto de una sirena por el que me dejaría conducir como un niño manso a las mismas puertas del Hades.
A punto estuve de volver a flaquear al oír en su boca mi nombre, pero Jack volvió a estar atento y carraspeó quizás algo más fuerte de lo convenido para romper el encantamiento en el que me sentía atrapado.
Tras los formalismos de rigor y saludar con exquisita frialdad a Lively, mi teniente se marchó para ocuparse de algún asunto a bordo de la fragata, cuyo tope estaba a la vista desde mi posición.
Nuestra conversación no fue tan corta como esperaba. Me explicó que seguía al frente de los negocios de su padre, en donde el transporte de mercancías ocupa un lugar importante. Como Lord Caster, una eminencia en Londres por su vinculación a la política, es mayor y cada vez pasa más tiempo recluido en su despacho con sus libros, es ella la que se encarga de tomar las riendas, y no duda a la hora de embarcarse con las partidas más importantes al frente de auténticas flotas que cruzan el Atlántico, exponiéndose con una entereza admirable a las privaciones.
Aunque pensaba que nuestra conversación se iba a limitar a un par de preguntas seguidas de las buenas tardes, me sorprendió que Lively se encontraba inusualmente cómoda hablando conmigo, y cuando hizo una discreta mención a nuestros encuentros del pasado creí desfallecer. Por supuesto, mantuve la compostura y no me arrojé a sus brazos, ni tampoco hice el más mínimo intento de invitarla a tomar cualquier cosa durante estos días en los que la fragata estará fondeada en el puerto de Halifax, por temor a espantarla.
Pero la sorpresa fue mayúscula cuando me ofreció la posibilidad de inspeccionar, "como experto oficial y marino", las naves de su flota de mercantes, y se sentiría ""halagada" con el mero hecho de tenerme a bordo de uno de sus barcos.
Tras evitar responderle con un infantil "sí" a voz en grito en medio del trajín del puerto cuando apenas había terminado de hablar, hice una sutil reverencia para evitar que percibiera mi rubor y le respondí con un "encantado de servirle", tras lo cual se marchó regalándome la maravillosa sonrisa que me conquistó en su día.
Ya a bordo, y como si de un zafarrancho se tratase, movilicé a Vincenzo y sus ayudantes para que buscaran mi mejor traje, lo cepillasen, sacasen brillo a mi sable, botones y charreteras, y diesen forma a mi sombrero de tres picos, tras lo cual ordené al serviola que subiera inmediatamente al tope para estar atento a cualquier bote que se acercara a la Circe con la invitación de mi amada.
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