miércoles

La batalla

En Marsella, el 11 de marzo de 1809. En una habitación de la calle Le Panier

Llevo más de una semana encerrado y no sé nada de lo que hay más allá de estas cuatro paredes.
El trato que recibo es aceptable gracias, sobre todo, al interés del capitán Bernard Dubourdieu, que me visitó hace tres días para asegurarse de que me trataban debidamente mientras estoy provisionalmente aquí.
Según me informó, me trasladarán en breve a una prisión en condiciones, es decir, con sus barrotes, carceleros y demás incomodidades.
Me dan escalofríos de solo pensarlo, pero al menos podré compartir celda con otros compañeros que sufren las mismas penalidades, ya que Dubordieu me aseguró que me encontraré con oficiales de la Royal.

Con poco o nada que hacer, sólo echar un vistazo a través del pequeño ventanal de la habitación por donde no cabría ni un paje y lo único que deja pasar son los rayos del sol, he puesto en orden los acontecimientos que llevaron a que la Proserpine cayera en manos de las fragatas francesas, de 40 cañones cada una, Penelope y Pauline.

A bordo de la Proserpine, en funciones de bloqueo en Tolón, el vicealmirante Thornborough me ordenó que me acercara a la costa lo máximo posible para observar los movimientos de la escuadra del vicealmirante Ganteaume.
En el intento de ganarme de nuevo el respeto de mis superiores tras el fracaso de la batalla contra el Heldige en el Báltico, decidí arriesgar el todo por el todo, y no puse reparos en hacer caso omiso a la seguridad de mi navío y acerqué tanto la fragata a la costa que casi podía oler la fragancia de los pinos.

Pero mi imprudencia provocó que los franceses salieran en mi búsqueda, y cuando me encontraba en la cofa con el catalejo clavado en el ojo, observé dos fragatas pesadas francesas que se disponían a cazarnos.
Afortunadamente me dio tiempo para ladrar las órdenes oportunas, y sin mayores contratiempos nos marchamos de allí dejando a los ranas con las ganas.

No quería volver con las manos vacías, y calculando la situación de las fragatas opté por volver a la costa, esta vez con rumbo noroeste para dejar a continuación Marsella a babor.
Y los vi.
Una larga hilera de velas navegando muy cerca de tierra, a buen seguro tratando de burlar la escuadra inglesa.
Era mi gran oportunidad.

Desgraciadamente, no hubo fortuna, el viento calmó al poco de llegar la noche y me tuve que conformar con ocultar la fragata cerca del cabo Sicié, para esperar así que Eolo se pusiera de mi parte con la llegada de las luces del sol.

Pero el muy bellaco no se puso de la mía, sino de la de los franceses, y cuando estaba echando una cabezada en mi cabina, uno de los guardiamarinas llegó como un loco, gritando que habían avistado de nuevo a las fragatas francesas, y que para colmo contaban con el viento a favor.
Tras abofetearle un par de veces, acudí corriendo al alcázar, donde me informaron de nuestra complicada situación.

Ordené situar los dos cañones largos de bronce en mi cabina para intentar ocasionar algún destrozo en la jarcia de nuestros perseguidores, pero nuestros disparos no surtieron efecto alguno mientras nuestros enemigos continuaban acercándose sin remedio.

La Peneleope pronto se situó por nuestra aleta de babor y comenzó a disparar con mucho más acierto que el nuestro, y tarde, muy tarde, observé que mis artilleros no estaban a la altura de las circunstancias.
El otro buque francés, aprovechando que el avance de la Proserpine se había reducido considerablemente a causa del daño en la jarcia, se situó por la otra banda, lanzando hierro sobre todo al velamen.

Mi impotencia era total.
Respondíamos al fuego torpemente, con los hombres repartidos en las diferentes baterías, disparos erráticos y sin ocasionar daños relevantes en nuestro enemigo, que quería a todas luces evitar en la medida de lo posible ocasionar daños en la fragata.
Tal era mi desesperación al ver que mi navío iba a caer en manos del enemigo y, con él, lo poco que me quedaba de reputación, que recé para que una de las astillas que volaban de un lado a otro, afiladas como cuchillas, me acertara en la cabeza y acabara con mi sufrimiento.

Para cuando el enemigo se situó a tiro de pistola, el aspecto de la que fuera mi fragata era lamentable, con la jarcia destrozada, todos los cabos colgando como tripas y los tres palos rotos o muy dañados a la altura de las gavias.
Además, 'astillas' me informó de que en la sentina había entre nueve y diez pies de agua, lo que hacía la situación aún más delicada, si aquello era posible.

Por un momento pensé que lo mejor era acabar ahí mismo, ordenar que se devolviera el fuego y prepararnos para rechazar el abordaje para que el honor británico sobreviviera a nuestra muerte.
Además, llegué a la conclusión de que era la mejor forma de acabar con todo de una vez, ya que era perfectamente conocedor de que mi carrera estaba acabando en ese momento, al menos en esta guerra.

Pero, por otra parte, mantuve la cabeza fría, pensé que mis hombres, aquellos a los que apenas conocía desde hace menos de una semana, no tenían culpa alguna de la incompetencia de su comandante y, mientras oía el retumbar de los cañones y ya distinguía perfectamente el rostro der los oficiales franceses, decidí arriar la bandera para no malgastar estúpidamente sus vidas.

El capitán de la Penelope, que recibió mi sable, ya en la cabina de su buque, y mientras me servía una copa de vino en nuestro retorno a Tolón, agradeció el gesto de no entablar combate cuando ya estaba todo perdido.
"Ha salvado muchas vidas hoy, señor", me dijo con su marcado acento, y me informó que haría todo lo posible para que mi estancia en mi prisión provisional de Marsella fuera lo más cómoda posible.
Por ahora parece que ha cumplido su promesa, ya que, como he escrito antes, me visitó hace pocos días.
Trajo consigo vino, queso, más tinta para poder continuar con mi diario y un par de camisas y medias limpias.

Se lo agradezco, no cabe duda, pero mi pesar sigue siendo mayúsculo mientras continúa mi encierro el cual, y aquí el señor Dubordieu bajó los ojos ante mi pregunta, me aseguró que será muy largo, posiblemente hasta que termine la guerra.

Nunca pensé que desearía con tanta fuerza que se acabara el conflicto.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Podría haber peleado un poco más estimado capitán, por lo tanto espero que se redima fugandose de la prisón espectacularmente.

Irdabama dijo...

Pobre guardiamarina; espero que ande recuperándose de sus mejillas sonrojadas y del susto. Usted ya sabe que cuenta conmigo, capitán, con la persa del globo, para lanzarle por la ventanilla tortilla de patata y dulces de mi tierra con un conjuro de invisibilidad +3.

Saludos desde el aire.

Náufrago dijo...

Querido capitán, desgraciadamente ahora tendrá mucho tiempo para comprobar como, en muchas ocasiones, unos errores conducen irremediablemente a otros. Sus ansias de resarcirse, que por otro lado entiendo perfectamente, le han conducido a ese cubil.

Sin embargo, le aconsejo que trate de pensar friamente en que hizo lo correcto, la rendición supuso una victoria de vidas humanas que tiene que valorar en su justa medida.

Lo siento por su barco y por usted, pero me alegro por su tripulación, que seguro le echará de menos.