viernes

HMS Rapid

En Gibraltar, el 23 de mayo de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Acabo de despedirme del teniente Henry Baugh.
Pobre hombre. No me gustaría estar en su lugar. Durante nuestra última charla apenas ha probado el clarete, y cada dos por tres me veía obligado a carraspear para atraer su atención, ya que su mirada se perdía a través del ventanal.

Unos días después de zarpar de Pompey, rumbo a Gibraltar, me dedicaba con entusiasmo a dar mis tres mil pasos diarios en el alcázar, con mi cabeza sumida en todo tipo de pensamientos que me alejaban completamente de la realidad, una realidad de la que sólo tenía constancia por un lejano pitido del contramaestre o el chillido de una gaviota solitaria.
Navegábamos a la altura de la desembocadura del Tajo, por lo que ya tenía en los tres palos a los marineros con mejor vista al ser territorio enemigo

En el preciso instante en que visualizaba en mi cabeza el rostro de Lively, oí un grito sobre las alturas que me despertó completamente de mi sopor, y al alzar la mirada vi a Johnny señalando hacia más allá del bauprés.
Tomé mi catalejo y en un instante me encontraba junto a él (¡hurra por el cirujano y su diabólica dieta!), observando a través de mi lente, a considerable distancia, las velas de al menos tres navíos, uno de ellos muy atrasado.
Como estaban a barlovento, pronto pudimos oír los disparos, por lo que ordené inmediatamente zafarrancho sin quitar ojo de la escena.

En un rápido cálculo llegué al a conclusión de que sería absolutamente imposible darles alcance, ya que los dos primeros, que por sus dimensiones, sus portas (la mayoría a todas luces pintadas sobre el casco) y la forma tan torpe de realizar la virada, eran mercantes, ya enfilaban la proa para adentrarse en el Tajo.
Su perseguidor, un bergantín de unos doce cañones como máximo, forzaba vela, pero la distancia era considerable.
Enarbolaba pabellón inglés.

El teniente Byron, que trepó hasta la cruceta, me dijo que se trataba del HMS Rapid, y ambos llegamos a la conclusión de que, para cuando llegáramos a su posición, se habría adentrado al menos media milla en el Tajo.
Pero la Circe es muy veloz navegando contra el viento, y pronto nos pusimos manos a la obra para acortar distancias lo más rápido posible.
Lawyer y Byron se encargaron de dirigir las maniobras mientras yo me mantenía en las alturas, observando el combate.
El Rapid disparaba a la desesperada, puesto que las columnas de agua que surgían a popa de los mercantes estaban aún a muchos pies. Sin embargo, el bergantín parecía ser lo suficientemente rápido como para capturar sus presas aunque, eso sí, se exponía con demasiado peligro a las baterías colocadas a lo largo del río.

Pronto la popa del bergantín se perdería más allá del Cabo de Roca, por lo que fueron muchos minutos de incertidumbre hasta que comenzamos a realizar nuestra propia virada, con los cañones ya asomando tras las portas y cada uno en su sitio, perfectos, inmaculados, como si el mismísimo Rey Jorge nos estuviera observando.

Pero apenas doblamos y remontamos, el potente sonido de cañones de al menos 44 libras me hizo comprender la situación, y supe que el Rapid se encontraba en serios apuros.
El viento nos favorecía, y el tráfico era escaso, con algunas embarcaciones de pesca cuyos tripulantes nos saludaban con alegría exagerada, como si pensaran que les fuéramos a librar de los franceses con una fragata de 28 cañones.

El sonido era ensordecedor, y me imaginé al Rapid rodeado de fuego enemigo, tratando de salir de la ratonera con alguno de los palos en su sitio para tener alguna opción.
Empezamos a observar la humareda y las primeras baterías con la bandera tricolor en lo más alto, y aunque estábamos lejos de su alcance decidí recoger velas y prepararnos para virar, ya que era obvio que el bergantín estaba absolutamente perdido y que lo único que podíamos hacer era darle una nueva alegría al francés al acabar con otra víctima británica.
Pero cuando los marineros comenzaban a halar con brío y el timón daba vueltas como un loco, surgió entre el humo dos lanchas cargadas de marineros que bogaban con fuerza hacia nosotros.
Pronto me di cuenta de que eran los hombres del Rapid, y los recogimos antes de salir del río, no sin antes comprobar que no éramos perseguidos por embarcación a alguna.

A bordo me encontré con el teniente Henry Baugh, que seguramente sería joven tras esa capa de hollín y arrugas de preocupación.
Me informó que avistaron los dos mercantes cuando doblaban el cabo de San Vicente, y que no se esperaba tanta resistencia en el Tajo.
Una bala arrancó de cuajo el trinquete, y sin posibilidad de virar fueron destrozados por los obuses, que agujerearon el casco hasta que el bergantín comenzó a hundirse, escapando con un puñado de supervivientes que sobrevivieron al ataque y a morir ahogados.
Durante el viaje hasta Gibraltar su ánimo ha estado siempre por debajo de la línea de flotación, y como he contado nuestra despedida ha sido más bien triste.
Le deseo suerte, a él y a sus hombres.

En cuanto a lo demás, tanto el señor Oliver como don Ricardo han ido a territorio español, aunque con el aviso de que en menos de tres días volverán.
Por ello me dedico a esperar dando mis paseos por el barco, revisando que todo esté a punto para zarpar de nuevo.
Sin embargo, esta noche creo que me tomaré un descanso y bajaré a tierra para visitar a mi amigo el coronel Rush para tomar alguna copa de vino de su selecta bodega.

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