martes

Preparativos

A bordo de la HMS Circe, el 18 de noviembre de 1809. En la rada de Spithead (Portsmouth)

Llevo varios días trabajando sin parar y estoy derrotado.

Poner la fragata a punto no está siendo ningún juego de niños, ya que estaba realmente descuidada tras muchos meses sin apenas actividad.
Desde que la abandoné para tomar, algún tiempo después, el mando de la Proserpine, ha estado en la rada de Spithead acumulando carcoma, con una pequeña dotación meramente testimonial y sin que el Almirantazgo le encontrara una utilidad hasta que me ha vuelto a nombrar su comandante.

Tras leer mi nombramiento a bordo, tuve que hacer un verdadero esfuerzo para no lanzarme al agua y nadar hacia el embarcadero, ya que lo que vi en cubierta no me gustó nada: mirando con gesto de terror, la mitad de los marineros parecían recién sacados de un hospicio para huérfanos mientras que, la otra mitad, auténticos inútiles, estaban borrachos y se dejaban dominar a duras penas por el contramaestre y sus ayudantes, que a mi juicio habían bebido mucho más.
Me hicieron falta muchos azotes, muchísimos, y no limpié la cubierta durante dos días para que la sangre seca sirviera de advertencia y así hacerme respetar. Por ahora parece que funciona, ya que mis hombres trabajan en silencio e incluso hemos tenido tiempo para lavar el 'gato de nueve colas'.

En cuanto a mis oficiales, ayer recibí una carta nada más y nada menos que del teniente Byron, en la que me felicitaba por mi liberación y se ponía a mi entera disposición, ya que se encuentra en tierra, en su casa de Devon, sin destino designado.
Aunque tiene una forma de ser y unas contestaciones que algunos considerarían suficientes para catalogarlas como motín, no cabe duda de que que es un gran marino, lo que unido a que 'más vale lo malo conocido, que lo bueno por conocer' le he contestado instándole a que se presente a bordo cuando sea posible.

Del resto poco puedo decir, ya que aún apenas los conozco, aunque sí me alegra dejar constancia de que vuelvo a contar a mi lado con mi fiel Vincenzo, hombre 'multiusos' (es capaz de servirme al desayuno, limpiarme las medias o acertar desde la cofa a un oficial en el alcázar enemigo con la misma eficacia) y que durante estos meses ha permanecido en 
su granja del Yorkshire, con su esposa y larga descendencia de retoños, a la espera de su vuelta a la mar.
Curiosamente, y sin que no le hubiera puesto al tanto de mi nuevo nombramiento, el día que volvía a la Circe estaba esperándome junto a la falúa, con su saco y cara de pocos amigos habitual, aunque sonrió amablemente cuando me vio, estrechándome con amistad la mano.

Lo más duro está siendo sin duda la batalla diaria para que la Circe no sea la vergüenza de la flota del Mediterráneo, y cuando al jefe carpintero y al contramaestre, acompañado de los marineros más fuertes, hemos estado buena parte de la mañana reunidos con el máximo responsable del astillero, que aunque al principio puso muchas pegas para entregarnos una buena cantidad de velas y vergas, al enterarse de mi nombre quiso saber todo sobre mi aventura en Marsella, por lo que puedo decir que nuestra visita fue óptima.

El aprovisionamiento, con la subida a bordo de enormes cantidades de agua, carne salada, ron, algo de vino, galletas, además de los pertrechos necesarios, la carga de pólvora (de la buena) y balas, todo unido a la puesta a punto del libro del rol, está chupándome la vida poco a poco, por lo que necesito, con urgencia, alguien que me ayude con todo el papeleo, por lo que voy a intentar localizar al señor Davies, que ha cumplido con estas funciones en mis anteriores viajes. Espero que esté disponible.

Ahora subiré a cubierta para proseguir con el trabajo, y además tengo que volver al astillero pues necesito aceite para untar los cañones, que no han sido disparados desde hace mucho, y no quiero que ocurra una desgracia en las primeras prácticas de tiro, las cuales pondré en marcha en cuanto me sea posible.

lunes

Oso de feria


En Portsmouth, el 11 de noviembre de 1809. En el Crown.

Hoy el Crown está más concurrido que nunca. Fuera llueve torrencialmente y veo, de pie, a oficiales chorreando pero felices de estar resguardados mientras se calientan los intestinos a base de vino avinagrado.
No hay sillas libres. De hecho no son pocos los que se sientan en las mismas mesas mientras charlan alegremente. De fondo alguien toca un violín y se oye canturrear por lo bajo alguna tonadilla marinera.

He aprovechado este momento para volver a estas páginas que tenía completamente olvidadas. En la última hablaba de un consejo de guerra que, afortunadamente, no tuvo mayores consecuencias, aunque mi habitual pesimismo ya me situaba colgado de un penol, a la vista del Támesis.
Pero no, no hubo nada de eso. Ni mucho menos.

Para mi sorpresa, casi desde que me presenté en el HMS Canopus (en Portsmouth), el contralmirante George Martin, que presidía el tribunal, se mostró muy amable, y no vi malicia alguna en sus preguntas. Me fui relajando por momentos, y apenas insistió en la pérdida de la Proserpine, ya tanto él como sus colegas (los capitanes Edward Griffith, Benjamin Hallowell y John Harvey) estaban mucho más interesados en mi huida de Marsella.
Quedaron impresionados por mi narración (que algún día escribiré en este diario), y me despidieron estrechándome todos y cada uno de ellos la mano, por lo que la espera de su deliberación fue de lo más curiosa, sobre todo porque me acompañaba el capitán de bandera Charles Inglis, que estaba encantado con poder hablar personalmente con el protagonista de numerosas conversaciones en la cabina.

Por lo visto, durante todo este tiempo en el que he estado poco menos que enclaustrado en mi casa, rumiando mis penas sin tener ningún contacto con el exterior, me he convertido en una celebridad, algo que considero triste, ya que siempre soñé con alcanzar la fama desde el alcázar de un navío de primera clase, y no saliendo de Marsella por 'la puerta de atrás' en un carro repleto de cerdos.

Por supuesto el Almirantazgo, a través del contralmirante Martin, me liberó de toda responsabilidad de la pérdida de la Proserpine, y tras cenar en la cabina del Canopus en compañía de otros oficiales, en donde el ir y venir constante de botellas me llevó a describir a los cerdos como animales grandes como vacas, me retiré al alba, dando tumbos y en busca de un lugar discreto en donde dormir hasta estar en condiciones para ofrecer una imagen más o menos digna.

Días después, recibí una carta en donde me ordenaban presentarme de inmediato a bordo de la HMS Circe, y mi primera misión será llevar unos despachos "de vital importancia" a la escuadra que bloquea Tolón, por lo que volveré al escenario de la captura de la Proserpine, lo que me aterra.
Por otro lado, tengo la impresión de que este viaje no tiene otro motivo que el de subir la moral de la escuadra en el Mediterráneo, que podrá conocer al hombre que escapó ante las mismas narices de los franceses.
Me siento como un oso de feria.

Pero, por otro lado, cualquier excusa es buena para volver a embarcar, y cuando deje de llover y me beba mi vaso de vino, buscaré la chalupa que me lleve hasta la Circe, en donde podré comprobar el estado de la fragata, a la que tanto cariño le tengo pese a estar algo anticuada con sus 28 cañones, y conocer así a mis oficiales.

¡El capitán Daniels vuelve a la mar!

viernes

Consejo de guerra

En Wood Fields, el 10 de septiembre de 1809. Portsmouth (Hampshire).

Hace dos días recibí la carta que tanto temía.
Tengo que viajar el lunes hasta Londres, donde me someterán a un Consejo de Guerra por la pérdida de la HMS Proserpine.
Tengo motivos para preocuparme.

Me enfrentaré a mis interrogadores, que me preguntarán por cada detalle, por mínimo que sea, sobre lo que ocurrió frente a la costa de Toulon, y tendré que mostrarme lo más convincente posible, dejando claro que vendí cara mi piel, hasta el final, y que el número de bajas a bordo fue lo suficientemente alto como para que el honor británico fuera equiparable al aumento de viudas en la madre patria.

Pero ante dos fragatas y con todo en contra, no me pareció oportuno sacrificar vidas, ni las que estaban a mi cargo ni las enemigas, por lo que en cuanto fui consciente de que no había mucho más que hacer, y que lo único que quedaba era combatir y dar paso a la carnicería, opté por arriar la bandera.
De este modo, si todo ocurre como me temo, será mi vida a cambio de (calculo) medio centenar de otras tantas, por lo que trataré de sonreír cuando cuelgue de la soga (cosa difícil, por lo que he podido ver en algún que otro ajusticiamiento).

Pero, y va a sonar muy derrotista, en estos momentos, ahora mismo, en esta fría noche, con mi cuarto lleno de sombras y la oscuridad que lo invade todo más allá de mi ventana, puedo decir que poco o nada me importa.
He llegado a una situación en la que puedo decir que no le encuentro sentido alguno a mi existencia.

Sin barco que gobernar, sin amigos con lo que conversar, sin una mujer a la que abrazar... Lo único que tengo son mis lamentaciones, que escribo en este diario que durante tanto tiempo ha soportado mis quejas, y puedo decir que estoy cansado, y que en más de una ocasión he pensado si no va llegando la hora de poner punto y final a todo.
Quizás sea la única respuesta a mis preguntas.

lunes

Visitantes

En Wood Fields, el 31 de agosto de 1809. Portsmouth (Hampshire)

Ayer por la noche, tras llegar de Bedford, me encontré con una desagradable sorpresa en mi casa.

Llovía a cántaros, y estaba de muy mal humor.
La silla de posta que me traía hasta las afueras Porstmouth rompió el eje trasero a unos diez millas de mi casa, por lo que tuve que hacer todo ese recorrido andando, cargando con mis pertenencias y, como he dicho, con el clima británico en su máxima apoteosis, con una auténtica manta de agua que me impedía ver más allá de tres pies.
Para colmo de males, hundía las piernas en el barro del camino hasta la rodilla y, tras una pequeña reflexión bajo la lluvia, decidí que era mejor no andar campo a través, ya que temía perderme o encontrarme propiedades privadas que me obligasen a dar un amplio rodeo.

Pasaron horas hasta que tomé el desvío hasta mi hogar, perdido en medio de la nada y que es muy práctico a la hora de vivir tranquilo y sin molestos vecinos pero que, en las circunstancias en la que me encontraba, en donde podía haber pedido auxilio, era un auténtico engorro.
Ya comenzaba a imaginarme en la salita de mi casa, al calor de la chimenea, bien seco y disfrutando de una buena copa de vino mientras leía algún libro cuando mi instinto de oficial de mar y guerra se despertó.
Había alguien justo a la entrada.

La lluvia seguía arreciando con fuerza y no se veía prácticamente nada, salvo el farol que portaba el extraño visitante.
Apagué el mío, que llevaba para ahuyentar a posibles asaltantes durante mi caminata (de todos modos me preocupé de llevar la pistola cargada y convenientemente seca, bajo el abrigo), y me escondí detrás de un arbusto para observar atentamente qué demonios estaba ocurriendo.

Es cierto que estoy bien gordo, y que por mi aspecto puedo parecer de todo menos sigiloso.
No obstante, uno aprende a ser silencioso cuando es un joven guardiamarina y trata de colarse en la despensa del capitán en busca de algún jugoso queso, dando los pasos adecuados para que la madera no cruja para delatar la posición.
De este modo, aprovechando además el intenso rumor de la lluvia, me situé tan cerca que casi podía distinguirle el rostro.

Esperé y esperé, y aquél tipo parecía nervioso. No dejaba de mirar alrededor, y más de una vez eché manos de la pistola al creer que se me echaba encima.
Más tarde, por fin, alguien salió de la casa, le entregó algo y volvió a entrar.
Lo distinguí perfectamente, era mi mejor catalejo.
Me enfurecí.
Esos malditos sodomitas me estaban robando.
A mí, a un oficial de la marina venido a menos, rozando la miseria y con pocas ganas de aguantar tales afrentas.

Cogí la pistola y la envolví con la propia chaqueta para que no se mojara.
Con la otra mano, la zurda, con la que escribo y mejor me desenvuelvo, tomé la piedra más grande que encontré y, sin un minuto que perder, me acerqué por detrás al vigilante y descargué toda mi furia y frustración acumulada durante tantos días sobre su cabeza.
Noté su sangre saliente sobre mi mano y le vi caer.
No sentí remordimientos.
Lo único que me preocupaba era si su compinche había oído el farol hacerse añicos.

Dudé si esperar a que saliera o entrar por alguna ventana, pero fue sólo un momento, ya que el que un extraño estuviera en mi casa me hacía sentirme violado.
Amartillé la pistola y entré, sin sigilo y sin precauciones, gritando como un poseso que saliera si en verdad se creía hombre: he asaltado navíos enemigos y fortines; me he enfrentado con un sable a diez enemigos armados en el castillo de una fragata; sobreviví al ataque de un gigante mitológico en el Báltico... Una maldita rata de cloaca no iba a asustarme a estas alturas.

Tras dar unos pasos a oscuras, ya que no había luz alguna, noté cómo me golpegaban por la espada y me tiraban al suelo.
Oí insultos de al menos un par de bocas, y cuando noté que me daban una patada en el costado disparé en esa posición, y el grito de dolor que obtuve como respuesta fue música para mis oídos.
Traté de incorporarme y sentí un dolor horrible en la cara, y luché por no perder el conocimiento. Estaría perdido de hacerlo.
Comencé a rodar para salir de esa trampa mortal, con la gran fortuna de que mi atacante me gritaba que era un cobarde.
De este modo supe dónde estaba y me incorporé descargando todo el peso de mi cuerpo sobre él, agarrándolo con fuerza y tirándolo al suelo.
En un barullo de brazos, los míos y los suyos, le encontré la cabeza, y comencé a golpearla contra el suelo mientras me suplicaba piedad.
El muy perro.
No me detuve hasta que dejó de hablar.

Es cierto. No actué como un ofcial de Su Majestad. Me dejé llevar por mis impulsos más primitivos, y no me siento hoy, con la mente fría y la nariz rota, especialmente satisfecho por mi forma de actuar.
Esta misma mañana me he levantado bien temprano y me he interesado por la salud de mis prisioneros.

Desgraciadamente, dos de ellos no han recuperado el sentido desde ayer por la noche. Al que golpeé con la piedra respira débilmente, mientras al que estrellé la cabeza con el suelo ha perdido tanta sangre que me sorprende que aún tenga pulso. El único que creo que sobrevivirá es el que recibió el disparo, que no parece haber alcanzado algún órgano vital.
Tomaré uno de sus caballos y viajaré hasta Portsmouth en busca de un médico, además de rendir cuenta a las autoridades.

No tengo remordimientos. Sòlo hice una cosa: cumplir con mi deber defendiendo mi hogar.

miércoles

Perdedor

En la residencia Daniels (Bedford), el 25 de agosto de 1809.
 
Soy un perdedor.
 
Que no se me malinterprete si este diario termina en manos de otro. Sé que soy una persona que habitualmente se inclina a ser pesimista, y que incluso a veces tiendo a recrearme en mi condición de víctima.
No obstante, en esta ocasión, me limito a dar constancia de un hecho.
Solamente hay que echar un vistazo al pasado para comprobar que en la categoría de perdedor no tendré, a buen seguro, grandes oponentes.
 
Perdí a mi mejor amigo, John James. Era de las pocas personas en las que, en su momento, confié. Echo en falta su paciencia y sus consejos, y no hay día que pase en que no lamente que nuestra relación terminase a sablazos en un granero abandonado.
En alguna ocasión he escrito cartas enteras en donde trato de volver a estrechar los lazos que se cortaron de una forma tan desagradable, pero tras leer una y otra vez mis propias palabras y reflexionar durante unos breves instantes, acabo por echar las hojas al fuego, mientras observo cómo las llamas la consumen.
Los problemas con amigos hay que solucionarlos estrechando las manos o en un callejón y que salga uno sólo. No hay término medio.
 
Perdí mi prestigio. Al caer prisionero frente a la costa de Marsella mi carrera acabó. Comandaba una de las fragatas más potentes de la Armada Real, la HMS Proserpine, y acabé en manos de los gabachos.
Mi intento por lavar mi imagen tras mis infortunios en aguas del Báltico me impulsaron a ser demasiado confiado, al coste de que toda una dotación cayera prisionera y con el principal culpable, yo, liberado por unos ‘realistas’ franceses que se toparon conmigo de forma casi milagrosa.
Aun en el caso de que no me ahorquen por volver de manos vacías del Mediterráneo, dudo que me entreguen un mando más interesante que una gabarra en el Támesis o, si tengo suerte, un cúter para vigilar a los contrabandistas en la costa de Devon.
 
Y, por supuesto, perdí a Lively.
El amor de mi vida salió de ella y todo cambió. Sueño con ella, hablo en silencio con ella, todo lo que hago en el día a día es por ella. Ella es el viento que mueve mis velas.
Pero no está. Me aferro a su recuerdo como un marinero del sollado que se agarra a un trozo de madera tras perder su barco. De momento se mantiene a flote, pero llegará el momento en que las aguas le engullan si no recibe ayuda.
Y bien es cierto que yo no voy a disfrutar de ninguna.
La última vez que la pude ver iba del brazo de un chaqueta roja, y sólo imaginarla en los brazos de ese tipo me hace sentir que una astilla sale disparada para clavarse en mi estómago.
 
Pero que no haya malentendidos. No achaco nada de esto a mi mala suerte. Ni mucho menos.
Lo que más me atormenta es que ha estado en mi mano cambiarlo: quizás puede ser más paciente con John y morderme la lengua (algo que siempre se me ha dado fatal) cuando surgió la ocasión; debería de haber sido más cauto cuando comandaba la Proserpine, y olerme la trampa de los franceses y no alejarme de la escuadra de bloqueo; podría haber reaccionado de forma diferente cuando me crucé con Lively, y no alejarme como un perro con el rabo entre sus patas y declarar allí mismo mi amor y poner punto y final, sea el que sea, a mi tormento.
 
Pero no. Todas esas oportunidades pasaron. Mi vida ha sido una sucesión de fracasos y oportunidades perdidas.
Por eso soy un perdedor.
 
Ahora saldré al jardín para pasear un rato con mi padre, que tan bien me ha acogido en su casa mientras me decido a enviar la carta al Almirantazgo para comunicarles que ya estoy en Inglaterra, sano, a salvo, pero absolutamente, una vez más, perdido.

jueves

Libre

En Wood Fields, el 13 de agosto de 1809. Portsmouth (Hampshire)

Apenas me lo puedo creer.
Estar de vuelta a casa es un sueño vivido un millar de veces en las noches en Marsella, prisionero y sin esperanza.

Es por ello que cada vez que me despierto salgo corriendo hacia la ventana para encontrarme con el bello paisaje de la campiña de Hampshire, con las nubes que inundan el cielo y convierten al sol en un secundario en la escena celeste.

Durante estos días me he dedicado, sobre todo, a pasear, a disfrutar de los alrededores de mi casa, con largas caminatas que han durado horas. El dolor de las piernas a la llegada de la noche, por un esfuerzo y no por estar agarrotadas al encontrarme en un pequeño espacio, son del todo reconfortantes.

Pocos conocen mi llegada a Inglaterra, únicamente mis rescatadores y el comandante de la urca que me dejó en estas benditas costas. Por supuesto mi agradecimiento a todos ellos es mayúsculo, y estoy seguro que el destino volverá a cruzarnos. Cuando llegue el momento intentaré por todos los medios de servirles de ayuda, en la medida que sea posible.

Mañana viajaré a Portsmouth para tomar una silla de posta que me lleve hasta Bedford, ya que quiero que mis padres sean los primeros en conocer mi vuelta a casa. Desde allí escribiré al Almirantazgo, donde les informaré de mi huida. A buen seguro me pedirán que viaje inmediatamente a Londres, donde tendré que rendir cuentas por la pérdida de la Prosperine, de la que espero salir bien librado.

También quiero aprovechar para dejar por escrito cómo logré abandonar Marsella, oculto en un carromato lleno de cerdos y pugnando con cada uno de ellos por encontrar el lugar más cómodo posible, así como mi estancia en la finca de la famila Clisson, a la espera de un medio de transporte seguro hasta la costa y después, vía marítima, rumbo a Inglaterra.

Es difícil de creer, desde luego. A mí me cuesta muchísimo, por eso lo dejo por escrito, para ver si el echarle un vistazo a las páginas de mi diario me sirva para ser consciente de lo que ha supuesto esta inigualable aventura.

Sueños

En Marsella, el 23 de abril de 1809. En una habitación de la calle Le Panier

Siguen pasando los dias, y perdería la noción del tiempo si no fuera porque voy marcando muescas en este viejo escritorio conforme se pierde el sol por el oeste.
Además, dedicarle algún tiempo a este diario también me sirve para saber el día en el que vivo.

Pero sólo sé eso, una fecha. Nada más. Toda la información del exterior se reduce a mi joven carcelero, que balbucea algunas palabras en francés que no entiendo, seguramente fórmulas de cortesía mientras me trae algo de comer y retira el cubo con las inmundicias.
Alguna que otra vez me subo a la mesa y me pongo de puntillas para ver algo a través del pequeño ventanal de la habitación, pero sólo se puede distinguir la fachada de un edificio y se oye difuso el sonido del bullicio de la calle, lo cual me dice poco o nada.

A veces me pregunto si alguien se acordará de mí.
Obviamente se habrá conocido la noticia de mi apresamiento, más por la pérdida de una buena fragata de 40 cañones como es la HMS Proserpine que por un capitán de segunda categoría con pocos éxitos en su carrera.

Es mucho tiempo para pensar el que tengo, y a veces imagino a mis oficiales, los tenientes Byron y Lawyer, organizando junto al sargento de infantes de marina Basket e incluso mi viejo amigo el teniente James, la forma de liberarme. Me parece verlos con sus mejores galas, frente a la costa de Marsella, a bordo de un navío de Su Majestad esperando que caiga la noche para realizar una incursión nocturna y asaltar mi celda, brindando por mí y por el éxito de la misión.

También me gusta imaginar a mi querida Lively Caster llorando desconsolada al enterarse de la noticia, dándose cuenta de lo mucho que me ama y que estaba totalmente equivocada respecto a nuestro distanciamiento, y se pasa los días en Portsmouth, esperando que asome por el horizonte las gavias de mi barco, agarrando con fuerza el pañuelo de seda que le regalé, fruto de uno de mis botines de juventud.

También invento, con una sonrisa, que mi padre rescata del armario su viejo uniforme de almirante y que abandona Bedford para viajar hasta Londres y acudir, sable en mano y vociferando improperios, a las dependencias del Almirantazgo para exigirle al mismísimo First Lord un mando y una flota para ir al rescate de su querido hijo.

Pero son sólo eso, sueños, y los sueños, sueños son.
Mis oficiales estarán en sus respectivos destinos tratando de ganarse la aprobación de sus nuevos superiores, incluyendo por supuesto a James, que desde nuestro último encuentro, poco afortunado, habrá hecho todo lo posible por olvidar nuestra amistad, lo mismo que Lively, pero en los asuntos siempre agridulces del amor, sujeta quizás del brazo de otro hombre que satisfaga sus necesidades.
En cuanto a mi padre, no me cabe duda de que estará triste y apesadumbrado allá en su casa, junto a mi querida madre, impotente, añorando viejos tiempos y esclavo de las noticias, tanto las de Francia, con el cautiverio de uno de sus hijos, como las que llegan desde España, donde combate mi hermano William junto a los españoles para expulsar a los 'ranas' de la península.

De momento lo único que puedo hacer es lamentarme de mi suerte y esperar mi liberación, no pensar mucho en posibles y ser consciente de la auténtica realidad: mi solitario cautiverio.

miércoles

El barbero de Marsella

En Marsella, el 25 de marzo de 1809. En una habitación de la calle Le Panier

Tras múltiples ruegos y alguna que otra salida de tono, he conseguido que un barbero acuda a mi celda para asearme y poder mostrar así un aspecto digno.

Mi barba comenzaba a estar bastante poblada, y casi podía notar las pulgas y piojos campando por mi cabeza como reyes convirtiendo en inútiles mis intentos de evitar los picores al rascarme furiosamente.

Me vi en la obligación, después de ser desoídos mis ruegos y hasta súplicas en varias ocasiones por mi particular carcelero, de arrinconarlo hace tres días cuando me traía la comida. Tras sorprenderle y estrellarle contra una pared, le grité (mientras convertía mis dedos en simuladas tijeras) que necesitaba un corte de pelo y, a ser posible, un buen rasurado.
El pobre infeliz trató de defenderse echando mano de un cuchillo que llevaba en el cinturón, pero no me resultó difícil retorcerle la mano hasta que comenzó a llorar y a suplicar clemencia. El fuerte olor a orín me hico soltarle, y tras una patada instintiva, de esa que tantas veces he dado en el cabestrante a los marineros para estimularles, lo eché de la habitación.

Ya más tranquilo, y de nuevo sumido en mi soledad, le di muchas vueltas a la cabeza, y me arrepentí de mi ímpetu, ya que no dejaba de ser un prisionero.
Si alguien con grilletes hubiera hecho algo semejante en un navío a mi mando, le habría azotado hasta que la sangre hubiera chorreado por los imbornales.

Es por eso que, a la mañana siguiente, y cuando había pasado una noche intranquila, con pesadillas donde hombres sin rostro me arrastraban del catre hasta el patio y me asesinaban con tijeras oxidadas, no es de extrañar que mi primera reacción fuera arrancar la pata de la desvencijada silla donde solía sentarme para escribir estas letras y prepararme para vender cara mi piel.

Pero, para mi gran sorpresa, en la puerta apareció el mozalbete francés acompañado de un señor calvo y de poblado bigote que no portaba unas tijeras oxidadas, al contrario, ya que las suyas eran muy relucientes, así como su cuchilla, bien afilada y que me ha dejado un aspecto impecable, listo para pasar revista ante un almirante.
Tal señor parecía especialmente interesado en mi uniforme y, aunque no hablaba inglés, hizo algunos gestos y sonidos más o menos parecidos a la vida en un navío que me resultaron graciosos, lo que me dio a entender que se había percatado perfectamente de mi ocupación.

Cuando se marchaba, y aprovechando que el vigilante estaba muy concentrado observando el vuelo de una mosca, el barbero me susurró algo al oído, lo que por supuesto no entendí, y se marchó sin dejar de sonreír mientras me guiñaba un ojo, cómplice.

No tengo la menor idea de a qué se refería, pero al menos no puedo negar que hizo un excelente trabajo y que, si por mí fuera, lo raptaría y me lo llevaría a uno de mis buques, en el caso de que algún día pueda disfrutar de un mando, ya que su delicadeza y firmeza con la cuchilla es totalmente inigualable.
Espero poder disfrutar de sus servicios de nuevo.

Planes de libertad

En Marsella, 18 de marzo de 1809. En una habitación de la calle Le Panier

Considero la huida. Por supuesto. Es algo que tengo en mente constantemente. Escribo de ello con la tranquilidad de ser consciente de que no van a hurgar en mi diario, sobre todo porque el capitán Dubourdieu ha dado órdenes precisas de que no se vulnere mi intimidad.
No obstante, de forma preventiva, escribo cuando sé que no me observan, y siempre tengo escondido mi diario bajo las mantas del catre.

Mi carcelero es un mozalbete que no llegará a los dieciocho años. Lleva uniforme, pero no reglamentario del ejército, pues no logro identificarlo. Ha de ser de la milicia más bien.
Su cabeza me llega al pecho, y cada vez que entra en la habitación para traer comida, una jofaina para asearme o retirar mis inmundicias, es casi cómico comprobar como intenta hacer todo eso sin perderme ojo de encima, revelando gran torpeza y, sobre todo, nerviosismo.
En más de una ocasión he tenido que recoger su mosquete del suelo y entregárselo, a lo que siempre responde con un 'merci' que me hace ver que, con toda probabilidad, no ha cambiado aún la voz.

Es innegable que yo no tendría ningún problema para reducirlo. A buen seguro ni me haría falta usar la fuerza, ya que tengo la sensación de que un buen grito, de esos que vienen muy bien cuando, en plena galerna, con el viento silbando, el rugido de las olas y el crujir de madera, consigues que te oigan tus gavieros mientras recogen paño a toda prisa, sería más que suficiente.

Pero en el caso de que el joven francés estuviera atado con sus correas en mi habitación y amordazado con una de las medias que me trajo Dubourdieu, ¿qué debería hacer después? No conozco nada de Marsella, y menos de Francia. Lo único que podría intentar sería encontrar la costa y alguna embarcación que me llevara hasta la escuadra que bloquea Tolón.
Desde luego me alzarían a la posición de un héroe, y seguramente recibiría parte del prestigio perdido.
Pero sería una misión casi suicida.

Para empezar la única ropa que tengo es mi propio uniforme, y el del francés sólo me valdría para jugar a los muñecos.
Es de suponer que un oficial de Su Británica Majestad de casi seis pies de alto y 242 libras de peso llamaría la atención en una de las ciudades más importantes de Francia.
La caza del zorro sería un juego de niños comparado con lo que me harían a mí al verme correteando por las calles, perdido y desorientado.

No cabe duda de que mi única oportunidad llegará con el momento de mi traslado.
No es lo mismo huir en un centro urbano de la importancia de Marsella que en algún camino rumbo a mi desconocido destino, ya que en los campos tendría la ocasión de ocultarme e intentar encontrar la forma de hacerme a la mar por el medio más seguro, si acaso existe alguno que no entrañe riesgo.

He intentado preguntar a mi pequeño carcelero si tiene conocimiento de cuándo marcharé de aquí, pero su inglés es tan malo, o inexistente, como mi francés, que se reduce a unos cuantos insultos y a solicitar la rendición.
De tal forma, tras muchas gesticulaciones por ambas partes sin que llegáramos a conseguir nada en claro, he optado por dejar de intentarlo y limitarme a esperar lo que el destino crea conveniente.

De momento no tengo otra salida.

La batalla

En Marsella, el 11 de marzo de 1809. En una habitación de la calle Le Panier

Llevo más de una semana encerrado y no sé nada de lo que hay más allá de estas cuatro paredes.
El trato que recibo es aceptable gracias, sobre todo, al interés del capitán Bernard Dubourdieu, que me visitó hace tres días para asegurarse de que me trataban debidamente mientras estoy provisionalmente aquí.
Según me informó, me trasladarán en breve a una prisión en condiciones, es decir, con sus barrotes, carceleros y demás incomodidades.
Me dan escalofríos de solo pensarlo, pero al menos podré compartir celda con otros compañeros que sufren las mismas penalidades, ya que Dubordieu me aseguró que me encontraré con oficiales de la Royal.

Con poco o nada que hacer, sólo echar un vistazo a través del pequeño ventanal de la habitación por donde no cabría ni un paje y lo único que deja pasar son los rayos del sol, he puesto en orden los acontecimientos que llevaron a que la Proserpine cayera en manos de las fragatas francesas, de 40 cañones cada una, Penelope y Pauline.

A bordo de la Proserpine, en funciones de bloqueo en Tolón, el vicealmirante Thornborough me ordenó que me acercara a la costa lo máximo posible para observar los movimientos de la escuadra del vicealmirante Ganteaume.
En el intento de ganarme de nuevo el respeto de mis superiores tras el fracaso de la batalla contra el Heldige en el Báltico, decidí arriesgar el todo por el todo, y no puse reparos en hacer caso omiso a la seguridad de mi navío y acerqué tanto la fragata a la costa que casi podía oler la fragancia de los pinos.

Pero mi imprudencia provocó que los franceses salieran en mi búsqueda, y cuando me encontraba en la cofa con el catalejo clavado en el ojo, observé dos fragatas pesadas francesas que se disponían a cazarnos.
Afortunadamente me dio tiempo para ladrar las órdenes oportunas, y sin mayores contratiempos nos marchamos de allí dejando a los ranas con las ganas.

No quería volver con las manos vacías, y calculando la situación de las fragatas opté por volver a la costa, esta vez con rumbo noroeste para dejar a continuación Marsella a babor.
Y los vi.
Una larga hilera de velas navegando muy cerca de tierra, a buen seguro tratando de burlar la escuadra inglesa.
Era mi gran oportunidad.

Desgraciadamente, no hubo fortuna, el viento calmó al poco de llegar la noche y me tuve que conformar con ocultar la fragata cerca del cabo Sicié, para esperar así que Eolo se pusiera de mi parte con la llegada de las luces del sol.

Pero el muy bellaco no se puso de la mía, sino de la de los franceses, y cuando estaba echando una cabezada en mi cabina, uno de los guardiamarinas llegó como un loco, gritando que habían avistado de nuevo a las fragatas francesas, y que para colmo contaban con el viento a favor.
Tras abofetearle un par de veces, acudí corriendo al alcázar, donde me informaron de nuestra complicada situación.

Ordené situar los dos cañones largos de bronce en mi cabina para intentar ocasionar algún destrozo en la jarcia de nuestros perseguidores, pero nuestros disparos no surtieron efecto alguno mientras nuestros enemigos continuaban acercándose sin remedio.

La Peneleope pronto se situó por nuestra aleta de babor y comenzó a disparar con mucho más acierto que el nuestro, y tarde, muy tarde, observé que mis artilleros no estaban a la altura de las circunstancias.
El otro buque francés, aprovechando que el avance de la Proserpine se había reducido considerablemente a causa del daño en la jarcia, se situó por la otra banda, lanzando hierro sobre todo al velamen.

Mi impotencia era total.
Respondíamos al fuego torpemente, con los hombres repartidos en las diferentes baterías, disparos erráticos y sin ocasionar daños relevantes en nuestro enemigo, que quería a todas luces evitar en la medida de lo posible ocasionar daños en la fragata.
Tal era mi desesperación al ver que mi navío iba a caer en manos del enemigo y, con él, lo poco que me quedaba de reputación, que recé para que una de las astillas que volaban de un lado a otro, afiladas como cuchillas, me acertara en la cabeza y acabara con mi sufrimiento.

Para cuando el enemigo se situó a tiro de pistola, el aspecto de la que fuera mi fragata era lamentable, con la jarcia destrozada, todos los cabos colgando como tripas y los tres palos rotos o muy dañados a la altura de las gavias.
Además, 'astillas' me informó de que en la sentina había entre nueve y diez pies de agua, lo que hacía la situación aún más delicada, si aquello era posible.

Por un momento pensé que lo mejor era acabar ahí mismo, ordenar que se devolviera el fuego y prepararnos para rechazar el abordaje para que el honor británico sobreviviera a nuestra muerte.
Además, llegué a la conclusión de que era la mejor forma de acabar con todo de una vez, ya que era perfectamente conocedor de que mi carrera estaba acabando en ese momento, al menos en esta guerra.

Pero, por otra parte, mantuve la cabeza fría, pensé que mis hombres, aquellos a los que apenas conocía desde hace menos de una semana, no tenían culpa alguna de la incompetencia de su comandante y, mientras oía el retumbar de los cañones y ya distinguía perfectamente el rostro der los oficiales franceses, decidí arriar la bandera para no malgastar estúpidamente sus vidas.

El capitán de la Penelope, que recibió mi sable, ya en la cabina de su buque, y mientras me servía una copa de vino en nuestro retorno a Tolón, agradeció el gesto de no entablar combate cuando ya estaba todo perdido.
"Ha salvado muchas vidas hoy, señor", me dijo con su marcado acento, y me informó que haría todo lo posible para que mi estancia en mi prisión provisional de Marsella fuera lo más cómoda posible.
Por ahora parece que ha cumplido su promesa, ya que, como he escrito antes, me visitó hace pocos días.
Trajo consigo vino, queso, más tinta para poder continuar con mi diario y un par de camisas y medias limpias.

Se lo agradezco, no cabe duda, pero mi pesar sigue siendo mayúsculo mientras continúa mi encierro el cual, y aquí el señor Dubordieu bajó los ojos ante mi pregunta, me aseguró que será muy largo, posiblemente hasta que termine la guerra.

Nunca pensé que desearía con tanta fuerza que se acabara el conflicto.

Tragedia

En Marsella, el 4 de marzo de 1809. En una habitación de la calle Le Panier

Me parece increíble. Todo esto debe de ser un sueño.

No. Es una maldita pesadilla.

Estoy en Francia, en Marsella. Y prisionero.
Lo único bueno es que, milagrosamente, me han permitido mantener mi diario.
Apenas lo miraron.
En cuanto se dieron cuenta de que era algo personal, y que sus datos militares eran insignificantes, me lo devolvieron, aunque al precio de dar mi palabra de caballero de que no reflejaría nada en él que pudiera comprometer la seguridad de Francia.
Obviamente acepté.

No tengo ánimos para relatar lo ocurrido.
Es demasiado doloroso.

Desgraciadamente creo que voy a tener tiempo de sobra para reflejarlo en mi diario.

Creo que estas cuatro paredes me van a resultar familiares durante mucho tiempo.

En la 'Proserpine'

Miércoles, 25 de febrero de 1809, a bordo de la HMS Proserpine. Frente a Tolón

No cabe duda de que esta fragata es magnífica.
Es prácticamente nueva, y aún me parece oler a pintura allá por donde voy. Todo luce un aspecto realmente hermoso.

Una lástima que mi cometido sea sólo el de sustituir al capitán Charles Otter, que sufrió una aparatosa caída cuando se encontraba en el tope observando la escuadra francesa en puerto y que en estos momentos se encuentra en Gibraltar, bajo los cuidados de las monjas del Hospital de los Desamparados.
Según parece es verdaderamente grave, y es por ello que el Almirantazgo ha decidido buscar un sustituto para comandar esta potente fragata por un tiempo, por ahora, indefinido.

El caso es que aquí me encuentro, de nuevo en alta mar, disfrutando de la navegación en esta preciosa fragata, con el resto de la flota y las repetidas maniobras, pero feliz de poder sentir otra vez en mi cara el olor a sal.

Mi llegada a Gibraltar en el Nercuse y subir a bordo de la Proserpine fue todo uno, y mientras leía mi nombramiento ante la dotación, observé rostros de todo tipo, desde curiosos hasta de auténtica preocupación, ya que un nuevo capitán es siempre un acontecimiento relevante a bordo, quizás el que más junto al día que se sirve doble ración de grog.
Después tuve la ocasión de hablar con mis oficiales, aunque sin llegar a profundizar en exceso, ya que todos sabemos que es un cambio temporal, sin mayor trascendencia, y menos aún con un bloqueo que realizar donde la rutina es la nota predominante.

Esta mañana estuve tocando mi fagot, y tras tranquilizar al infante de marina de la puerta de que no estaba sufriendo ningún tipo de crisis de posesión demoniaca ni nada parecido, he estado en cubierta, observando a los grandes y pequeños navíos que nos acompañan, atento a la costa francesa, donde la tranquilidad es absoluta.
No creo que ocurra nada relevante en mi vida de aquí a unas semanas.

lunes

Un profundo dolor

Lunes, 16 de febrero de 1809, a bordo del Nercuse. En alta mar.

Viajo rumbo a Gibraltar, a bordo del paquete para el correo Nercuse, en la pequeña cabina de su capitán, que tan amablemente me la ha cedido para esta travesía.
Un tipo poco simpático y que apesta a alcohol, pero que al menos ha sabido guardar las formas ante un servidor, a buen seguro más por verse obligado que fruto de la generosidad.

He recibido órdenes de tomar el mando de la fragata de 40 cañones Proserpine, fondeada en estos momentos en la rada de Gibraltar.
Está destinada a labores de bloqueo en Tolón, y aunque no es lo más interesante dado lo tedioso que resulta, no cabe duda de que prefiero un millón de veces las aguas del Mediterráneo a las del Báltico.

Durante esta semana ocurrió algo interesante y de lo que me gustaría dar constancia en este mi diario.
Me encontraba hace tres día en Portsmouth, hablando con el capitán del Nercuse sobre nuestra marcha hacia Gibraltar. Trataba de no respirar mientras le respondía para evitar, en la medida de lo posible, oler el fétido aliento de tan lamentable personaje.
Estábamos junto a la lancha del bergantín, rodeados de marineros que cargaban barriles y fardos, con un aspirante a oficial ladrando órdenes a la vez que me miraba, seguramente impresionado por mi uniforme, buscando mi aprobación.

Me limitaba a ignorarlo y observaba con curiosidad y admiración la enorme cantidad de velas allí fondeadas, con un cielo azul y limpio con el sol iluminándolo todo, cuando me quedé helado al reconocer la voz que oí a mis espaldas.
Convirtió en un murmullo el elevado ruido que siempre produce un puerto cuando se faena a destajo.

Me volví tan rápido que noté un doloroso pinchazo en la rodilla y allí, como una rosa entre un manto de cardos, brillante, sublime, simplemente maravillosa, se encontraba, enamorándome una vez más, la señorita Lively Caster.
Vestía completamente de blanco, e iba acompañada de un oficial de infantería, con rango de capitán. Los dos iban cogidos del brazo. Un ángel y un demonio.

Hacia tanto tiempo que no volvía a verla que, inmediatamente, noté un intenso dolor en el estómago, a lo que no ayudaba nada verla en los brazos de ese maldito 'langosta'.
Desoyendo al capitán del Nercuse, que seguía hablando a mis espaldas, y cojeando, pues la rodilla parecía lastimada, me dirigí al encuentro de Lively.
La última vez que la vi huí como una balandra danesa ante un navío de línea británico, pero en esa ocasión no estaba de humor para mostrarme correcto.
Amo a esa mujer, y quería decírselo allí mismo.

Lively no ocultó su sorpresa, y sus ojos marrones como las encinas me observaron con curiosidad.
A punto estuve de decir una incorrección, pero su sonrisa y oír en sus labios mi nombre me desarmó por completo. Pese a no estar en el plan, sonreí sinceramente y le dediqué una profunda reverencia.

Todo era maravilloso hasta que el imbécil de su compañero, de una forma insolente (así lo interpreté en ese momento), preguntó por mi nombre, mientras levantaba la ceja y ponía una postura digna, con el puño apoyado en la cintura y el brazo formando un ángulo.
Sin más miramientos le ordené que se marchara, y aunque estuvo a punto de protestar, a pesar de que mi rango es muy superior al suyo, Lively intervino para rogar a su amigo que nos dejara solos.

Nuestra conversación fue muy breve. Tras un par de preguntas que más parecían de protocolo, sin contemplaciones le dije que la echaba de menos y que quería volver a verla.
Lively se sonrojó, dirigió su mirada hacia el 'langosta', que nos observaba a no mucha distancia, y me respondió que eso era imposible, que ya me dejó claro hace tiempo cuál era su postura, y que por favor no volviera a insistirle sobre lo mismo.

Me sentí morir.
Allí mismo me habría encantado cavar un hoyo y pedir que me enterraran con un barril de pólvora y prenderle fuego.
Pero me controlé, me despedí de ella respetuosamente, y me marché de allí, no sin antes dirigirle una mirada de odio al capitán 'langosta' que, a Dios gracias, optó por fijar su atención en Lively, que me observaba mientras me dirigía a buscar una silla de posta que me devolviera a mi casa.

Ha sido duro. Mucho.
Llevo desde entonces con el ánimo por los suelos, soñando con ella cada noche.
Ni siquiera el estar en cubierta, con los hombres trabajando, la espuma bañándonos, el mar entre azul y verde, el olor a sal y el balanceo de la Nercuse que me hacen recordar una y otra vez que estoy de nuevo en el mar, logra que me anime.

En estos momentos me siento vacío y triste. No tengo consuelo.

Carta a William Daniels

A la atención del sargento de Dragones William Daniels, en Valencia. España

Estimado hermano:

Lamento ser el portador de malas noticias. En plena campaña contra las fuerzas de 'Buenoenparte' no creo que sea el mejor momento para que recibas esta carta, pero tampoco es justo que vivas en la ignorancia del triste hecho que voy a relatarte a continuación.

La semana pasada falleció en Londres nuestro querido primo Joseph.
Como bien sabes, padecía una enfermedad que le impedía vivir con normalidad, aunque todos sabemos que tenía fuerza interior suficiente para mostrar que no era una traba para él, a buen seguro para evitar que nos preocupáramos.
Sin embargo, sus ganas de vivir no fueron suficientes para superar el mal y se durmió para no despertar en la noche del pasado martes.

Recibí un mensaje cuanto me encontraba en mi casa de Wood Fields, y sin perder un minuto tomé mi caballo para ir a Pompey y tomar allí la silla de posta hasta la capital, donde nos reunimos buena parte de la familia, llegados desde todos los puntos del país, incluyendo a nuestros tíos y primos irlandeses.

No hace falta que te explique lo mal que lo pasamos todos, ya que, como conoces, Joseph era joven, ¡mi edad nada menos!, y se encontraba en un momento dulce al ser publicada su primera novela.
Su gran pasión era escribir, lo que compaginaba a la perfección con sus artículos de la Gazette.

Todos preguntaron por ti, pero ya les explicamos que te encuentras en España combatiendo contra los franceses.
El deber es el deber, ya sabes.

He de decirte que la muerte del primo Joseph me ha afectado profundamente. No cabe duda de que mi estado de ánimo no es bueno de por si, lo que añadido a esta desgracia me ha sumido en un estado de tristeza que me convierte en un muerto andante que no presta atención a lo que rodea, reaccionando por instinto a lo que ocurre a mi alrededor.

Fue enterrado en Bonehill
¿Por qué demonios ha de llover en todos los malditos entierros? Entiendo que es difícil que en Londres el tiempo sea apacible, pero el ver a la familia y amigos empapados, con el cielo gris sobre piedra gris y los árboles dejando caer sus viejas ramas sobre nosotros como si fuera cera derretida, convirtió la escena en un auténtico drama.

Me vestí para la ocasión con mi mejor uniforme, y aunque aguanté estoicamente buena parte de la ceremonia, las palabras del tío Michael a su hijo, emocionadas, derribaron mis defensas, por lo que me marché para pasear entre lápidas, flores y estatuas de ojos muertos para expresar libremente mis sentimientos en soledad.

Eso es todo lo que tengo que contarte William, y no creo que sea el momento más oportuno para hablarte de otras trivialidades que no vienen al caso.
Sólo te deseo fortuna y suerte en España, y aprovecho la ocasión para enviarte todo el cariño de nuestros padres y familia.

Atentamente se despide:

Capitán Vincent Francis Daniels, en Wood Fields (Hampshire), el 9 de febrero de 1809.

Un mes de ausencia

En Wood Fields, el 2 de febrero de 1809. Hampshire (Inglaterra)

Ha pasado más de un mes desde la ultima vez que escribí.
De hecho estoy haciendo un gran esfuerzo por sentarme en mi escritorio y garabatear estas líneas, pero creo que es necesario no abandonar mi diario, ya que durante tantos viajes me ha acompañado y me será muy útil en el futuro, cuando la edad castigue mi memoria.
Al fin y al cabo uno vive de los recuerdos.

¿Cómo resumir todo lo que ha ocurrido desde que escribía sobre mi regreso desde Karlskrona?
¿Debería de comentar cómo el vicealmirante Saumarez exigió que lleváramos a bordo a un guardiamarina de su dotación personal con la excusa de que aprendiera sobre la labor a bordo en una fragata cuando, en verdad, su verdadero fin era vigilar que regresáramos inmediatamente después de llevar el correo?
¿Acaso tendría que relatar la tensión que se vivió a bordo al saber que nadie vería su familia, los intentos de deserción, o los azotes que me vi obligado a repartir con entusiasmo ante las insolencias?
¿Sería necesario que relatara la semanas en Karlskrona, sin otra cosa que hacer que evitar que la fragata se congelase, o nuestra triste celebración tanto de la Navidad como de Año Nuevo, donde tuvimos que comer carne de cerdo reseca tras nuestro fracasado intento de cazar un alce y que terminó con Vicenzo en la enfermería?
¿No sería muy triste relatar como, finalmente, me ordenaron regresar a Inglaterra definitivamente, dejando la Circe en Portmouth, y quedarme por tanto sin mando y en mi casa, sin otra cosa que hacer que mirar por la ventana, tocar el fagot y arreglar torpemente el jardín?

Es mejor no darle mayor importancia y mirar al futuro.
Llevo apenas uno días desde mi regreso de Suecia, y de momento necesito descansar.
Podría ir a Londres para mendigar un destino, pero en estos momentos no me apetece lo más mínimo, y lo único que quiero es estar sentado y mantener la mente en blanco.
Mañana, eso sí, iré a Portsmouth para ponerme al día del estado de la guerra contra 'Boney' .
También me gustaría escribir alguna carta para informar a mis padres o a algún amigo de que no me congelé en Suecia.

Un regreso triste, sin duda.

viernes

Crudo retorno

En Karlskrona, Suecia, el 19 de diciembre de 1808. En una habitación en la calle Stortoget.

El frío es sencillamente insoportable. Esto, unido al dolor de la herida tras el abordaje con el Heldige, me impide descansar como debería.
Las noches se hacen eternas, y cuando más intensa es la sensación de pinchazo en el costado, me veo obligado a pasear por la habitación, enfundado en varias mantas de piel, mientras recito el Código Naval para distraerme.

Tal como esperaba, la llegada a Karlskrona, de manos vacías, fue mal recibida por parte de Saumarez, que ni se dignó a verme y se limitó a enviarme un mensaje donde me informaba que preparase la fragata para el retorno a Inglaterra.
Cuando ya veía la luz más allá de las nubes de tormenta, y me creía lejos de esta gélida cárcel de malos recuerdos, continué leyendo para conocer por entero los detalles de la misión, que consiste en llevar a Portsmouth el correo de los oficiales de la escuadra aquí en Suecia para volver, SIN DEMORA (el muy bellaco, o su secretario a las órdenes del mismo, lo había escrito con mayúsculas), a Karlskrona.

Así es como me castigan por mi falta de eficacia en dos semanas de crucero donde las presas han sido prácticamente testimoniales, y al coste nada más y nada menos que de veinte muertos.
Tras una pequeña reflexión creo que merezco esto y más.
Me vendrá bien para que el frío aclare mis ideas.

Esta mañana he ido hasta el puerto para comprobar las labores de aprovisionamiento de la Circe, en manos del teniente Byron, ya que Lawyer ha sufrido estos días fuertes dolores en su brazo tras el combate de la semana pasada y ha tenido que ser atendido por el cirujano del Victory en tierra.
Parece ser que una bala de mosquete se ha clavado en el hueso y no hay forma de sacarla.

Con la nieve crujiendo bajo mis pies, he paseado por las calles de Karlkrona, oliendo a leña quemada y planteándome una y otra vez si girar en redondo y volver sobre mis pasos para refugiarme en mi cama bajo siete mantas.
¡Pero el deber es el deber! Finalmente opté por seguir adelante, devolviendo de mala gana los saludos que llegaban de boca de otros oficiales con los que me cruzaba, ya que al estar la flota fondeada en el puerto los ingleses somos Legión.

Conforme empecé a divisar los mástiles de los navíos de mayor porte por encima de los techos de forma triangular, se me alegró levemente el corazón, ya que me produce una sensación de absoluta felicidad dejar atrás los entresijos de calles de una ciudad, donde los hombres de mar nos sentimos en ocasiones como una cabra perdida en el sollado, para encontrarme de repente con el bosque de mástiles de embarcaciones de todo tipo.

Tras un rápido vistazo, observé a marineros de mi tripulación, cargando barriles en una lancha ante la mirada de algo que en un principio pensé que debía de tratarse de una especie de osezno del que brotaba vaho.
Al acercarme, comprobé era el señor Bullet, al borde de la hipotermia y que observaba a los hombres trabajar tiritando de frío violentamente.

Sin mayor protocolo, pusimos rumbo a la fragata y ordené subir por el portalón de babor para evitar que tuvieran que recibirme en cubierta con la ceremonia acostumbrada. Lo único que quería hacer era hablar con mi teniente, resolver un pequeño papeleo en mi cabina y volver a mi habitación de Stortoget y pegar el culo al brasero.

Tal como esperaba, el teniente Byron estaba de un humor de perros, como toda la tripulación, ya que al margen de verse obligados a trabajar con semejante frío, a nadie le ha hecho gracia, como es normal, saber que no tendremos la ocasión de disfrutar con la familia de las fiestas.
A pesar de que comprendo la situación, el teniente estuvo más grosero que de costumbre, por lo que no tuve reparos en llamarle la atención delante del resto de hombres, amenazándole con lanzarle al mar a la próxima palabra salida de tono.
Se calló, refunfuñando por bajo, y me dirigí a la cabina, donde me reuní con mi contador para ponerme al día de las provisiones.
Acto seguido volví a la lancha sin despedirme de nadie para volver aquí.

Desde luego no es un buen momento a bordo de la Circe.
Como es normal aún escuece la muerte de tantos compañeros, lo que añadido al malestar por la falta de presas y, para colmo, el viaje hasta Inglaterra para volver de forma casi instantánea, hará que la travesía sea especialmente complicada.
Menuda Navidad me espera.

Muerte en el Báltico

En alta mar (en el Báltico), el 12 de diciembre de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Jamás una victoria supo tanto a derrota.
Me duele todo el cuerpo, y el vendaje que me rodea el tronco no me deja escribir con comodidad. La noche en el coy tampoco ha sido buena, y apenas he podido descansar. Doy cabezazos de sueño de los que despierto con profundos pinchazos que me hacen aullar.

El silencio en la fragata es casi absoluto, y las órdenes se dan sin levantar la voz.
Aunque casi no puedo moverme, he subido esta mañana bien temprano al alcázar para dar ejemplo de ánimo.
He intentado por todos los medios aparentar que no presto atención a los arreglos en la fragata (no sin asegurarme de que todo estuviera en orden) ni a los trabajos de limpieza de la sangre que aún sigue bien agarrada a la madera, como una macabra penitencia por castigo a mi desacierto.

He mantenido una breve charla con el teniente Lawyer, con el brazo en cabestrillo, y me ha informado del estado de las reparaciones. A continuación hemos procedido a la medición del mediodía, con un sol gris y borroso que más bien parecía una mancha sobre un mar plomizo sin espuma.
Después he vuelto a mi cabina, y aquí estoy, listo y preparado ante mi diario para escribir sobre nuestro duro combate frente al bergantín danés Heldige.

Tras una larga caza, a estela del enemigo, y cuando acortábamos distancias, no pude dejar de sorprenderme ante el hecho de que el capitán no decidiera tirar por la borda los toneles de agua y cañones, táctica habitual en las embarcaciones de poco porte que quieran ganar velocidad.
Eso me hizo comprender que su intención era la de buscar el enfrentamiento, así que no me resultó extraño ver cómo, a pocas horas de que cayera la noche del pasado 9 de diciembre, el bergantín se situaba a nuestro barlovento para comenzar el combate.

En el primer intercambio de andanadas quedó claro que, pese a la desventaja de nuestra posición respecto al viento, el superior calibre de nuestros cañones pronto desequilibraría la balanza a nuestro favor, y sin apenas daños en la Circe, el bergantín ya había perdido el mayor y el trinquete.
Sin posibilidad de maniobra, y, reconozco, algo confiado, decidí abordar al enemigo para no causar más daños a una embarcación realmente hermosa y que quería llevar en las mejores condiciones posibles de vuelta a Karlskrona.
¡Gran error! Si llego a saber lo que iba a ocurrir después, habría mandado al danés al fondo del mar con mi batería de 12 libras.

Me pudo la confianza, y dispuse a los hombres para el abordaje.
Pero, cuál fue mi sorpresa, cuando con los garfios bien fijados en el Heldige y listos para el ataque fueron los daneses los que se nos echaron encima.
¡Y vaya hombres! Todos enormes, fortísimos y bravos en el intercambio de sablazos, disparos y hachazos. Por un momento pensé que abordábamos un drakkar vikingo. Ni me dio tiempo a ordenar una descarga de metralla en la cubierta del bergantín.

Con mi sable en una mano y la pistola en la otra bajé corriendo al combés, donde la lucha era más encarnizada, con otra pistola más fijada en el cinturón, que si bien me restaba movimiento me daba seguridad.
Y entré en el infierno.

Mientras los disparos de mosquetes silbaban a mi alrededor, comencé a gritar como un poseso para animar a los míos, que se enfrentaban con brío a la marea enemiga, que dado su tamaño parecía que nos superaban en número (lo que no era el caso).
Casi resbalo al pisar algo viscoso, pero me recompuse para disparar en pleno pecho a un danés que le había clavado una pica por la espalda a uno de mis infantes de marina.

Paré un golpe, y con la espada del enemigo aún trabada (me insultaba, a buen seguro, mientras espumarajos de saliva me salpicaban la cara), con la culata de la pistola a modo de maza le abrí la cabeza con un golpe violento.
Se desplomó mientras miraba con rostro inexpresivo parte de su cerebro en la mano.

Y llegó.
Enorme, posiblemente una deidad nórdica, quizás el mismísimo Thor. Podría medir seis pies y medio, y en una de sus manos portaba un hacha gigantesca que manejaba como si se tratase de un florete.
Se plantó enfrente mío, y tras esquivar sus ataques me partió el sable es dos tras un golpe brutal. Estaba desarmado.
En ese momento el mundo desapareció a mi alrededor: los gritos de furia; los llantos; los lamentos en plena agonía; el estampido de los disparos; el sonido metálico de las armas...
Sólo existía mi enemigo.

Cuando ya me disponía a recibir el golpe de gracia, y el hacha ya se cernía sobre mí, surgió la figura de Johnny Paint: timonel y hombre de confianza; escolta sempiterna en los abordajes; buen luchador; y un mejor marinero si cabe.
A pesar de que la diferencia de tamaño era considerable, Paint se echó encima del gigante como un gato rabioso, clavándole su pequeña hacha de abordaje en el costado del danés.

A pesar de mi dolor por su pérdida, me queda el consuelo de que fue rápido.
La respuesta del Titán fue letal. Con el arma clavada en su cuerpo, agarró el brazo desnudo de Paint, descargó el suyo con fuerza sobre el cuello de mi timonel y éste, ya inerte, fue lanzado como un trapo sucio a las aguas del Báltico.

A veces uno se asusta de lo deshumanizado que puede llegar a ser un combate, ya que en ese momento no sentí la pérdida de Paint. Sólo quería salir vivo de ahí, y cuando mi rival volvió su mirada hacia mí, ya tenía amartillada mi pistola, le disparé donde menos se lo esperaba, en sus mismas partes, y estaba doblado gritando de dolor cuando le arranqué la hacha de su costado para abrirle la cabeza (me hicieron falta dos golpes).

En ese momento creí ser un héroe mitológico, y como si de Héctor se tratase cuando cuando derrotó a Ajax, escuché con satisfacción los gritos entusiastas de mis hombres.
La batalla, tras echar un vistazo a mi alrededor, parecía ganada, pero mi alegría pronto se borró de mi rostro cuando escuché el grito del teniente Byron, que con su sable lleno de sangre y con Lawyer aferrado a su hombro, me avisaba de que había fuego en el Heldige.

Aquellos malditos demonios preferían morir y, a ser posible, llevándonos con ellos a las aguas del Aqueronte.
Ordené por tanto cortas los garfios y maniobrar para salir de allí cuanto antes mientras mis hombres, con poca ceremonia, terminaban de rematar a los enemigos que aún seguían a bordo de la Circe sin que osaran rendirse.

Cuando empezábamos a alejarnos, el bergantín explotó con tanta furia como la forma de combatir de los que fueran sus tripulantes.
Caí de espaldas, y cuando me fui a levantar me di cuenta de que tenía un buen trozo de astilla clavado en la camisa.
No perdí el conocimiento, pero me habría encantado hacerlo, ya que el aspecto de la enfermería era realmente dantesco.
No sé quiénes me llevaban, pero sí tenía conciencia de que iban resbalando con la sangre y órganos esparcidos por el suelo, ya que no había arena suficiente para impedirlo.

Eso fue hace tres días, y desde entonces el estado de ánimo de la fragata es sombrío.
Hemos perdido muchos hombres (20 muertos), y son pocos los que no echan en falta a algún compañero.
A mí mismo me cuesta aún creer que Paint no vaya a estar más a la caña de mi falúa, tan silencioso como siempre pero sin reparos a la hora de poner en orden a los remeros.

Desde luego la guerra, al margen de sus batallas gloriosas, de los botines, las publicaciones en la Gazette, los ascensos..., las victorias en definitiva, es también la exposición al fracaso, la muerte, el miedo, las dolorosas heridas, la pérdida de seres queridos.

Desde luego, ahora mismo no le veo ningún sentido a la guerra, máxime cuando volvemos a Karlskrona con las manos y muchos coys vacíos.

miércoles

Persecución

En alta mar (en el Báltico), el 3 de diciembre de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Durante toda la mañana he estado observando los juanetes del Heldige, perdiéndose más allá de las olas, enormes, grises, como tiburones gigantes y silenciosos con aletas de espuma.
Navegar por estas aguas es un reto. Si a esto añadimos que el bergantín danés ha tomado rumbo norte, el frío va en aumento y es poco menos que peligroso el mantenerse en el alcázar, ya que no pasa mucho tiempo sin que uno note cómo se va congelando su cuerpo poco a poco.

La captura del Heldige es una cuestión personal desde nuestro encuentro. Mis hombres así los sospechan, y me consta que hay descontento.
La idea era realizar una misión de crucero de dos semanas, y de momento sólo hemos apresado un pequeño balandro que arrió la vela como un gato asustado ante nuestros primeros cañonazos.
Mientras mis hombres cargaban a bordo lo necesario y el guardiamarina Bullet se preparaba para tomar el mando para llevar la embarcación a Karlskrona, interrogué a su capitán.
La mercancía, bastante valiosa (ámbar gris, pieles gruesas como maromas y un centenar de barriles de cerveza) poco me importaba, ya que lo que me interesaba especialmente era la información: ¿dónde estaba el Heldige?

El danés, un tipo enorme con brazos que le llevaban a la rodilla y unos ojos azules que me fulminaban (cada parpadeo era como un disparo), se negó a hablar, hasta que tras negociar y a condición de mantener su barco (con el posterior disgusto del señor Bullet), finalmente habló.
Me informó que el bergantín usa como puerto base Vordingborg (al sur de Zealand), y que probablemente se encontraría allí, ya que hace una semana se cruzó con él y le informó que echarían el ancla para aprovisionarse.

Tras despedirlo y con mucha vela en su jarcia, seguramente por si acaso, el balandro rápidamente se perdió de nuestra vista, y pusimos por tanto proa a Vordingbord con el objetivo de dar caza, ¡por fin!, al Heldige.

Llegamos cerca de la noche, y envié el cúter con el teniente Byron a bordo para inspeccionar el puerto y comprobar si se encontraba el bergantín, así como para observar las defensas de la ciudad.
Tras una tensa espera, finalmente el vigía dio aviso de que se acercaba el cúter, con Byron que subió con su acostumbrada habilidad para confirmarme que el bergantín se encontraba en puerto con el ancla echada.
Estaba rodeada de varias gabarras, sin presencia de barcos armados.
No pudo ver si había alguna batería de defensa en tierra firme, lo cual me preocupó.

No obstante, no había ni un minuto que perder, y despaché al propio Byron para atacar al Heldige a bordo del cúter, apoyado por la lancha con el oficial de derrota, el señor Blond, además del sargento de infantes de marina, el señor Basket, y diez de sus mejores hombres.

No sé qué demonios pudo ocurrir, pero aún era de noche cuando nos llegó el oído de fuego de mosquetes y cañones mientras observábamos a una distancia prudencial de la costa, intentando adivinar qué demonios estaba ocurriendo.
Sin atenerme a las precauciones, di orden de acercarnos al puerto, con los hombres listos y preparados en sus puestos.
Yo mismo tenía ya una pistola en la mano, la otra cargada bien sujeta en el calzón, y el sable firme en mi mano 'buena', listo para asaltar las mismas puertas del Infierno.

Y de la oscuridad, como si se tratase de una araña que surge lentamente de su cueva, apareció la proa del Heldige, encarándonos directamente.
Esta vez no me dejé llevar por la sorpresa, y ordené mostrarles la batería de estribor, listos para destrozarlos y no darles opción a escapar.
No obstante, ¡maldición!, el teniente Lawyer me avisó de que, pegado a la popa del bergantín, navegaba el cúter, con el teniente Byron haciendo equilibrios sobre el bauprés y disparando con su pistola, algo inútil dada la distancia que lo separaba del barco danés.

Éste finalmente viró para tomar rumbo Este, en una brillante maniobra (ya que lo hicieron por avante) que me confirmó que tanto su capitán como su tripulación son excelentes.
Aprovechamos para disparar una andanada que no hizo tanto daño como me hubiera gustado. Además, perdimos un tiempo precioso en recoger a nuestros hombres, ya que no nos podíamos arriesgar a dejarlos en zona enemiga sin provisiones.
Afortunadamente, el Heldige no fue en esta ocasión tan afortunado, ya que en su intento de forzar vela rompió el mastelero del trinquete, por lo que pronto lo divisamos al horizonte para comenzar con una persecución que dura ya cuatro días.

El teniente Byron me explicó que cuando intentaron el abordaje, fueron descubiertos, y el capitán del bergantín no dudó en cortar el ancla mientras rechazaban a los míos con mucho fuego de mosquetes, con el resultado de algunos heridos de diversa consideración, pero sin muertos.

Espero poder dar caza al Heldige lo antes posible, ya que el barómetro baja a cada día que pasa, el mar está muy peligroso y el viento sopla con muchísima fuerza, lo que vuelve más lenta la persecución pero nos agota a todos, desde oficiales a simples marineros.

Ahora que se me ha calentado el cuerpo gracias a las infusiones que me ha preparado Vincenzo (he bebido como un camello) volverá al alcázar.
No hay un minuto que perder.

jueves

Carta desde España

En el puerto de Karlskrona (Suecia), el 27 de noviembre de 1808. A bordo de la HMS Circe

Llueve como si todos los ángeles del cielo estuvieran meando sobre nosotros.
Además, hace un frío de mil demonios, y cada gota de agua que le alcanza a uno es un alfiler helado que sientes en la mismísima espina dorsal.
A través del ventanal puedo ver, algo borrosa, la silueta del HMS Victory, orgullo de la Armada de Su Majestad, atalaya desde donde Lord Nelson dirigió a nuestros navíos hacia el triunfo ante la escuadra franco-española en Trafalgar: ahora sólo parece un perro apaleado y mojado bajo la lluvia.

No sé si estará a bordo Saumarez.
Obviamente la actividad en cubierta es nula. Pero no me importa. Lo importante es que he recibido su permiso para realizar una misión de crucero de dos semanas en el Báltico, por lo que volveremos al mar a la búsqueda de suculentas presas que nos alegren estos días grises.
Por supuesto, qué duda cabe de que nuestro vicealmirante saldrá ganando, ya que con su escuadra anclada y sin poco o nada que hacer, nuestra fragata, en el caso de que el viaje sea un éxito, le reportará su parte correspondiente, ya que de los botines todos se llevan su parte, empezando por los que mandan.

El caso es que tengo previsto zarpar en uno o dos días, dependiendo de que la condiciones climatológicas sean todo lo buenas que permita este mar.
También he de enviar una carta que la he dejado a medio escribir para don Ricardo, del cual recibí noticias antes de ayer.
Fue una gran alegría, qué duda cabe, ya que pasé con él buenos momentos, con multitud de interesantes y sanos debates sobre nuestros respectivos países, siempre amparados en la cordialidad y, por qué no decirlo, con una botella de vino al alcance de la mano.

En su misiva me hablaba sobre todo del estado en el que se encuentra la guerra en España, con cierto tono de preocupación.
Desde Tudela (reconozco que no tengo la menor idea de dónde demonios se encuentra) me escribía para decirme que después de la esperanzadora toma de Logroño y el posterior despliegue de las fuerzas españolas, Castaños, Joachim Blake y compañía no pueden ocultar su preocupación, ya que más allá de los Pirineos llegan noticias de movimientos de tropas francesas, y es un rumor gritado a voces que el mismísimo Napoleón está al frente de su Grande Armée para acabar de una vez con esos españoles que se le están subiendo a las barbas.
¡Napoleón en España! Desde luego ha de ver un panorama realmente negro para ponerse él mismo al frente de sus tropas.

Le escribiré una carta para desearle suerte, e intentaré hacerlo en español, o al menos, buena parte de ella después de las lecciones que me daba en nuestros viajes por la costa gallega, en el alcázar y con algunos de mis hombres observándome con cara de asombro.
Insisto en que personalmente me causó una gran impresión, ya que es todo un caballero, y me encantaba invitarlo a cenar cuando coincidía con oficiales de otros navíos, que le observaban realmente sorprendidos, como si en vez de esperar un señor de finos modales y un inglés cada vez más tolerable, se esperasen encontrar un pueblerino con barba de una semana y cejijunto.

Pobres estúpidos. Ellos y sus estereotipos, y el de todos, en definitiva, sean de la nación que sean, ya que opino que no hay que fiarse de los colores de la bandera, las costumbres o el color del cabello y la piel, ya que lo mismo te mata una bala de un cañón inglés, que el de un francés, español, ruso o danés.
Hay que ser respetuoso por encima de todo.

En fin. Después de esta pequeña reflexión, terminaré de escribir la carta a don Ricardo y subiré a cubierta para comprobar que los preparativos para zarpar van por buen camino.

De momento sigue lloviendo.

El bosque de Harstop

En Karlskrona, Suecia, el 20 de noviembre de 1808. En una habitación en la calle Stortorget.

Todavía me cuesta controlar los temblores, y no es precisamente a causa del frío. Me avergüenza reconocerlo, incluso en este diario mío, personal, que teóricamente no leerá nadie (a lo sumo quizás lo haga alguien una vez esté dando de comer a los gusanos).
Pero es así, tiemblo de miedo, y no me tranquiliza el mirar a través de la ventana y observar la calle solitaria, oscura, con un cielo sin estrellas, y una suave neblina que se arrastra por el suelo como un moribundo.

Ocurrió hace tres noches, pero cuando el cielo se oculta vuelvo a sentir un escalofrío, y parezco estúpido cuando me meto en la cama con la pistola bien cerca, atento a cualquier ruido que surja del silencio, y con la manta a la altura de la nariz.
Yo, ¡un oficial del Rey! Es ciertamente bochornoso.
Tal como explicaba, me encontraba tomando un extraño brebaje en una posada (en una calle de nombre impronunciable) que aquí llaman Glogg.
No suelen prepararla diariamente, pero el dueño, al ver mi uniforme, la sirvió especialmente para mí, a base de vino, muy fuerte, y todo tipo de tropezones flotantes que me tragué lentamente para no ser descortés con mi anfitrión.

Conforme fueron pasando las horas, el tal Glogg no me resultó tan desagradable, y hasta llegó un momento donde el intento de identificar dichos tropezones dejó de ser importante. Me limitaba a beber, dejando que mi vista se nublara, rumiando mis penas, recordando a los amigos, echando de menos a Lively.
Cuando estaba a punto de dar un cabezazo a la mesa, el ruido de la puerta al abrirse, una sonoras carcajadas y una fría corriente de aire me despertaron de mi ensimismamiento.

El teniente Byron estaba acompañado por otros dos oficiales, uno de ellos de infantería, y me saludaron cortésmente, tratando de recomponerse, aunque estaba claro que su estado de embriaguez era comparable al mío. Me los presentó y al momento tuve que dar permiso para que se sentaran, porque sirvieron una ronda y empezaron a contar batallitas.
Sólo se interrumpían para reírse de forma escandalosa.

Cuando ya me disponía a marcharme llegó el momento de la fatídica decisión.
Jack, sin borrar la sonrisa de su cara, afirmó que esa misma mañana había podido hablar con el cirujano del Implacable, el cual le contó que durante la noche anterior había estado en el bosque de Harstop, al norte de Karlskrona, a la búsqueda de un alce, ya que nunca ha visto uno.
El caso es que, y Jack aquí se reía mostrando sus perfectos y bien alineados dientes, el "matasanos" había huido despavorido al sentirse observado por presencias, "¡presencias!", repitió una y otra vez mi teniente con lágrimas en los ojos.

No sé cómo me dejé convencer, pero antes de darme cuenta ya íbamos camino de Harstop, a lomos de cuatro burros, lo único que pudimos encontrar a tales horas de la noche gracias a la intervención del posadero, que conocía a un amigo que no pondría reparos en cedérnoslos gracias a una interesante suma de dinero. Además nos prestó mantas bien gordas para combatir el gélido viento nocturno.
No sé si fue este último, el abrumador silencio de las calles abandonadas de Karskrona o una extraña sensación en el estómago que me advertía que no siguiera adelante, pero el caso es que cada vez me sentía más despierto, y empezaba a ser consciente de que era una locura lo que estábamos haciendo.

Tras dejar atrás las leves luces de la ciudad, comenzamos a adentrarnos por un camino donde, obviamente, no había un alma.
De vez en cuando nos sobresaltábamos al notar que algo se movía más allá de los matorrales, por lo que las risas de Jack y sus amigos se fueron apagando hasta que divisamos, iluminados levemente por una luna enorme, las puntas de los abetos del bosque de Harstop, que como estacas de empalamiento aguardaban nuestra llegada.

Tras abandonar las monturas, empezamos a andar por el bosque, de una quietud que imponía respeto.
Empezó a nevar, con copos que caían suavemente sobre nosotros, como luciérnagas, hasta que el viento comenzó a soplar, haciendo que el roce de las copas de los árboles más parecieran susurros de demonios que algo natural.
En esos momentos uno recuerda perfectamente todas y cada una de las leyendas que de pequeño nos contaban nuestras abuelas para evitar que nos alejáramos demasiado de la casa: como la de los muertos que vuelven de la tumba para visitar de nuevo a sus seres queridos; criaturas con alas de murciélago que te sacan los ojos cuando te dispones a dormir al aire libre: pequeños seres de orejas puntiagudas y afilados dientes que te observan a la espera de que te descuides; o los espíritus que le vuelven a uno loco al oír su quebrada voz.

El caso es que lo que durante el día son poco más que paparruchas, cuando la luz deja de existir y la inquietud se adueña de tu pecho, conviertes en ciertas todas estas leyendas, y sientes que cada ruido o sombra que logras percibir es una amenaza real.
De esta forma, no es extraño que transcurrido poco más de veinte minutos, y de forma involuntaria, estuviéramos los cuatro prácticamente espalda con espalda, como si en vez de en un bosque oscuro a altas horas de la noche, estuviéramos en la cubierta de un navío enemigo, defendiéndonos ante las acometidas de nuestros enemigos.

Y lo vi. No sé si los demás lo hicieron, pero yo lo vi.
El silencio era total, no se oía absolutamente nada, ¡nada!, y en un tronco con un enorme boquete que se perdía en las profundidades del árbol, observé lo que parecían dos ojos verdes que daban luz a un rostro blanco, sin nariz, con dientes afilados y sin pelo. Me miraba atentamente.
Tras unos segundos que me parecieron eternos, una mano huesuda y blanquecina apareció de la oscuridad, con uñas afiladas en la punta de unos dedos larguísimos, seguida al rato por su gemela.
La criatura empezó a salir del agujero sin dejar de posar sus ojos en mí.

Reaccioné. Tras gritar como un loco, emprendí la huida hacia el burro. Alguien intentó agarrarme por la espalda, solté el codo con furia y oí el sonido de huesos al romperse.
Sin subirme a mi montura, tomé las bridas y arrastré al asustado animal hasta más allá del bosque, para montar una vez me sentí más o menos seguro, sin volver la vista en ningún momento hasta que llegué a mi habitación en la calle Stortorget.

Insisto, a día de hoy aún me siento intranquilo cuando cae la noche.
Esta mañana escribí una carta para el teniente Byron, donde le informaba de que no volvería a tierra hasta nueva orden, y que no le revelara nuestra aventura absolutamente a nadie bajo amenaza de colgarlo de la verga del mayor.
Me respondió dando su conformidad absoluta, comunicándome de paso que el oficial Phillips Howard ya se encuentra mejor, aunque su nariz no volverá a tener el perfil griego de antaño.

En estos momentos, aún no sé que ocurrió esa noche, y me gustaría pensar que todo fue fruto de ese maldito brebaje sueco en una mezcla maldita con el terror.
El caso es que no me cabe la menor duda de que no volveré al bosque de Harstop para comprobarlo.